Foto: Paulo Slachevsky
Lo viejo, lo nuevo: el paco que fue niño
La palabra viva se abre paso a través de las prohibiciones o merced
de la violación de las prohibiciones, como una salida inmediata
a esa zona de densidad que se insinúa en el hombre cada vez que
se traspasa el umbral de sus preocupaciones cotidianas.
Toda salida de este universo que nos encierra es una efracción,
el doloroso abandono de las zonas de la seguridad social y personal.
Toda comunicación profunda es pues una rebeldía que
se levanta dentro de la separación organizada de los hombres.[1]
Podemos reconocer una genuina revuelta gracias a que, entre otras cosas, percibimos que el orden de cosas imperante es puesto en jaque de tal forma que “no hay vuelta atrás”. Ya sea a raíz de una despiadada espontaneidad o a partir del curso subterráneo pero persistente de los movimientos sociales, el equilibrio entre lo viejo y lo nuevo se posa en el filo de la navaja. Tal es la magnitud de la encrucijada temporal y existencial en la que nos encontramos, que vemos como el orden material y simbólico que habitábamos se desmiembra poco a poco. En efecto, al más puro estilo de la primavera árabe, caen monumentos y bustos patrióticos de héroes emblemáticos por todo el país. A esto se antepone el “paren de destruir” de los/as más asustados/as. Y en simultáneo, una serie de nuevos e inesperados íconos empiezan a habitar el imaginario social, de manera que hoy, por ejemplo, hemos podido sintetizar nuestra sensibilidad revolucionaria en el negro matapaco o en la abuela tirapiedras de Baquedano.
El problema de cómo lo viejo da paso a lo nuevo ha sido una de las más importantes y misteriosas cuestiones a las que ha tenido que enfrentarse el pensamiento cuando éste emerge de la urgencia de querer comprender la realidad, esa que hoy, en Chile, se ha teñido de fervor y sangre. En este escenario, jamás pensé que la cuestión de lo viejo y lo nuevo viniera a ser zanjada por las palabras de Mario Rozas, uno de los mayores responsables del baño de sangre.
El Paco niño
“Son tiempos muy complejos, muy difíciles.Yo para el año 73 tenía 5 años, el año anterior, el 72 estuve acá con mi papá, así que cuando a mí me dicen de lo que pasó o pudo haber pasado, créanme que yo no tengo idea, por lo tanto todo esto que está pasando es nuevo. Yo siempre les pregunto en la facción ¿han tenido miedo? Pregúntenme a mi ¿Ha tenido miedo? Cagado de miedo. Sí, esto es nuevo para todos. Pero saben lo que les puedo decir, en la medida en que estemos unidos, en la medida en que estemos cohesionados, como ahora y como siempre, nadie nos podrá hacer nada.”
En una especie de arenga institucional, el director de carabineros Mario Rozas, lanza estas palabras a un grupo de subalternos días antes del 13 de noviembre, cuando se confirma la veracidad de parte de carabineros del audio infiltrado. Además de dejarnos con la irónica sensación de que uno de los suyos lo había traicionado bajo motivos inciertos, nos deja –al menos a mí- con la extraña imagen, casi obscena a estas alturas, del “paco niño”. Claro, es la típica pregunta de cómo habría sido Hitler en su infancia, que qué le habrá pasado para llegar a ser como fue… ¿será el mal, radical?
La niñez de Rozas es evocada en este discurso a raíz de una cuestión particular: su inocencia respecto del golpe de Estado del ’73 y la dictadura pinochetista. Pareciera ser que quiere dejar por sentado la tranquilidad de su conciencia al saber que esto se trata de algo completamente nuevo y que ninguno de los mecanismos de represión y amedrentamiento mandados por él obedecen a modelos anteriores. Exacto. Él, además de no tener responsabilidad por los pasados crímenes de la dictadura de parte de su institución, funda un nuevo orden y pone a jugar una nueva ley. Posicionándose como un no-heredero, Rozas habilita la pureza de sus actos y asume el vértigo de la novedad. Junto con esto, responde sin vacilar a la pregunta que surge de la herida jamás suturada de la historia chilena. Las desapariciones, las violaciones, el vaciamiento del cuerpo como último reducto de la persona ¿corresponden a los mismos mecanismos que se usaron en dictadura? Es una pregunta que considero terrible y compleja, porque me lleva a otra un poco más terrible y un poco más oscura: ¿existe la repetición en la historia? Ya decía Hegel que todos los hechos y personajes de gran importancia en la historia mundial ocurren, tal como fueron, otra vez. Y ya le completaba Marx diciendo claro, la primera vez como tragedia, la segunda como farsa.
En la novedad que propone y en la negación de la herencia, Rozas deja al descubierto que su padre, también carabinero, ha sido incapaz de transmitir su legado de violencia. Quizás la explicación se deslice por el carácter ciego de la violencia de estado, por su no proveniencia, por su secreto. Sin embargo, justamente, esto constituye la paradójica herencia que sostiene como un hilo rojo toda la historia de la institución: es preciso saber que hay que refundarla una y otra vez, como si de algo nuevo se tratase. De esta forma, los 93 casos de violencia sexual a hombres, mujeres y disidencias por parte de carabineros, que se cuentan hasta el momento, así como las más de 200 mutilaciones oculares, las 23 muertes, etc., tendrían que inscribirse en otro régimen de cosas, responder a otros motivos e intenciones, dice Mario Rozas. Porque además él, como ser humano, fue también un niño y es capaz de sentir miedo.
De la arenga de Rozas y de su escabrosa semblanza infantil podemos aprender algo: carabineros es una institución endogámica que funciona bajo la prohibición de la palabra sensible y afectiva, que es la que puede transmitir una herencia. Por el contrario, el mandato paterno que cohesiona la colectividad de la institución es la enseñanza de que vivir en tiempos de catástrofe supone volverse a la seguridad del sí mismo, a la conciencia pura e individual y así negar el drama que le da lugar: desde ahí, salir afuera a matar, violar y reprimir, no resultaría ser una tarea reprochable.
[1] Rozitchner, León. “Comunicación y servidumbre” en Las desventuras del sujeto político. Buenos Aires: El cielo por asalto, 1996.