Lenguaje Muerto. (Última entrega)
Lenguaje Muerto es una novela del escritor Gonzalo Córdoba Saavedra que hemos publicado por entregas semanales a lo largo del mes de diciembre y enero. Puedes revisar las entradas anteriores pinchando aquí.
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Puntos de escritura y lectura
¿Quién escribe lo que alguien lee? ¿Acaso es necesario solapar al autor tras la figura del narrador? Ciertas noches siento que dentro de un libro habita un autor; ciertas noches podría asegurar que es realmente un narrador, personaje en sí mismo, aunque a veces apenas intervenga en la historia. ¿Acaso hay que pensar de manera binaria la literatura? Sería más sensato decir que el autor debe configurar una obra ambivalente, heterogénea, incierta, que abra el camino a una percepción en diagonal. Es más, quien lee debe sentirse con el poder para decidir quién ha escrito eso que lee. Y es más, ¿quién ha escrito este texto? ¿Este texto realmente está escrito o es sólo una combinación de grafemas sin un mensaje determinado?
El libro es un territorio perdido, en disputa constante entre varias fuerzas. Pero quien realmente tiene el poder en todo este asunto, aunque nos quieran hacer creer otra cosa, es el lector. ¿Quién escribe este fragmento? ¿El narrador, el autor? Acaso usted está haciéndolo sin saber. Porque un texto no es mucho más, ni mucho menos, que un laboratorio de sentidos. Y nadie más que el lector determina el sentido real de una obra. Un narrador (¿acaso el único?) refirió esta historia, un autor (¿acaso el que pone su nombre en tapa y lomo?) puso en texto esa historia, pero únicamente el lector otorga (o completa) el significado de una obra. Si el valor real de una obra está dado por su sentido, y el sentido es otorgado por el lector, entonces el lector es el verdadero autor (del significado) de un libro mientras que el autor es un farsante que combina elementos previamente elaborados.
Mientras escribo estas palabras pongo en cuestión mis certezas como lector, las dejo a disposición de usted. Siembro una duda para cosechar interpretaciones. El árbol del sentido tiene incontables ramas y en cada una de ellas hay un nido de aves desconocidas para la ciencia actual. ¿Lograremos descifrar el ADN de esas especies? Allí reside la clave de algo. No sé de qué, pero estoy seguro de ello. Mi ofrenda es esta duda, un caldo de alfabetos muertos que esconden el misterio de la vida. ¿Aprenderemos algún día a leer la vida y la muerte?
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El regreso de las especies
Hacia el año 2026 la población mundial había bajado de casi tres mil millones de habitantes a poco más de dos mil millones. En el año 2036, mil seiscientos millones. En el año 2046, novecientos millones, una bajada sensible producto de una epidemia y una serie de conflictos bélicos que reconfiguraron el orden mundial —aunque no tuviese futuro el nuevo orden—. Diez años después, en 2056, la población no superaba los quinientos millones de habitantes. Para el año 2066 se calculó una cifra apenas superior a los cien millones. El último ser humano se suicidó el 15 de agosto de 2071, casi 45 años después del caso Salitre.
Ese día de mediados de agosto Oscar Villemain se disparó un tiro en la boca a las 19.30, aproximadamente, en una ciudad cercana a lo que hoy se conoce como Nantes, Francia. Esto ocurrió en el balcón de su departamento, del que no quiso salir durante sus últimos ocho días, aunque fue el único habitante en Nantes por casi tres semanas. A la mañana siguiente, entre el eco lejano de las fábricas deshabitadas, una jauría de perros salvajes expulsó a un buitre que comía del cuerpo de Villemain y hundieron su hocico en la carne reseca y fría del último humano.
Curiosamente, las municiones sobrevivieron al declive de la especie humana. Sobraron. En la costa de Puerto Madryn los lobos marinos tomaban el sol mirando de soslayo las tiendas de artículos de pesca. Algunas aves quedaron en su jaula en casas y tiendas de mascotas. Lentamente, por inanición, murieron los peces esperando que alguien echara alimento en su pecera.
Los últimos siete años fueron de una crudeza tremenda. Australia no fue repoblada luego de la muerte del último hombre en ese continente. Los aeropuertos se transformaron lentamente en estacionamientos de aviones y en los puertos los barcos chocaban constantemente producto de la marea y las olas. Las gaviotas no volvieron a oír una voz humana, sólo quedaba esperar que la herrumbre hiciera lo suyo y apagara esos punzantes chirridos metálicos.
En América, Europa y Asia hubo fábricas en funcionamiento hasta tres meses antes del suicidio de Villemain. Casi imperceptiblemente la vegetación había ganado terreno y ocupado espacios que antes eran de los seres humanos. Las raíces de los alerces levantaron el piso de baldosas de una escuela abandonada en la Patagonia chilena. Unos huemules fueron testigos de ese lento derrumbe y no pareció que les importara demasiado. Quizás ese edificio derruido no significaba nada para ellos.
Nadie se habría atrevido a vaticinar que el hielo en los polos y en algunos glaciares comenzaría a aumentar luego de un período de ralentización de su decrecimiento. El primer año de crecimiento de las masas de hielo fue el 2070. Es de esperar que lentamente la población de osos polares crezca. La temperatura del planeta comenzaba a bajar gradualmente, en la misma medida en que las fábricas cerraban y dejaban de emanar gases tóxicos. No hay registro de la fecha exacta de la última lluvia ácida, pero se estima que ocurrió durante el año 2065.
Nunca dudé de ello, pero el narrador nos lo confirmó. De a poco hubo oficios en vías de extinción y a medida que desaparecían también caían algunas actividades o servicios. Oscar Villemain veía caer el sol en una ciudad destruida, incendiada, sin gas ni luz. Él sabía que vendría una nueva noche cerrada sobre él, un manto negro apenas iluminado por la luna, con graznidos y chirridos que no podía identificar. ¿Qué especies eran? ¿De dónde subían? Oscar Villemain fue secretario de un estudio de abogados hasta la muerte de su propietario, casi seis meses antes de que él se suicidara.
Los últimos meses de vida humana sobre la tierra fueron una sangría fatídica. La pólvora se convirtió en el único dios posible. Todas las armerías habían sido saqueadas, al igual que los supermercados y el resto de las tiendas. Tras la muerte de los camarógrafos y los directores, tras la desaparición de los prenseros y los diagramadores, dejaron de funcionar los canales de TV y la prensa gráfica tradicional. Hacia el año 2025 los medios gráficos ya no tenían correctores de estilo; no habían muerto todos, sino que habían prescindido de ellos. La radio resistió y se transformó en el medio más duradero y eficaz a la hora de transmitir el brote de locura. La última transmisión radial fue el 20 de mayo de 2071; el locutor daba los datos de contacto (teléfono, aunque ya no andaban, y la dirección). Nadie acudió a su llamado oculto, nadie más vivía dentro del alcance de la antena de esa radio.
Una de las últimas en cerrar fue la fábrica de municiones de Lisboa, que durante el anexamiento de Portugal y España a Francia abasteció de proyectiles y pequeños explosivos a ese nuevo país. Por eso nunca faltaron las balas. Un falso sentido común dictaba que cada ser vivo era un enemigo y por esa razón la gente vivió en un estado de guerra constante contra la especie humana. Fueron creadores, actores y productores del fin del mundo, en medio de una balacera real, con una mezcla de olor a pólvora y sangre fresca.
Oscar Villemain se fue de este mundo sin dejar palabras resonando en el aire. Solamente gritó con todas sus fuerzas una aaaaa sostenida, pero quizás haya resonado más el trueno de fuego camino al cerebro frágil. Esa (((a))) cerró, como en un bucle, el ciclo del lenguaje humano.
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~ La muerte
y la locura
fueron el abono
del futuro ~
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Un estruendo sordo
La lluvia oblicua, el viento perpendicular, el sol en vertical. Todas las fuerzas de la naturaleza hacían su efecto sobre las reliquias del hombre muerto, edificios deshabitados y opacos. Construcciones inútiles para los animales salvajes, que rascaban sus lomos sobre las paredes descascaradas.
Fue sólo un pequeño crujido a media mañana. Los pájaros que escarbaban el suelo buscando lombrices, probablemente benteveos, miraron de reojo ese espanto blanco que les daba sombra durante algunos momentos del día. Ciertas mañanas les gustaba ver cómo el obelisco pinchaba el sol rosado del amanecer, la aurora de rosáceos dedos al decir de Homero. Pero el crujido se perdió rápidamente en su memoria corta y empírica. Pastaba una vaca a unos metros, pero no se percató de nada, estaba completamente concentrada en mascar la hierba fresca.
Un chimango tomaba una siesta tras cazar un tordo entre los edificios de calle Corrientes entre Libertad y Talcahuano, nombres que para él no significan absolutamente nada. Reconfiguramos nuestra garganta, creamos miles de lenguas, pusimos al menos un nombre a cada cosa que percibimos, pero nada de eso ha quedado, nada de eso tiene sentido para los verdaderos habitantes del planeta. Nosotros solamente inauguramos una sucursal del mal, fue rentable durante algún tiempo pero finalmente fracasó.
Para ese chimango el siguiente crac, levemente más largo y penetrante que el primero, tampoco fue una señal de peligro. Él no conocía el sonido del derrumbe y ni siquiera le pareció similar el sonido de la fricción entre los hierros oxidados al de su canto rapaz, un grito de guerra que causa terror entre las especies menores. Un pedazo de cemento cayó desde una altura de dos metros. Allí se doblaba el obelisco hacia el Este, como empujado por la fuerza del sol de las tardes. Era cuestión de tiempo para que esa mole de cemento cayera sobre calle Corrientes y provocara un revuelo de aves y animales terrestres, bufidos, chirridos, galopes y saltos.
Cuando ya todo haya vuelto a ese silencio bullicioso y lento de la naturaleza en estado pleno solo quedarán los ladridos lejanos de una manada de perros. Pero antes el monumento se dobló como una persona con arcadas y dolor de panza, lentamente anunció su caída. Se acercó a ver de cerca el asfalto resquebrajado, los brotes verdes en sus grietas, la carcasa de un auto oxidado. Nada de eso tenía significado ni sentido para el obelisco, que ya no lograba resistir más el embate del viento y su propio peso. Cargaba la mochila de una sociedad muerta, un saco de huesos y dos alforjas llenas de sangre.
Y finalmente cayó el obelisco sobre un manto de hierba fresca, a pocos metros de un auto abandonado que daba sombra a un perro viejo y cansado. Hubo un silencio tenso de dos segundos antes del estruendo que produjo al hacer contacto con el asfalto y saltar en mil pedazos. Algunos fragmentos de cemento golpearon en animales desprevenidos, y otros tantos corrieron asustados a refugiarse en cualquier sitio. Los edificios vacíos eran cajas de resonancia. El eco del golpe seco duró lo que la esperanza de una presa de halcón, apenas un suspiro.
Dicen que las gaviotas en el riachuelo también se alborotaron, y que los ladridos fueron propagándose, como en una carrera de postas, en un radio de varios kilómetros. Pero el estruendo pasó a ser parte del pasado inmediatamente, porque los animales salvajes viven en un presente continuo e infinito. Sin recuerdos pero con memoria. Al día siguiente una fuerte lluvia disolvió una parte de los escombros, que escurrieron pendiente abajo y el terreno fue tornando planicie. Un caballo escapaba de un puma hambriento y debió saltar sobre algunos restos de concreto amontonados. El puma también lo hizo, con facilidad, antes de perderse de vista, antes de cruzar el horizonte dejando suspendido el tiempo a su paso.
El resto de los edificios seguiría el destino del obelisco, pero nada de eso iba a entrar en la memoria de ninguna especie. El monumento a Carmen Salitre cayó completamente 91 años después de su inauguración. Una cría de cata cayó desde su nido, llevaba impregnado en su cuerpecito el aroma de la lavanda que guardan en sus nidos. El roble que sostenía el nido había visto nacer y morir a Carmen Salitre en un abrir y cerrar sus ojos de árbol. Y en un abrir y cerrar de ojos humanos la pequeña cata estaba recibiendo a las primeras de las hormigas que transformarían parte de su cuerpo en un hongo para alimentar a las larvas de su reina. Para ellos no hay diferencia entre habitar una ciudad muerta o un campo abierto.
Testimonio de la presencia de humanos sobre el planeta serán los edificios que el agua y el viento erosionarán lentamente; testimonio de las lenguas, miles, millones de toneladas de papel impreso que vagarán sobre la superficie terrestre como ánimas en pena. Siglos tardarán en descomponerse esos papeles, más resistentes que el cemento. Si renaciera la humanidad tendría en las fosas comunes sus nuevos yacimientos de petróleo, para reiniciar el ciclo del humo.
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Viaje de ida
La etimología nos indica que «estertor» es un cultismo de stĕrtĕre, que significa roncar durmiendo. Sin embargo, para nosotros el estertor es el sonido que precede a la muerte, al sueño eterno. El étimo cambió su sentido de algo que se realiza dormido por algo que anticipa la muerte. ¿El sueño es la muerte o la muerte es un sueño del que no se despierta? Estertor en albanés se escribe rrapëllimë; en alemán, Rassel; en catalán, ranera; en checo, chrastítko; en creolé, chante; en danés, rangle; en esloveno, ropotanje; en esperanto, sonorilo; en euskera, Rattle; en francés, hochet; en gaélico escocés, ratreut; en hawaiano, pili kino; en húngaro, Csörgő; en indonesio, berdetak; en islandés, skrölt; en italiano, sonaglio; en letón, grabēt; en luxemburgués, gerammelt; en malayo, ragut; en neerlandés, rammelaar; en polaco, grzechotka; en portugués, chocalho; en sueco, skallra; en yoruba, ẹyẹ. Los yorubas supieron hacer del estertor una representación gráfica más que oral, a contrapelo de su lengua, las vocales lloran el comienzo del sueño que nunca acaba.