Los encierros y la ficción
El encierro, la soledad y el aislamiento forzoso, han sido muchas veces combatidos por escritores y lectores a través de la literatura. Jorge Teillier declaró que aunque la poesía no ha ganado guerras o curado enfermedades, puede ayudarnos a resistir contra todas las miserias. Prueba fehaciente de lo anterior es la gran cantidad de personajes históricos que utilizaron la literatura como espacio de resistencia frente a la adversidad del confinamiento.
Dostoyevski, encarcelado por crímenes contra el Estado, escribe su novela Memorias de la casa muerta, convirtiendo dicha experiencia en argumento literario. Lo mismo podemos decir del célebre poema La balada de la cárcel de Reading de Oscar Wilde, quien tuvo que realizar trabajos forzados tras su condena por actos homosexuales. Nelson Mandela acostumbraba leer “Invictus” mientras estaba en prisión, poema victoriano del inglés William Ernest Henley que le sirvió para sobrellevar sus penurias durante años de encierro. En los casos mencionados y muchos otros, la escritura y la lectura fueron herramientas indispensables para la sobrevivencia, un refugio para la mente y la autonomía subjetiva, límite inalcanzable para el carcelero. En un mundo donde el valor de la literatura ha sido subsumido por las tendencias de ventas del mercado editorial, nunca ha sido más apremiante la necesidad de reivindicar su posición dentro de los discursos dominantes.
La actual pandemia así lo ha demostrado. Pues junto con el confinamiento, las restricciones para desplazarse y el conjunto de medidas represivas para controlar el contagio, la enfermedad ha devenido síntoma terminal de un poder obsoleto, sin narrativa posible. Así, nuestro encierro ha completado el reconocimiento de las restricciones ideológicas, y también de facto, implicadas en el funcionamiento depredatorio e irracional de nuestro modelo de libre mercado. Desnudo en su función de lobista de los intereses transnacionales, el fracaso del orden mundial vigente obedece a un quiebre de su retórica: la libertad individual como principio rector del capital y el desarrollo de las sociedades.
Agotado como institución y, sobre todo, como discurso, el anacrónico poder dominante ha ofrecido en Chile un espectáculo patético, que solo ha fomentado la búsqueda reflexiva de nuevas narrativas, capaces de concebir una contracultura transformadora del orden. Es decir, ha creado la necesidad de ficcionalizar una nueva realidad donde lo imposible emerge: el “afuera” del mercado. Para tal búsqueda la literatura es, y ha sido por excelencia, el reducto íntimo de la Historia y la experiencia humana en su relación sensible con el mundo y las cosas, así como el espacio donde se conciben y difunden las utopías del pensamiento disidente.
Pensar en un nuevo mundo, en una nueva conciencia global que derogue definitivamente la herencia de las lógicas de dominación, implica el empoderamiento de la cultura letrada como fenómeno transversal e inherente al proyecto de vida humana y su devenir en el tiempo. Ezra Pound postuló que los artistas son las antenas de la raza. Esta alusión a la capacidad perceptiva resume el rol de lo literario, una función ontológica que nuestra especie debe relevar si aspira a un paradigma de sociedad equilibrado; a una realidad no gobernada por el pragmatismo mercantil y la especulación. La posibilidad de ser aniquilados y la enfermedad como presencia ubicua, han terminado de desautorizar la narrativa social contemporánea. Enfrentados al territorio de lo incierto, la literatura en tanto práctica significante debe volcarse a la creación del discurso redentor, la ficción que desafíe las fantasmagorías del presente.