Mi Estado de Chile que me incita a la vigilia
A veces pienso que mi Estado de Chile me incita a la vigilia. Debo mantenerme atenta, porque sé que no me protege ante los más sádicos violadores. Debo mantenerme despierta, pegada a la pared, mirando atenta con la visión de un gato tenebroso la noche de mi país. A veces pienso que no hay desvelo, al contrario, una modorra constante; aletargados procesos plagados de las cicatrices que dejó el miedo. Pero, sobre todo, sopor, como si supiéramos que la esperanza es el último mal del mundo.
De pronto, amanece o anochece. El punto es que el estado de las cosas muta. Y así lo hace mi Estado de Chile.
El amanecer que imagino es nítido: el sol se levanta sobre la cordillera y su luz cae sobre las Araucarias que no mueren infectadas a causa de extraños males provocados por el calentamiento global. Se puede tomar una bocanada de aire limpio y hablar con amor de las regiones y sus comunidades, todas libremente determinadas. El amanecer coloca un manto cálido sobre la Tierra. No es un incendio; no quema mi piel ni la piel de las plantas.
El anochecer que imagino es nítido: la luna llena ilumina la nieve en la Cordillera de los Andes, que abunda en invierno. El cielo está negro, su profundidad es la de los abismos. El pequeño ser humano se siente en esta noche parte infinita e infinitesimal del Universo. Las cosas se ven en su amplitud, con sus nudos y diferencias. Las ramas brillantes se estampan sobre el cielo negro. El silencio también es abisal.
Resuena la frase Lo que quede de aldea en América ha de despertar. Despertar, con una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo[1]. Me pregunto si alguna vez estuvimos a tiempo. Me pregunto si somos arrastrados por las circunstancias, por la inercia o subidos a la fuerza al carro de la historia. Esta frase, pronunciada a fines del siglo XIX por José Martí, aún es pertinente y contingente.
Nuestro Estado de Chile nos mantiene en permanente vigilia, como si sus ciudadanos de a pie tuviésemos que cuidar sus sueños ¿Qué sueña mi Estado, cuánta sangre correrá en sus pesadillas? Pero ya es hora de que despierte y nos dé un descanso; que de tanto desvelo hemos caído en este estado de sopor incansable, insensible e insensato.
Existen pocas certezas en la vida; una es la de la muerte, la otra es la del cambio. Así como cambian las estaciones, así como “cambia el sol en su carrera cuando la noche subsiste[2]”, ¿cómo podría no mudar de aires mi Estado de Chile y, en particular, su Constitución de espurio nacimiento? Pero si de espurios nacimientos se trata, si de Estados soberanos se trata, inmediatamente imagino las prédicas en el desierto, desiertos de palabras deslustradas por el uso.
El ejercicio soberano de la libre determinación, ¿a quién le quita el sueño? Derecho inscrito en las sacrosantas palabras del Sistema Internacional de Derechos Humanos. Ideas escritas en las urgentes palabras de unos cuantos.
Por suerte anochece y después de la noche siempre llega el amanecer. Entonces, no importa tanto el destino como el camino emprendimos para llegar a él. Estarán manchadas llenas de sangre nuestras cartas magnas; quizá nunca han sido soberanas, pero ello no significa que este pueblo de nacimiento bastardo y república dolorosa no sepa nada de soberanía y libre determinación. El destino, el fin, como poetisa Kavafis, está en la distancia que recorrimos para llegar allí:
Ítaca te dio el bello viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene más que darte.
Y si pobre la encuentras, Ítaca no te engañó.
Así sabio como te hiciste, con tanta experiencia,
comprenderás ya qué significan las Ítacas[3].
Este estado de vigilia me ha dado qué pensar. Sólo deseo que el lugar que nos depara nuestra propia noche esté cubierto de amor y que el camino que trazamos para llegar esté repleto de sabias experiencias.
[1] Nuestra América, José Martí.
[2] canción Todo cambia, Julio Numhauser.
[3] Poema Ítaca, Constantino Kavafis.