Panotii: Grabado de La Chronique de Nuremberg (1493). Fuente: Wikipedia
Los personajes insólitos de Loyola Brandão
Desde sus libros iniciales, Ignácio de Loyola Brandão (Araraquara, estado de São Paulo, Brasil, 1936) inquietaba a los lectores con su raro universo narrativo, en el cual se entrelazaban hechos fantásticos con lo absurdo cotidiano (personajes desvalidos, relaciones de soledad, indiferencia o violencia extrema en las grandes urbes). Desde esta perspectiva, en las historias de Loyola Brandão, no es inusual hallarnos con descripciones insólitas como la de un lagarto devorándose a un niño ante la presencia impasible de su padre, a un hombre denigrado por tener la mano agujereada, a otro al cual las orejas le crecen hasta alimentar a una ciudad con su carne, o a niños que se comen insaciablemente los dedos como si fueran golosinas. En estas situaciones desmesuradas sus personajes –en ocasiones al borde de la aniquilación, la antropofagia, o las sensaciones de pánico–, se quedan inertes como si la desidia y la renuncia a toda vitalidad fuera la única actitud permisible. De este modo, sus relatos contienen una crítica punzante, paródica, de los usos de la publicidad y los medios de comunicación masivos; así como el alegato crispado por una mejor y más profunda convivencia humana. Loyola Brandão ha publicado los libros de cuentos: Después del sol (1965), Sillas prohibidas (1976), Obscenidades para una dueña de casa (1981), El beso no viene de la boca (1985), El hombre que odiaba el lunes (1999).
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El hombre al que le creció la oreja
Ignácio de Loyola Brandão
Estaba escribiendo, sintió la oreja pesada. Pensó que era el cansancio. Eran las 11 de la noche, estaba haciendo horas extra. Escribano de una firma de textiles, soltero, 35 años, ganaba poco y redondeaba con las horas extra. Asustado, se pasó la mano. Debían tener unos diez centímetros. Eran blandas, como de perro. Corrió al baño. Las orejas estaban a la altura del hombro y continuaban creciendo. Se quedó mirándolas. Crecían, llegaban a la cintura. Finas, largas, como fajas de carne, arrugadas. Buscó una tijera, iba a cortar la oreja, no importaba que doliese. Pero no la encontró. Las gavetas de las chicas estaban cerradas. También el armario del material de oficina. Lo mejor era correr a la pensión, encerrarse, antes de que ya no pudiera andar más por la calle. Si tuviera un amigo, o una novia, les iría a mostrar lo que le estaba ocurriendo. Pero el escribano no conocía a nadie más que a los compañeros de oficina. Compañeros, no amigos. Se abrió la camisa y metió las orejas. Se enrolló una toalla en la cabeza, como si estuviese herido.
Cuando llegó a la pensión, la oreja salía por la pierna del pantalón. El escribano se sacó la ropa. Se acostó, loco por dormir y olvidar. ¿Y si fuese al médico? Un otorrinolaringólogo. ¿A esta hora de la noche? Miraba el forro blanco. Incapaz de pensar, durmió de desesperación.
Al despertar, vio a los pies de la cama el bulto de unos treinta centímetros de altura. La oreja había crecido y se enrollaba como una cobra. Intentó levantarse. Difícil. Necesitaba sujetar las orejas enrolladas. Pesaban. Se quedó en la cama. Y sentía la oreja crecer, con un cosquilleo. La sangre circulando hacia allá, los nervios, los músculos, la piel formándose, rápido. Las cuatro de la tarde, toda la cama había sido tomada por la oreja. El escribano sentía hambre, sed. Las diez de la noche, su guata roncaba. La oreja había caído fuera de la cama. Durmió.
Despertó en medio de la noche con el ruidito de la oreja que crecía. Durmió de nuevo y cuando despertó a la mañana siguiente, la pieza estaba cubierta por la oreja. Estaba encima del ropero, debajo de la cama, en el fregadero. Y forzaba la puerta. Al medio día, la oreja derrumbó la puerta, salió por el corredor. Dos horas más tarde, cubrió el pasillo. Inundó la casa. Los huéspedes huyeron a la calle. Llamaron a los pacos, a los bomberos. La oreja salió al patio. A la calle.
Vinieron carniceros con cuchillos, hachas, sierras. Los carniceros trabajaban día y noche cortando, amontonando. El prefecto mandó dar la carne a los pobres. Vinieron gente de los barrios, las organizaciones de asistencia social, las hermandades religiosas, dueños de restaurantes, los vendedores de anticuchos a la salida del estadio, dueñas de casa. Vinieron con canastos, carritos, carretas, camionetas. Toda la población cogió carne de oreja. Apareció un administrador, trajo bolsas de plástico, productos higiénicos, organizó las filas, realizó una distribución racional.
Y cuando todos habían llevado carne para ese día y para otros, comenzaron a almacenar. Llenaron silos, frigoríficos, heladeras. Cuando ya no había dónde más almacenar la carne de oreja, llamaron a otras ciudades. Vinieron nuevos carniceros. Y la oreja crecía, la cortaban y crecía, y los carniceros trabajaban. Y venían otros carniceros. Y los otros se cansaban. Y la ciudad no aguantaba más carne de oreja. El pueblo pidió una providencia al prefecto. Y el prefecto al gobernador. Y el gobernador al presidente.
Y cuando no hubo solución, un niño, delante de la calle llena de carne de oreja, le dijo a un paco: “Señor, ¿por qué no mata al dueño de la oreja?”.