Los lugares comunes de Dominique Fabre
Dominique Fabre, escritor contemporáneo de vasta trayectoria, y ganador de diversos premios, cuyos títulos La mesera era nueva (2006) y Los tipos como yo (2010) han ingresado al catálogo internacional de LOM, nos muestra en su primera novela, un texto breve e insinuante, cuyo tema no es la mesera nueva, su presencia es solo tangencial e ilustrativa para iniciar el derrumbe de un mundo hasta entonces estable, o al menos aparentemente estable. El eje son las observaciones del mozo que trabaja en el café desde hace muchos años, un hombre que ya piensa en la jubilación y que percibe y vive los acontecimientos sencillos e intrascendentes del negocio, sin capacidad de influir sobre estos, pero que se halla profunda, aunque no intensamente, involucrado con ellos. Ese orden inamovible se verá remecido por la desaparición del patrón, no una desaparición violenta, sino voluntaria, por un enredo sentimental impreciso que se va develando sutilmente.
La segunda novela, Los tipos como yo ( ), es el relato de un hombre de mediana edad, con un empleo estable, divorciado, con un hijo adulto con el que mantiene una buena relación, que se encuentra con un amigo de la infancia y juventud. Jean es un fracasado del modo que se entiende hoy esa palabra: un hombre que no tiene trabajo ni afán de logro, que se apega a imágenes del pasado y enfrenta de un modo casi nihilista su propia situación. En contraste, está Marco, otro compañero de esos tiempos, casado dos veces, con varios hijos y una situación relativamente próspera. Sin embargo, nada es tanto ni tan poco, y el protagonista, en cierto punto semejante al mesero de la otra novela, parece ser espectador de los demás y de su propia vida.
Que dos novelas con argumentos distintos consigan tener tantos puntos de encuentro, solo puede deberse a una intención ineludible del autor por volver a ciertas obsesiones, por dirigir su obra a una misma temática que se replica en diversos escenarios y con nuevas personas. Personas que son como “tipos como yo”, como nosotros, como es el individuo contemporáneo en las civilizaciones occidentales, el personaje de ciudad identificado por ella e ignorado por ella, a la vez que desdibujado en ella.
Las novelas están construidas de un modo en apariencia simple; sin embargo, son capas narrativas tenues, delgadísimas, que se acoplan unas sobre otras y van aumentando la densidad y el cuerpo de los relatos. En La mesera era nueva, la aparente ingenuidad del narrador, su mirada obediente, resignada, en algún punto cómplice en el mantenimiento de las jerarquías y los órdenes establecidos, refleja de qué manera las existencias del individuo común llegan a ser determinadas por los otros. Las acciones de los demás no son inocentes respecto de nosotros, todos somos acabamos siendo víctimas y colaboradores de sus acciones. De hecho, el protagonista es nombrado por los otros con diversos nombres. Se llama Pierre, pero para cada cual es otro: lo llaman Pierrot, Pierrounet, le deshacen su identidad desde el nombre y disponen de él según sus necesidades, según el momento, lo toman y lo desechan de acuerdo a sí mismos. Y él, Pierre, en este juego de roles donde el suyo es casi de utilería, no posee una mirada propia sino la de los demás sobre sí mismo. O más bien, sobre la función que le piden ejercer. Y él cada vez que es mirado-utilizado, se revaloriza en cuanto a su rol de comparsa, de actor secundario sin relevancia propia y personal. Incluso, resulta llamativo el rol de Pierre como empleado, la relación de total subordinación a los patrones, la aceptación a supeditar su trabajo y la dignidad del mismo, a los vaivenes personales de los dueños, a la desprofesionalización de los dueños versus la obligación de los empleados por sostener el negocio en marcha, sin que, por supuesto, se consideren las emocionalidades, tiempos y otros, de estos subalternos. Para Pierre, el espacio-lugar del trabajo es su mundo y estar en él y seguir perteneciendo es tan fundamental que no se detiene a reflexionar sobre su situación, sino que desvía sus pensamientos a las coyunturas prosaicas y personales de los patrones.
Yo pensaba en la razón de este título, por lo demás atractivo, y creo que funciona muy bien por cuanto la mesera nueva es el contraste, una cara opuesta a la del protagonista. Ella es una profesional que sabe muy bien su oficio, que no le da ninguna importancia al drama interno de los jefes sino en la medida que se hace o no funcional el espacio laboral —transitorio e instrascendente—, mujer que visualiza su trabajo como lo que es y le da el papel que corresponde en su propia historia. Ella es libre y despegada mientras que Pierre está anclado a su falta de identidad.
En Tipos como yo, si bien la historia es bastante distinta y existe mayor cantidad de hechos en la narración, también se hace patente —y tal vez aún más por cuanto el protagonista posee una vida más “completa” que la del mesero Pierre— el tema de la in-significancia del individuo contemporáneo, que se cree parte de algo y es prescindible. Es tan apabullante esta no significación de las personas, que de pronto el deambular angustiosamente desapasionado permite entender porqué algunos, para distinguirse aunque sea por un instante, para singularizarse, optan por comportamientos feroces, dañinos, o sueñan con minutos de fama y gloria enajenantes, a cualquier precio, con tal de escapar de este anonimato enorme y devorador.
El autor no magnifica, no establece jerarquías, su relato se mantiene siempre en el mismo registro: ir a comprar las provisiones, ir a una cita con la que puede ser la mujer de esta nueva etapa de su vida, ir a ayudar a su único hijo en la mudanza a otra ciudad, recordar los profundos rencores y heridas de su divorcio o momentos juveniles y alegres etc., todo se narra en igual tono, en un ejercicio de contención bastante difícil de sostener, de modo que el sujeto se mantenga con las bridas cortas y siempre al mismo paso, que no se encabrite ni se detenga, que sea funcional a la marcha de este sistema de relaciones epidérmicas, despojadas de todo impulso vital. Tiene tanta conciencia de su in-significancia, que esa es su fortaleza y su debilidad.
En ambas novelas se presenta un tratamiento muy interesante a un personaje preponderante en ambas obras: París, sus barrios, sus cafés, las plazas de la infancia. Mirada para nada inocente ni casual. La ciudad como concepto, que desde fines del siglo XIX hasta fines del XX se había convertido en algo más que el escenario de nuestras vidas y en torno a la cual se había dicho, quizá de un modo exagerado, que sus arquitecturas determinan la psicología de los que la habitan y que se apropian de los rincones de la ciudad. Se le confería a la trama urbana la capacidad de convertirnos en sujetos, de aprisionarnos en sus calles, sus laberintos, sus esquinas, sus plazas, de atar a sus habitantes a esas veredas. Y por el otro lado, la nueva ciudad produciendo cada vez mayores espacios de anonimato, los famosos “no-lugares” de Marc Augé, en los que la ciudad es vista como red de flujos y sus habitantes parecen desplazarse por sus calles; autopistas, aeropuertos, habitaciones de hoteles, tiendas de cadenas comerciales idénticas entre sí, todos ellos espacios con tal carga de anonimato que la sensación de pertenencia parece necesitar regresar a los lugares que fueron significativos y a los cuales se les entrega una responsabilidad de satisfacción, de pertenencia mayor, de la que pueden absorber.
El autor crea una falsa sensación de importancia de los lugares como espacios identitarios, como marcos de esperanza, de eventuales lugares de encuentro, de áreas para hallarse a sí mismo, recordarse, encontrar y ver al otro, al que fue, al que puede ser. Sin embargo esta es a la vez una ciudad perversa, como solo puede serlo una madre desapegada e indiferente, que con todo su encanto, su apabullante juventud, su aparente aceptación de todo, finalmente acaba no acogiendo a nadie. Y por eso es un sensación falsa y engañosa de ciudad madre que no es tal sino una diva en escena que luce sus plumas e invita a subir al escenario y mezcla público y tramoya, todos transformados en actores sin público, y sigue siendo la ciudad la dueña y la única visible, ella es ella con todos sus actores-públicos, nunca deja de ser la diva que se renueva y engalana con los que dan vuelta en torno a su engañosa y espléndida belleza.
2 comentarios
Interesante, apasionante artículo, y esa presentación de los que muchos lectores comunes y corrientes como yo que no se dan cuenta que el argumento de una novela es «tangencial e ilustrativo», claro, es un anzuelo para mostrar en este caso lo perverso de esta sociedad. Muchas gracias, muy atractivo, muy amena Carcaj y este comentario.
ana rosa bustamante
http://itinerariosparanaufragos.blospot.com
Me trajeron a la memoria opiniones de personas con las que he conversado y hablan: mira ese tipo es de «éxito» tiene un buen sueldo, vehículo caro, buenas vacaciones en Europa, pero cuando trabaja es un tipo mecanizado, triste y frustrado, sin conciencia de no pertenecerse porque ya cumpliendo al engranaje de una empresa se siente «imprescindible» y que al contrario es prescindible…..qué bien….anotaré los títulos..muy buenos….
Saludos desde Valdivia.
ana rosa