Lira por Lira
Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.
Oliverio Girondo
Con Lira ciertas tardes caminábamos por Lira rumbo a la casa de Ela, quien, como se dice, era el secreto mejor guardado por los fanáticos de las fotos espontáneas, desenfocadas, crepusculares. A ambos nos gustaba Elle, y su hijo, el travieso Nica, no se separaba de un hablador muñeco chascón y narigón y cejón al que llamábamos Rikelín. La casa de Ella en realidad se componía de una sola pieza de techos altos, fría, oscura, en una de cuyas esquinas lucía una ancha cama rechinante a la que más valía meterse con guatero. De frente a la cama había un armario de grandes proporciones desde el cual, si se paraba bien la oreja, provenían gemidos de origen incierto, lo que para mí siempre fue motivo de intriga, pero, a excepción de Rikelín, siempre atento a todas las voces, nunca nadie hizo ni la más mínima alusión al respecto.
La máxima pretensión de She consistía en fotografiar el momento exacto del toque de queda. Que quien mirara esa foto supiera de inmediato: es el toque de queda. Lira la ayudaba en eso y también auxiliaba al travieso Nica con las tareas de la Escuela Imaginaria. Un día, de puro aburrido, propuse armar una agujita y de inmediato el Nica saltó diciendo que una profesora había hablado sobre unos chinos que se clavaban agujas en el cuerpo para curarse las enfermedades. Con Lei nos reímos, mientras Lira sacaba uno de sus cuadernos y anotaba algo.
Después de tomar once, por lo general nos íbamos de vuelta por Lira, pero con Lira siempre regresábamos. El tema de la once le intrigaba a mi amigo, aunque no sabía muy bien cómo abordarlo. Aseguraba que la versión del aguardiente, la más extendida entre los y las habitantes de nuestro estúpido pueblo, era un invento patronal para justificar los despidos y las matanzas de mineros. Otras veces cambiaba de opinión y decía que sólo se trataba de uno de los tantos cuentos del chilenaje para robustecer aún más su mitología alcohólica. A mí me daba lo mismo, siempre y cuando tomáramos once y nos claváramos agujitas de papel. Sie, eso sí, le tomó una linda foto en la que, estirando sus peludos brazos, un borroso Lira muestra sus dos dedos meñiques formando un once; de fondo, Rikelín lo observa perplejo.
Desde algún lugar le llegaba plata. Porque anotaba y anotaba cosas (el asunto de la once prosiguió al punto de atormentarlo hasta llevarlo a especular con la numerología, antes de declarar que tanto pueblo como patrones tenían razón: el once, después de todo, era un pencazo en toda línea) y yo no veía por dónde esa actividad podía costear los completos y las cervezas y las agujitas de papel que cada tanto me invitaba en los alrededores del campus Macul. Menos aún lo de financiar la ya célebre exposición de fotografías de la Ragazza en la Galería Imaginaria; pero lo cierto es que hasta se imprimieron afiches para la ocasión y se corrió la voz entre lo más selecto del Hambiente.
Llegó mucha gente esa tarde y hubo, a sugerencia mía, malta y canapés de cebolla, para la gente pobre. La Perica, pletórica, ataviada con una amplia blusa blanca y calzón rojo, descubrió la gran foto del toque de queda ante la mirada orgullosa de Lira, porque, magistralmente desenfocada, la foto lo mostraba a él de espaldas caminando por Lira de la mano del pequeño Nica de la mano de Rikelín. Quizá había una familia ahí, y yo, asiduo de las teleseries, en ese momento pensé o proyecté a Lira casándose algún día con la Mechona del Pedagógico.
Iba todo sobre ruedas, e incluso cuando el Nica, dormido en una silla luego de una buena tanda de canapés, soltó un chillido, Lira lo tomó en brazos, la Garota lo besó y juntos recorrieron la Galería Imaginaria, una escena, digamos, hermosa, salvo porque ahí faltaba algo.
No tardé en darme cuenta: ese algo era Rikelín. Rápidamente di una ojeada a la sala buscando al muñeco, ps, ps, Rikelín, Rikelín, o: Kelín, Kelín, susurraba, intentando no llamar la atención de la siempre copuchenta gente pobre, pero nada. No quería ni pensar en la que se armaría, los llantos a moco tendido, las recriminaciones entre Lira y La Pata Peluda si el Nica reparaba de pronto en la ausencia de su inseparable muñeco, así que medio desesperado se me ocurrió dar un vistazo afuera, justo cuando entraba la gente más famosa del Hambiente, los poetas de la Marmaduke Arte Lumpen y los de la Fundación Míster Pipa, acompañados —me acuerdo como si fuera ayer— del infaltable guillotinado, Rudecindo Malleco. A todo esto: ese lote se desvivía por la Geografea, le escribían poemitas, la invitaban cafecitos, pero la Paloma ni los inflaba, como decíamos los lolos y las lolas de años ha. También decíamos: no seai ganso, o: muere pollo, o: la mansa chiva, o: no seai sapo, o: perro muerto, o: esa galla; un lenguaje animalesco que, dicho sea de paso, es una de las tantas cuestiones intrigantes de nuestro chacotero pueblo.
Faltaba muy poco para el toque de queda y del muñeco Rikelín ni sus luces. Buscándolo aquí y allá, mis pasos me llevaron por cités abandonados, montones de piedras, siluetas esquivas, imágenes de viejas películas en sepia de nuestro triste pueblo, cuyos ciudadanos, como pude advertir al dar una rápida ojeada hacia el interior de fuentes de soda apenas iluminadas por una exigua luz ahuesada, iban poco a poco quedándose pelados de tanto masturbarse. Veamos las cosas en perspectiva, me dije. Esto no puede estar sucediendo y sin embargo en unos cuantos minutos más la ciudad se apagará.
Lira con sus luces aún parpadeantes me esperaba. Llegué jadeando a la puerta y logré abalanzarme hacia el interior de la fría y oscura pieza justo a tiempo. Me arrastré por el piso y di con el armario desde el cual provenían los gemidos intrigantes. Lo abrí en busca de una chomba y entré. Gritos estentóreos vagamente familiares guiaron mis deslizamientos por ese espacio de límites difusos. Al fondo se había armado una gran farra, liras destempladas, teratológicas cópulas, ayes en sucesión. El Grupo de los Diez. Agú. La Generación del Roneo. Circo del Retroceso. Papusa. Hombrecitos Magenta. Parecían converger en ese espacio. Agazapado en un rincón, entre calcetines huachos, Rikelín lloraba y reía, se sonaba los mocos a lo futbolista y al verme gritó chuchetuma. Me acerqué a abrazarlo, aliviado, dispuesto a emborracharme, pero me dijo a ti ni te queridizo ni te estimizo, huevón. ¿Y el amigo? Erudito de la contracultura. Anarcofrancotirador. Ausencia de tibieza. No faltará quien lo tilde de maldito poeta maldito. Flaco favor, flaco. Mañana saldrá en un concurso de la tele y la once será con palta y jamón serrano. Cacha, ahí viene Acario Cotapos, ni más ni menos. ¡Soledad del hombre! ¡Curao como tagua! Un verdadero capo el compadre. Sólo tendrá piedras, por supuesto, en este eriazo remoto y presuntuoso.
La farra fue larga. Hubo onces, apagón, velas y agujitas de papel. Al abrir la puerta entró una luz cegadora a la que nunca me acostumbraría. Afuera, Lira me esperaba, como siempre.