Noches blancas
Fedor Dostoievski murió el 28 de enero de 1881 a la edad de cincuenta y nueve años. En Carcaj como una sencilla revisión a su legado, entregamos una reseña de su relato Noches blancas, escrito en 1848. Descrito por él como una “novela sentimental”, corresponde a su segunda publicación, aparecida sólo algunos meses antes de que su carrera se viera interrumpida por participar de un círculo de socialistas utópicos, conspiradores contra el zar. Condenado a muerte por el Consejo de Guerra, llega el indulto en el último instante y la pena capital es conmutada por la de cuatro años de presidio y trabajos forzados en Siberia. Luego de esa cruda experiencia daría a luz sus obras más representativas –Apuntes en la casa de los muertos; Crimen y Castigo y Los hermanos Karamazov– que supo encarnar con creces su propia definición como escritor: “Sólo soy un realista en el sentido superior; es decir, muestro todas las honduras del alma humana”.
Noches blancas, nos cuenta lo sucedido a unos de los tantos habitantes de Petersburgo que pudieron deambular solitarios bajo una estrellada noche a mediados del siglo XIX. La historia se desarrolla en la corta distancia de cuatro días. O: durante cuatro noches y una terrible mañana, cuando al final el sol resplandece y un hombre se desploma en un diminuto cuarto, al recibir la carta de su amada –la mujer que ha conocido en esos días– anunciándole que se casa con otro; su antiguo prometido, quien ha regresado a buscarla, después de un lento año de incertidumbre y espera. La nota se extiende en la rogativa de que si en verdad la ama, que sepa entenderla, puesto que la amistad perdurará para siempre. Una locura, una locura demasiado cierta.
Puede que ahora contara el final, pero lo que importa no es necesariamente cómo termina. Pues como en casi todos los relatos de Dostoievski, sabemos desde un comienzo lo que ha ocurrido, y nada más nos queda saber de qué manera se ha desarrollado el drama: Un paseante camina la ciudad sintiéndose profundamente feliz. Eso si se puede estar profundamente feliz un día y al otro caer en la más terrible de las tristezas. Como entonces le ocurre al conocer a Nástenka: “Era una noche espléndida, una de esas noches que sólo se nos presentan cuando somos jóvenes”. La mujer detenida sobre un puente, mira expectante las caudalosas y turbias aguas del río; el hombre se acerca, ella avanza, comienza a seguirla, le da alcance, dice que la protegerá de otro sujeto que también la ha venido siguiendo durante algunas cuadras. Hasta aquí la historia es lineal, sin quiebres y todo hace suponer que estamos frente a dos posibles amantes, en su primer encuentro, en el punto cero de toda relación. Así, se miran, entablan conversación, buscan nuevas veredas, caminan hasta la madrugada. Pero pronto irrumpe la soledad, la tristeza, la desesperanza que ambos arrastran. Uno más que el otro. Podría estar nevando o a punto de llover, pero no. Es entonces cuando nos encontramos con el mejor Dostoievski, aquel que permite dialogar a sus criaturas, a sus carnales personajes, haciéndolos argumentar, dejándolos expresarse, a fin de mostrar su transparencia o su tosca sombra, la neblina interior que los tiene cogidos, perfilando tenuemente hasta ahí, ese contorno de persona que son a nuestros ojos, todavía tan desconocidos, tan llenos de palabras y silencios antes de lo que vendrá.
“Voy a hacerla reír contándole que, en más de una ocasión, he pensado en abordar en la calle a una señorita que fuese sola; en hablarle con timidez, con respeto, con pasión; en confesarle que me mata la soledad; en pedirle que no me arroje de su lado, pues no tendría otra ocasión para conocer a una mujer, y en persuadirla de que toda mujer está obligada a no desoír la humilde súplica de un desdichado como yo, puesto que, en resumidas cuentas, todo cuanto pido se reduce a que me diga dos palabras de amistad y de simpatía”. La situación de golpe se vuelve tensa, patéticamente triste, la mujer lo escucha, pero también se ríe y le advierte que no espere no lo tomen por loco con tamaña declaración. Entonces le exige le cuente su vida: “¿Qué clase de hombre es usted? Comience cuanto antes a referirme su historia. ¡Mi historia!, exclamé sorprendido -. Mi historia ¿Quién le ha dicho a usted que yo tengo historia? ¡No tengo historia alguna!… Entonces, ¿Cómo ha vivido usted, si no tiene historia? Pues sin historias de ninguna clase. He vivido en mi propio cascarón, como suele decirse, o sea, completamente solo. Solo, solo como la luna”.
La novela sigue su curso con el abierto y doloroso testimonio de ambos. Él, un hombre sumergido en sus escritos (“¿No sería posible contarlo sin tanta pomposidad? Porque habla usted como quien lee un libro”). Ella, una joven mujer que ha vivido gran parte de su vida de una manera singular (“mi abuela me llamó una mañana y, alegando que a causa de su ceguera se hallaba imposibilitada de vigilarme, cogió un imperdible y prendió mi falda a la suya, anunciándome que así nos pasaríamos la vida entera”). Dos mundos anclados en la desolación, en el absurdo, destinados a no torcerse durante las ochenta páginas por las que avanzamos, tanteando en la noche de sus palabras, también como sobre un frío campo nevado. A estas alturas, el único escenario que podía servir de fondo a esta historia, tensada entre dos suertes, finalmente descalabras y vueltas a encausar, sobre los presupuestos de que pendían hasta antes de encontrarse en aquellas jornadas nocturnas. La soledad que entonces los une, es la misma que termina distanciándolos. Porque se precipita –otra vez en uno más que otro– tan fría como el paisaje urbano petersburgués, que los sepulta definitivamente bajo la blanca nieve en un día inmerecido.