Foto: @pauloslachevsky
Mamaula (Fragmento)
Poema I, parte de la obra “Mamaula”, la cual es parte de la trilogía “Los Espejos”.
I
Fue en ese balcón de madera que te vi por última vez cuando bajé de la Peripa[1] que me traía del pueblo. Tú descansabas sobre aquella silla de roble que de a poco se la comen las polillas, con tus cabellos negros sueltos al viento, tan honesta y triste. Pero ¿qué sabía de ti?, casi nada. Cuando me viste llegar se te asomaron los dientes y tu alma pareció resucitar. Me abrazaste con la fuerza de cien armadillos. Me besaste con la pureza con la que el viento acaricia un Diente de león.
Pero te fuiste, ahora solo me queda el recuerdo de tu brazos arrugados; el cantar de Santa Cruz que silbabas rumbo a la casa con ese balde de agua sobre tu cabeza; el olor a jabón Lagarto que usabas para lavar esos pantalones tostados por la baba del cacao, sobre aquella tina roja, en ese viejo pozo; el suave aroma de tus cabellos cuando te sentabas en la sala[2] a escarmenar tus cabellos en aquellas tardes de invierno.
Nunca te dije que te amaba. Nunca te dije que mientras intentaba dormir cada noche, me alegraba el alma escucharte entrar a mi habitación para asegurarte que estuviera abrigado. Ya no habían demonios escondidos bajo la cama. Ya no había culpa. Ya no había dolor. Perdóname, porque a pesar de eso la noche me seguía dando miedo como para levantarme y cerciorarme que estuvieras calientita, entre tus viejas colchas de tigre. Perdóname, por todas esas luchas que no hice por ti, por los silencios, los abrazos que me guarde, por las palabras de amor que se me quedaron estancadas en la garganta y que nunca salieron por miedo a que los zorros llegaran y se metieran en el gallinero.
Quisiera que me vieras hoy, me he esforzado mucho para llegar a ser nada. De momentos siento que me he convertido en todo un hombre, como todos esos hombres que no te permitieron sonreír. De momentos siento que evito llorar, reconocer que no puedo, solo para darle gusto a las noches que me arropan y me ocultan de tus ojos. Como ves, no he llegado a nada, porque todo lo que tengo no sirve para nada si al final del día hay humanos que mientras respiran les duele el pecho. De nada ha servido si las lágrimas de muchas aves se evaporan en las almohadas que esconden entre su plumaje el miedo de ser río de agua dulce.
Quisiera rozar tus brazos lisos, arrugados. Quisiera acostarme sobre tus piernas mientras peinas tus cabellos negros, mientras entonas esa melodía que aprendiste esa mañana lluviosa cuando pudiste, con libertad, encender la radio y ubicar Ondas Quevedeñas. Quisiera sentarme junto a ti en el pozo mientras restriegas la ropa sobre esa piedra de concreto que nadie sabe cómo llegó tan profundo en el cacaotal. Quisiera que me contaras sobre la señora Eduviges[3], sobre cuándo se volvió bruja, por ejemplo. ¿Por qué no tienes miedo de estar en ese pozo, sola en medio de la nada?
Me miras con tus ojos aguados, como
cuando la tierra me mira en invierno, a través de sus ojos de agua que aparecen
de imprevisto, en cualquier parte. De momento creo que me quieres contar todos
tus secretos, pero sabes que no estoy listo, que no entenderé. Quiero
abrazarte, pero ya no existes.
[1] Las Peripas —nombre con el que fueron rebautizadas las chivas que transportaban a las personas desde el Empalme hacia el río Peripa— era lo más destacado de visitar a los abuelos cada invierno. Las tres horas de viaje desde Guayaquil valían la pena si, llegando al Empalme, teníamos la oportunidad de viajar hasta la finca en el techo de estos carros abiertos, inseguros y escasamente regulados. Al embarcarnos, siempre comprábamos panes de piña de un señor que, montado sobre su bicicleta azul, daba vueltas alrededor de la chiva promocionando sus productos de dulce. También tomábamos jugo de sandía del quiosco de Don Goyo, el inmortal. Es que al señor lo habíamos visto desde niños, siempre usando un sombrero de paja toquilla y una guayabera blanca, siempre sentado en el mismo lugar, con un enorme barril de cristal en el que mantenía ese delicioso jugo rojo. Tal vez el jugo era el elixir de la vida, porque luego de 20 años desde que huímos del campo a la gran ciudad, él seguía ahí, como si la vida le pasara al resto, menos a él. La chiva tomaba rumbo a La Guayas y nosotros nos preparábamos, nos agarrábamos con todas nuestras fuerzas de algún tubo o la caña guadua que unía los dos extremos de la frágil estructura metálica que servía como cerca o cauce para que los bultos no se cayeran, incluídos los intrépidos pasajeros aventureros que, por novelería, decía el abuelo, se trepaban al techo pudiendo ir bien cómodos en los asientos de abajo. Pero allá arriba íbamos felices. Saltábamos como canguil reventado por los baches de las calles de tierra. De momentos, cuando el camino se encontraba en buen estado, el chofer le metía la pata al acelerador, la Peripa rodaba con velocidad y nosotros volábamos, parecía. No podíamos ver nada porque el viento golpeaba con fuerza nuestros rostros, pero no era necesario, entonces éramos niños.
[2] La sala era la habitación más grande de la casa de campo de los abuelos. Todas las tardes la familia se reunía allí. Una hamaca colgaba en una de las esquinas en la que el abuelo, con frecuencia, se mecía de un lado para el otro, con sus ojos cerrados, pero despierto. En un costado se hallaba una vieja máquina de coser a pedales. Unos pocos muebles se observaban regados sin orden. La abuela, sentada sobre el piso, porque según ella era más cómodo, peinaba su cabello largo y áspero. Mis tíos, recostados sobre las paredes de caña de la sala, pasaban sus tardes entre risas de chistes que nunca logré entender, y yo, sobre las piernas de mi abuela, me encontraba perdido entre el aroma de su cabello y la brisa de invierno, y mi mente que divagaba dándole vida a todas aquellas historias que se contaban en esas reuniones.
[3] No recuerdo el momento exacto en que nos mudamos a la finca de los abuelos, solo tengo memorias de cuando ya estábamos instalados. Era una vieja casa de construcción mixta, madera y piedra pómez, alta, ubicada en la mitad de la nada. La rodeaba un frondoso bosque de cacao, plátanos y un silencio abismal interrumpido, de momentos, por el canto de las chicharras. Lo curioso, a mi edad de siete años, era que en las puertas dobles de la casa, marrón con bordes celestes, habían raras pinturas que habíamos heredado de los anteriores dueños: rosarios, una mujer y un cura en un cuarto, niños jugando, una cruz, una biblia, todos dibujos deformes, trazos mal hechos. La señora Eduviges, nuestra vecina, decía que la esposa del compadre, los antiguos dueños, había matado a su hijo y lo había enterrado en el pilar central que sostenía la vieja casa de campo. Había estado loca o poseída, nunca nos dijo. Al niño muerto lo bautizamos Robotino, como una broma. Un espectro que visitaba nuestro subconsciente cada atardecer para recordarnos que luego de las seis de la tarde no se podía salir a jugar o caminar fuera de la casa. Él podría estar esperándonos. En la noche, desde nuestros cuartos, escuchábamos a las gallinas en los árboles o a los patos que dormían debajo de la casa inquietarse. De vez en cuando un pollito aparecía muerto, los adultos culpaban a los zorros, pero los zorros se comen a sus presas, no las dejan muertas, sin cabezas, tiradas junto al pilar central de la casa.