Los secretos del mal
En una de las últimas entrevistas, aparecida de manera póstuma en la revista Playboy en el 2003, ante la pregunta sobre qué era lo que le aburría más, Roberto Bolaño respondió: “El discurso vacío de la izquierda. El discurso vacío de la derecha ya lo doy por sentado”. Soy de los creen que la realidad solo se explica desde la literatura. De ahí que la cita de Bolaño –¡mejor que muchos análisis políticos!– me haya dado razones, para describir un estado de tensión que en la falacia de los acuerdos, permite revisar el discurso de la clase política, y que a 40 años del Golpe de Estado, desliza el acostumbrado fulgor de resentimiento y condiciona la culpa de los derrotados, así como por el otro lado, acentúa la indolencia y parece intencionar cuotas de perdón (¿arrepentimiento?) en algunos de los que entonces ocuparon las filas de los triunfadores. Pero, ya lo sabemos, solo se habla para llenar el vacío. Porque si quisiéramos hablar, de una vez por todas, con la verdad, deberíamos admitir que para ninguno de los sectores políticos existió algún tipo de victoria. Ni siquiera para los golpistas. Nadie puede/debe atribuirse un triunfo aquel septiembre de 1973. A partir de allí y en adelante, quizás sí. Pero entonces solo perdió el país. Se arrasó con un pueblo entero. Ni siquiera en la visión de un asalto armado a la casa de gobierno en aras de una restitución constitucional, pueden existir sumas favorables. No hubo en Chile una guerra civil, ¡bajo ninguna circunstancia! Sí, en cambio, uso desmedido de la fuerza militar. Abuso de poder. Una acción brutal de exterminio. Lo mismo, e igual, que lo ocurrido en todas las dictaduras que asolaron América Latina durante los 70’ y 80’. Una escena de crímenes pagados y auspiciados por la administración de Nixon, la mano de Kissinger y en nuestro país, los apellidos de la oligarquía y las elites partidistas, de derecha, centro e izquierda, amparados en el discurso mediático fundacional del miedo, bajo los titulares de El Mercurio; notas que consiguieron hacer cundir el pánico, ante una masa ciudadana acostumbrada a que la vida les resultara más o menos fácil –de ahí la debilidad que significó el desabastecimiento– enfrentados a vérselas como lo habían hecho “a la chilena”, más por ánimo, que por convicción u organización o arraigados a principios más íntimos. ¿Las ideas se debilitaron con el hambre? Sobran los ejemplos. Si de algo sirve la autocrítica, es advertir que la culpa pudo haber sido la conciencia de los miles de chilenos que dudaron, que temieron y dejaron que el gen pinochetista inoculara el sistema nervioso y sanguíneo de una nación capaz de aguantar casi por dos décadas un régimen, incapaces de desenmascarar la amenaza y acción de los grupos de poder que accedieron a la alternancia de gobiernos “democráticos” –20 años más– cegados por la nebulosa de partidos y dirigentes que estuvieron con y en contra de Allende, y ayudaron a ajustar y sofisticar, sin oposiciones, un modelo económico bestial, montado sobre su incompetencia, el acomodo y otra vez la falta de voluntad y decisión para voltear un tablero que tenía, y sigue teniendo, a una mayoría –los que votaban por ellos– en estado de jaque.
Unos recuerdan que tenían veinte años, siendo esa juventud la que apoyó el proceso; mientras que para otros esos mismos veinte años, les llevó a no enterarse ni a recordar lo que había ocurrido. Ambos tienen un recuerdo visceralmente distinto, opuesto, con antiparras o con vendas. Yo, que es aún peor, ni siquiera había nacido para esas fechas. No debería estar hablando de nada, entonces. Esas versiones no solo resultan ambiguas al poner las cosas en esa posición, sino que demuestran el vacío de los fundamentos con que se intenta sepultar una realidad que, en la imagen recurrente de todo este tiempo, ha permanecido abierta como una herida, larga y profunda como el país. Año tras año, hemos debido escuchar razones que esconden la imposibilidad de reconocer cuánto de lo ocurrido es su responsabilidad, para visibilizar todo lo que nos pertenece y demuestra lo que fuimos, hemos sido y seguiremos siendo. Todos llevamos un Pinochet dentro. Cuesta revertir el discurso hegemónico fundado en un cúmulo de errores y desaciertos, ya no para encontrar culpables o más excusas, sino que para evidenciar la dureza del contexto.
Porque si algo equivocó el ideario allendista fue no leer o haber previsto en el actuar de los grupos opositores la mano norteamericana y el clima de Guerra Fría asentado alrededor del mundo. Se habla solo de un mal gobierno. Mientras el secreto del mal gravita en el vacío. Porque en el relato oficial, el fin de la UP se debió a una consecuencia interna, más que a una intervención externa. Autocrítica, sí, pero solo de lo que nos corresponde hacernos cargo. Esa visión sesgada, reducida a efectos, más que motivaciones, permite la generalización de la lectura apolítica de una ciudadanía menor de 35 años (correspondiente al 60% del eventual voto electoral) que acepta los falaces afiches propagandísticos y que mira aturdida la TV, revisa los titulares, navega en sus celulares y recoge las conclusiones cotidianas de sus iguales –las hordas que avanzan cada mañana a las cuevas del Metro– pensando que no importa quiénes gobiernen, porque ellos tendrán que trabajar igual. ¡Terrible! Porque de eso se trata, no de dejar de trabajar, sino que proyectar una vida distinta. Un país donde se respete a los trabajadores, se valore el estudio de quienes quieren hacerlo, la salud mejore a los enfermos, el agua sea saludable, existan medidas del tamaño de eso del “medio litro de leche por niño”, y que, en definitiva, las familias logren recuperar a sus hijos-hijas que han dejado en sus casas solos, por salir a trabajar, pues la felicidad ha hipotecado su libertad, desde que el avance en efectivo los hizo retroceder, y no saben cómo detener la máquina. Los millares y millares a quienes aburrió este vacío de los discursos.