Los demasiados libros
Tomo el nombre de un cuestionador libro de Gabriel Zaid, Los demasiados libros, para referir a mi propia experiencia de ordenar la biblioteca, a la luz de la estimulante, anecdótica y reflexiva, lectura del libro de Jorge Fondebrider, aparecido por LOM Ediciones, teniendo como base las respuestas que recogiera el compilador luego de interrogar a una serie de escritores, críticos, historiadores, sociólogos y científicos contemporáneos, en torno a la pregunta “¿Cómo se ordena una biblioteca?” Aunque el título no acusa los signos de exclamación, se los podemos poner, ya que lleva tilde “cómo”, pero también puede entenderse como un imperativo, siendo una orden, o incluso funcionaría también como el nombre para un manual de instrucciones. Aunque lo que mejor le viene, y es como me gusta leerlo, es: “¿Cómo?, ¿se ordena una biblioteca?” Espero al final de esta suerte de diatriba y apología, obtener una respuesta.
Un mundo portátil
Por razones que no viene al caso detallar acá, estoy empacando mi biblioteca, debo mudarme a otra casa –departamento en verdad– y llevarme todos mis libros, los que al ojo y considerando el último escrutinio de hace ocho años, deben superar los 3000 ejemplares, entre “lo crudo, lo cocido y lo podrido”. Hay de todo. Lo leído, releído, lo que nunca leeré y que he venido cargando con cada cambio de domicilio y biblioteca, ya en cuatro ocasiones anteriores. Hasta ahora mis cambios han sido dentro de la ciudad, no a otra región o algún otro país. Cuesta ordenar la biblioteca, porque no hay metáfora para decirlo ni gran esfuerzo en interpretarlo, pues la biblioteca es nuestra cabeza, la que a la vez, si desempolvamos un poco, despliega en sus páginas las capas de nuestro corazón. Las bibliotecas tienen vida. Son mundos paralelos en constante movimiento. Acaso porque cada libro es un mundo portátil que llevamos entre las manos. Desde niño los libros fueron mis mejores amigos, los quise, ahorré para comprarlos, los obtuve, los leí, los robé, los pedí, otros muchos nunca los devolví, y ahí se quedaron. Hay un dicho que refleja esto último, dicen que hay dos tipos de lectores, los que prestan libros y los que los devuelven, ambos llevan el mote de idiotas: prestar y devolver. Creo que todo es parte de lo mismo, si existen es para leerlos, por su dueño o por quien sea. Un extraño caso de propiedad privada, para un objeto que en esencia es libertario.
¿La inutilidad de los libros?
Hay veces en que vuelvo a la cita de Marcel Proust, que a esta altura pertenece más a los profesores de literatura o talleristas (en la misma lista de la teoría cuentística del iceberg de Hemingway) pero que igual me sigue gustando: “Cada lector, cuando lee, es el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico ofrecido al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver por sí mismo.” ¿La conocen verdad? No hay mejor definición a mi juicio sobre el valor de la lectura, cuestión, en todo caso, que es desmentida a fuego por el incendiario Roberto Arlt, al responderle a un lector en una de sus crónicas, sobre la función de los libros: “¿Cree usted acaso, por un minuto, que los libros le enseñarán a formarse un concepto claro y amplio de la existencia? Está equivocado, amigo; equivocado hasta decir basta. Lo que hacen los libros es desgraciarlo al hombre, créalo. No conozco un solo hombre feliz que lea. Y tengo amigos de todas las edades. Todos los individuos de existencia más o menos complicada que he conocido habían leído. Leído, desgraciadamente, mucho. Si hubiera un libro que enseñara, fíjese bien, si hubiera un libro que enseñara a formarse un concepto claro y amplio de la existencia, ese libro estaría en todas las manos, en todas las escuelas, en todas las universidades; no habría hogar que, en estante de honor, no tuviera ese libro que usted pide. ¿Se da cuenta?” Esa aguafuerte, fue escrita en 1931, lleva por título “La inutilidad de los libros”. Por cierto, tampoco tengo ese ejemplar, que yo sepa, en mi biblioteca.
Decora con libros
No sé cómo se ordena la biblioteca, porque si tomara en serio el esquema de Georges Perec, en su conocido ensayo “Notas breves sobre el arte y el modo de ordenar libros”, debería considerar varias opciones, como: hacerlo por países o continentes, por sus colores, por la encuadernación, la fecha de adquisición, su formato, los géneros, los periodos literarios, idiomas, la prioridad de lectura, por serie, en fin. Luego remata diciendo que no es solo uno, sino que se ordena de acuerdo a una combinación de todos estos modos de clasificación. Me pregunto, ¿dónde está su importancia? Quizás en saber ordenar por uso, y después abiertamente de manera ornamental. Compré hace unos días –ya dije que me estoy mudando y debo ordenar mis libros– un ejemplar de diseño, de escueto nombre: Decora con libros. Y me llamó la atención, aparte de la naturaleza de las fotografías que retratan las más diversas bibliotecas, estantes, anaqueles y repisas, de chalet, loft, casas de diversos materiales y mayoritariamente casas inglesas o departamentos parisenses o neoyorquinos de diseñadores, todos dan cuenta de un estado de orden distinto al del uso. Son espacios de funcionalidad, no de lectura. Afirmo esto, porque su autora, la fotógrafa Leslie Geddes-Brown, en la introducción advierte, que aunque se supone que las bibliotecas corresponden a lectores, ninguna de ellas forma parte, ni por asomo, del estudio de algún escritor. Los lugares de trabajo de escritores que visitó, cuando emprendió el libro, carecían de estética, sus cortinas estaban raídas, tenían mala iluminación, bloqueaban las ventanas y accesos, en definitiva, restaban importancia a su condición de objetos. Curioso. Al parecer las bibliotecas y sobre todo el orden que dan los escritores a sus libros, no pasan la prueba de la blancura, cuando a decoración, o justamente, equilibro armónico se trata. Me sumo a esa exclusión. Pero tengo la oportunidad de replantear mi condición natural al desorden, a la acumulación, al apilamiento, y acercarme al corolario de la mixtura a lo Perec: dando un orden al caos de mi mundo.
Cómo se ordena una biblioteca
De ahí que me quede con algunas lecciones, testimoniales y verídicas en sus registros, que recoge el libro Cómo se ordena una biblioteca. Veamos algunas entradas:
Darío Jaramillo, novelista colombiano, habla de su reducida y cercenada biblioteca: “Si me pongo a mirar cómo están colocados los libros de esa colección medellinense me doy cuenta de que no existe ningún criterio distinto al de la inercia. Y también me doy cuenta de que ese desorden, el mismo desorden inmutable, ha sido tan constante en el tiempo que terminé por aprendérmelo y sé en dónde está cada libro, acaso su persistencia en permanecer siempre en el mismo desatinado lugar de aquellas estanterías. El orden es un caos conocido.” En eso estoy, de acuerdo, y espero poder domarlo.
Por su parte Juan Villoro, escritor mexicano, sortea el tema de su biblioteca fabulando sobre una biblioteca bastante borgeana, por lo paródica, donde vayan a parar los “libros rechazados”, porque afirma que “en ningún otro sitio se abandonan tantos libros como en un hotel. El viajero que asiste a un congreso suele recibir –afirma– más libros de los que puede o quiere llevar a casa. No siempre es fácil desprenderse de ellos ni arrancarles la dedicatoria que alguien rubricó con la esperanza de ser leído (…) Lo más probable es que esos huérfanos sean tirados a la basura. Sería bueno diseñar un programa de rescate para crear una biblioteca de obras rechazadas que podría catalogarse por distintos niveles de repudio: Libros de portada horrenda, Libros que necesitan autoayuda, Libros que da vergüenza tener, Libros de amigos íntimos que no conocemos, Libros de pésimo título, Libros de enemigos, Libros que prometen tedio, Libros negados por prejuicio, Libros que no dan prestigio, Libros más extensos que nuestra curiosidad, Libros que creemos no entender.” Es cruel, en ese sentido, Villoro, pero vivimos rodeados de libros que no leeremos, y cada uno tiene la respuesta al porqué.
La respuesta de nuestro querido Jorge Guzmán, me sirve para mirar y discriminar, luego de haber tenido 6500 ejemplares, perder muchos, sobrevivir al exilio, cambiar en Chile de ciudad, y lo más importante, pasar de ser un académico a convertirse, definitivamente, en novelista. De ahí que su periplo le deje como lección, conservar no más de mil ejemplares, donde se agrupan solo los más memorables, afirma: “Terminado el afán coleccionista y venerante que alguna vez me movió a conservar cuanto libro me caía en las manos, siento que unas estanterías llenas de volúmenes que no se estiman o que se tienen en poco o que ya nunca se volverán a leer son más pesos existenciales que bienes”. Recojo esto último, los libros no pueden ser bienes materiales, su valor es de un orden superior. Y no todos son llamados a este reino.
Me asombra la afirmación de la talentosa Margo Glantz, cuando señala que su biblioteca es diversa, y se extiende citando bastantes autores (notas de campo para alguien que se inicia con la lectura y quiere nombres imprescindibles), que van desde los clásicos universales, los infantiles, hispanoamericanos, hasta los más peregrinos orientales, japoneses y chinos, donde sobresale “Liao Wu Yi, con su Caminante de cadáveres”, para dar paso al lugar que ocupa, un aparatado entero de su biblioteca, sobre Sor Juana Inés de la Cruz, de la que Glantz es especialista, y agrega: “Una sección de mi biblioteca está dedicada a ella, a sus contemporáneos novohispanos, incluyendo a los sacerdotes de su entorno y a las monjas contemporáneas y medievales, a santos y santas y a aspirantes a la santidad, a teorías sobre lo sagrado y el misticismo, así como estudios de todo tipo sobre la literatura y la historia de ese período, especialmente la religiosa.” Mi biblioteca, por supuesto, no es tan sacra.
Por último, está la cita crítica de Lila Caimari, historiadora argentina, que desprecia las bibliotecas de casa y se queda con las bibliotecas públicas; las primeras, entre otras cosas no le gustan por evocar ese exclusivo santuario burgués y masculino, lo mismo que por su “disposición a la insigne masividad empotrada, la arquitectura (anacrónica ya) que sacraliza los libros, lo suficiente para enmarcarlos entre paneles de madera de calidad”. Luego agrega, a favor de la hemeroteca de la Biblioteca Nacional (de Buenos Aires) donde trabaja en sus investigaciones, que es estar “como en una ciudad de (la película) Metrópolis, es ese subsuelo esta la sala de máquinas, un mundo casi invisible al ojo público, antítesis de las espectacularidades culturales que transcurren en las zonas más extensas de la institución. Ahí me descubro añorando –dice– las homogeneidades de llanuras alfabéticas, la continuidad lisa y predecible de las rutas topográficas”. Refiere a cierta conspiración de los libros escondidos, los que se niegan a prestar, en eterna digitalización, que son los libros secretos, que permanecen, literalmente, bajo la ciudad, enterrados; su ensayo acaba en delirio.
Enfermos de literatura
Termino de leer el libro y me quedo con la sensación de haber estado en la sala de espera de una consulta médica, conversando con pacientes que padecen lo mismo: enfermos de literatura, como nos diagnosticaría Vila-Matas. Pero a nadie le importa. Porque yo sigo sin poder dar un orden a mis libros. Lo digo ahora, que estoy como el personaje de Paul Auster, en un departamento vacío, o expresamente sin muebles: sentado en una caja de libros, comiendo sobre otra caja de libros con mantel largo, y hasta durmiendo con una colchoneta en un somier también hecho de libros. Acaso sin quererlo, intentando convencerme de que los libros serán mi sustento. “Nada se pierde con vivir, ensaya”, me grita uno de Enrique Lihn que uso de cabecera. Y es que enfrentado a lo caro que están los libros, como dice el chiste, capaz que empiece a leer los que tengo en estas cajas.
Junio de 2014.