Lo que cabe en la mirada
Vuelvo a Hijo de ladrón (1951) cada cierto tiempo. Busco en él ciertas pistas para una hipótesis que me gustaría desarrollar alguna vez: el pensar en la historia de la literatura chilena tratando de trazar la anomalía que Manuel Rojas supuso. Eso, porque aunque pareciese que dibujaba sus libros a partir de los bocetos de su propia memoria, en realidad Rojas trazaba con ellos un mapa completo del mundo. Por lo mismo, acá no caben palabras de buena crianza; cuando los miembros de la Generación del 50 –con Lafourcade y Giaconi a la cabeza– intentaban arroparse en los valores de lo “nuevo” y lo cosmopolita (recuerden: su acto más avant garde era escribir cuentos donde alguien rompía algún crucifijo), la novela de Rojas, ya varios años antes, había dejado obsoleta la clase de literatura que ellos se enorgullecían de ejecutar.
Tenía sentido. Aún lo tiene, creo; porque aún hoy no sabemos qué hacer con Manuel Rojas. Esto porque suya fue como nadie, como ninguno de los criollistas, como ninguna vanguardia antes o después, la panorámica más lograda de un Chile situado en la frontera exacta entre el siglo XIX y el XX. Aquello está en Hijo de ladrón. Así, mientras el Canto general de Neruda esculpe una falsa teodicea de nuestro continente completo, a la novela de Rojas solo le basta la descripción de lo que cabe en la propia mirada para abarcarlo todo: su escritura es la que mejor sintetiza la experiencia de lo humano en la literatura chilena. Y es eso mismo lo que lo separa de Huidobro, que se fugó hacia la pirotecnia de la palabra, del realismo del ’38; que se esforzó en las fotografías de lo social con una colección de parábolas; y de Emar, que se recluyó en la utopía de una imposible novela inalcanzable.
Aquello vuelve a Hijo de ladrón conmovedora e insoportable a la vez. Conmovedora, porque como pocas novelas hizo del abandono y la soledad su reverso exacto: la gesticulación de una lengua que era capaz de erigir la conciencia de quien logra conquistarse a sí mismo, conseguir una identidad, hacer del paisaje su reflejo. Insoportable, porque se ofrece desde ese límite inexacto entre la biografía y el arte, entre la literatura y el hambre. Pero eso no sería nada si el centro del esfuerzo de Hijo de ladrón no fuera la búsqueda de un habla que haga que Aniceto Hevia aprenda a conquistar su dignidad en medio la inclemencia desnuda del páramo de la provincia, de la soledad de las ciudades, de lo poroso de los límites nacionales.
Perdido en las mareas de una memoria inventada que bien puede ser la propia, Rojas hace que su novela formule una poesía de lo real, una narración cuyo lirismo urgente posee la nitidez de lo inmediato, la precisión de lo doloroso y la expectación de lo cotidiano al modo de un milagro o una maravilla. Rojas, que fue anarquista y autodidacta, que vivió en sí mismo la picaresca de diversos oficios y padeció la pobreza y la pérdida, en Hijo de ladrón supo como nadie saltarse las mansiones de la aristocracia (tan queridas por Orrego Luco y Blest Gana) para, desde el lado contrario, enfrentarse con los límites de su conciencia a la ciudad. Ese lugar es el mismo descampado desde el que también escribían Mistral y Violeta Parra, ese lugar que es una frontera helada, que es una ciudad llena de bruma, que es una playa donde refulgen objetos brillantes en medio de la arena negra. Ahí supo tejer una épica, la épica de los héroes invisibles del Chile contemporáneo: jóvenes sin dinero, aventureros perdidos, amantes opacos, lectores de bibliotecas improvisadas, muchachos perdidos en la provincia.
Repito: no sabemos qué hacer con Rojas. O quizás sí. Creo que era David Lean el que dijo –en un día complejo en el desierto, en medio de la filmación de Lawrence de Arabia– que daba lo mismo que hubiera mal tiempo, que la cámara solo debía dedicarse a captar la aventura más grande de todas: lo que sucede en el rostro humano. Cuando escuché aquello me acordé de Manuel Rojas. Lo más importante de Hijo de ladrón tiene que ver con aquel rostro, que es quizás el de Aniceto Hevia o el del lector. Lo más importante tiene que ver con cómo Rojas atrapa esa aventura del rostro humano, del rostro chileno, cómo convierte la contemplación y el solipsismo del yo en una especie de camino abierto, en algo parecido a un lugar de encuentro.
Álvaro Bisama