Imagen: Performance por @Cheril Linett
No me cuida la policía, me cuidan mis amigas
El origen del Estado, tanto histórica, como conceptualmente, es la protección de la propiedad privada. No es extraño entonces que quienes no somos propietarixs nos sintamos abandonadxs por el Estado permanentemente. Este no es un error de administración, es el diseño.
Las teorías del contrato social le dieron una forma bien específica al hecho histórico del surgimiento de las formas de organización política, convirtiéndolas en un relato hipotético, donde el Estado surgía a partir de la necesidad de salir de un violento estado de naturaleza, donde no era posible gozar de los frutos del trabajo, ni garantizar la propiedad privada, a un Estado que surgía a partir de la consolidación de un poder común que hacía posible una vida cómoda, a imagen y semejanza de la vida de la burguesía en el siglo XVII. El engranaje indispensable para pasar de la brutalidad del estado de naturaleza, a la vida social garantizada por el poder del Estado, era el consentimiento. Concepto que fue convirtiéndose en el fetiche de la teoría política liberal.
El consentimiento, o la falta de él, o más bien, la ficción del consentimiento como legitimación del orden social se repite en el caso de las mujeres y lxs trabajadorxs. El contrato sexual y el contrato de empleo se basan en el mismo supuesto: tratándose de personas adultas, han consentido libremente. Los términos de los contratos laborales, así como los términos del contrato sexual, siempre pueden ser abusivos y se definen a partir de la posibilidad de serlo, precisamente por la falta de libertad para decir no. Carole Pateman nos recuerda que de lxs excluídxs del contrato, paradójicamente, siempre se supone que han consentido.
John Locke, por ejemplo, decía que del goce de la propiedad privada, del uso de los caminos y de la protección de las leyes, se podía deducir el consentimiento de los individuos al orden social. Podemos detenernos un momento y pensar si acaso la mayoría de nosotrxs tenemos acceso a ello, o si más bien nuestra obediencia, obtenida a partir de la promesa incumplida de aquella protección y de aquel goce, ha sido lo que ha permitido para unxs pocxs, esa protección y ese goce. Es aquí donde entra la necesidad de la policía.
El relato del consentimiento puede servir para justificar la obediencia de quienes obtienen el beneficio de la protección de la propiedad, del goce de la vida tranquila y de su indemnidad personal. Para quienes no, el relato es otro: el temor al castigo. Mientras más conciencia tomamos de esto, mayor es la necesidad del Estado de apoyarse en la coacción para hacernos obedecer. Mientras mayor conciencia tomamos de la injusticia del contrato sexual, mayor violencia patriarcal se ejerce contra nosotrxs, mujeres y disidencias. Silvia Federici afirma que los hombres son la primera policía para las mujeres. La policía jamás podría estar del lado de lxs perdedorxs del contrato social, o del contrato sexual.
No me cuida la policía, me cuidan mis amigas
Esta consigna que se ha replicado en distintas partes del continente fue popularizada en las movilizaciones feministas mexicanas, en particular en las movilizaciones que surgieron en repudio a dos hechos de violencia sexual perpetrados por policías durante agosto del año pasado. Las protestas incluyeron el rayado y destrucción del mobiliario público. Allá, como acá, los medios masivos condenaron los hechos de violencia, repitiendo la higiénica frase “no es la forma”.
En Viña del Mar, donde vivo, la ciudad jardín, la ciudad del festival y de las vacaciones de lxs santiaguinxs de clase media acomodada, cerca de la Plaza Sucre, renombrada también Plaza Dignidad, junto a la entrada a un estacionamiento subterráneo de pago, había un rayado que data de la revuelta que dice ¿a quién llamo si me viola un paco?
Durante los momentos más álgidos de la revuelta popular, entre el 18 de octubre y el 30 de noviembre del año pasado, se registraron 274 denuncias de delitos de connotación sexual perpetrados por agentes del Estado. 21 de esos delitos serían de discriminación y abuso contra personas LGBTIQ+ (23 constata el MOVILH); 192 denuncian haber sido forzadxs a desnudarse; 67 denuncian haber sido violadxs o abusadxs sexualmente y 15 denuncian amenazas de cometer delitos sexuales en su contra. Y estas son las cifras que corresponden a quienes han denunciado por canales regulares, sabemos que muchxs sobrevivientes de violencia (político) sexual, no denuncian por miedo o por vergüenza.
La violación sexual por parte de la policía no tiene nada que ver con el deseo sexual, no tiene que ver con la excitación, o en cualquier caso no con la excitación erótica, sino más bien con una excitación que arraiga en la propia potencia del violador, en su capacidad de poseer y destruir el cuerpo de la otra/otre para disciplinarla. No son hechos aislados, y esto no tiene que ver con la cantidad de hechos de violencia político sexual que podamos contabilizar, sino con la pedagogía de la crueldad, para usar un término de Rita Segato, que implica necesariamente la represión policial. De hecho, en Estados Unidos existen cifras que muestran que hay más porcentaje de maltratadores al interior de la policía, que en la población en general.
Pero nuestros sentimientos frente a la policía y al sistema penal a veces son ambiguos, y creo que es bueno poner sobre la mesa nuestras propias cavilaciones sobre el asunto. Por un lado, tenemos la convicción de que el sistema penal es clasista, racista y heteronormado, pero queremos que los violadores tengan un castigo, también queremos que los abusos policiales sean castigados y nos alegramos cuando esto ocurre. Estas emociones son tan inevitables como peligrosas y quizá lo mejor que podemos hacer es mirarlas y contestarlas con otras emociones, nuestras y ajenas.
El peligro de estas emociones está en el populismo penal que pueden justificar. No es extraño frente a un acto de brutal crueldad patriarcal como el asesinato de Ámbar, o la conducta depredadora de Martín Pradenas, hoy convertido en mártir por el fascismo, aparezcan voces, voces feministas incluso, pidiendo el máximo rigor de la ley, o la pena de muerte en el primer caso. La promesa de castigar más fuertemente este tipo de delitos puede capturar las demandas feministas por parte de la derecha. Pero siempre es bueno recordar que la mayor parte de los delitos sexuales son cometidos por personas cercanas, y quizá por eso mismo, la mayor parte de ellos no son denunciados. Algo similar ocurre con la llamada violencia intrafamiliar.
Si bien las feministas hemos luchado para que este tipo de daño sea considerado un delito, y sin duda hemos avanzado en ello, esto no ha hecho que los femicidios y la violencia machista disminuyan. Tampoco ha ido de la mano con una sensibilización de la policía en materia de delitos sexuales o de violencia machista. Probablemente dicha sensibilización sea imposible, en tanto la tarea de la policía es la del disciplinamiento de quienes desacatan los mandatos del contrato social. En cualquier caso, una mayor sensibilidad frente a la violencia hacia mujeres y disidencias les generaría una disonancia cognitiva no menor.
¿Qué hacer con estas pasiones?
El deseo de castigo es parte de nuestra animalidad y es la pasión que está detrás de nuestro sentido de la justicia, no solo como impulso de vengar el daño que se nos hace a nosotras y nuestras cercanas, sino para en la búsqueda de reparación (y a veces venganza) del daño a personas que no conocemos, o incluso a personas en contextos muy distantes a los nuestros o del daño hecho a animales no humanos y a nuestro hábitat compartido. La idea de la administración de justicia es la de procesar ese deseo de reparación de formas que sean consistentes con la vida en común. El disciplinamiento de lxs excluídxs ha impuesto que este proceso tome la forma de lo que denominamos la justicia burguesa y el sistema carcelario con los sesgos de género, raza y clase que ya conocemos, criminalizando a su vez, cualquier estrategia de autodefensa por parte de lxs excluídx del contrato. La vida en común que nos han impuesto implica nuestra aceptación silenciosa, nuestro consentimiento.
Pero el sistema carcelario, y la policía que va de la mano con él, no son la única respuesta posible a nuestro deseo de justicia, y es ahí donde la posibilidad de una justicia transformativa desafía nuestra imaginación. Mientras el sistema carcelario procura resolver los problemas aislando a la persona que ha hecho daño, sin indagar qué le ha llevado a hacer ese daño y sin reparar a esa comunidad, la justicia transformativa apunta a la reparación de la comunidad misma, una intervención integral sobre las causas de la violencia y el daño. Pero estos resultados son lentos, y nuestros propios deseos de justicia y reparación entran en conflicto con la apertura sin garantías que nos ofrece la justicia transformativa.
Mientras el contrato sexual y el contrato social sigan sosteniéndose sobre la exclusión y la violencia contra quienes amenazan su continuidad, ninguna policía puede ser eficaz sin la pedagogía de la crueldad. Es cierto quizá lo que dicen las fuerzas más conservadoras, refundar la policía los dejaría sin herramientas para preservar el orden social. Y es que es este contrato social, este contrato sexual el que nos resulta invivible, queremos, precisamente que no tengan herramientas para seguir defendiendo este orden social.
Pero es preciso también pensar cómo viviremos aquí mientras logramos desestabilizar la reproducción de estas formas de opresión y es ahí donde otras formas de cuidado, el cuidado entre amigas, el cuidado organizado por las propias comunidades puede tener un carácter transformador, pero que nunca tiene garantías. De hecho, probablemente debamos desconfiar de toda promesa con un éxito garantizado.