Imagen: Arpillera. Del archivo del Museo de la Memoria
Nuestra historia violeta
A propósito de Nuestra historia violeta. Feminismo social y vidas de mujeres en el siglo XX: una revolución permanente, de María Angélica Illanes. Lom Ediciones, 2012.
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Hallar esta historia de mujeres relatada desde los albores del siglo XX en nuestro país, es sin duda un acto de justicia con nuestra propia vida. Más aún cuando se realiza desde la minuciosa mirada de la historiadora María Angélica Illanes, que nos otorga la posibilidad de seguir una huella en la narrativa del feminismo chileno, acercándonos a esa “matria” desde lo íntimo a lo colectivo. Un relato a veces melifluo e inefable, otras veces doliente y letal, donde en más de algún pasaje sentimos/sentí la voz de mi propia historia, la vida de mis mujeres, madres, abuelas, bisabuelas, amigas, y compañeras haciendo verdad/justicia por las que no han tenido voz. Descrita principalmente desde sus protagonistas, mujeres anónimas y otras que ‘la historia anotó entre laureles’, mujeres de la esfera pública, cuyas biografías reflejan la urgente necesidad de historiar las demandas y reivindicaciones del movimiento feminista en Chile. Destacamos además la opción de contar este complejo proceso de transformación sociocultural como si se estuviese “tejiendo una arpillera” donde la voz arcillosa de Violeta Parra suena de fondo. Un colorido tejido en el que se entrelazan diversas temáticas de la estructura social, cultural, familiar e institucional de más de tres generaciones de mujeres. Con ello, asistimos a la idea fuerza de que aquel proceso está cruzado por una revolución permanente de las mujeres, cuya característica principal es la multiplicidad y simultaneidad de sus frentes de lucha (p.11), ejercido muchas veces desde la resistencia y la solidaridad.
El primer hilván de este tejido se da con el surgimiento de la mujer obrera, cuya voz se alza por las demandas y la defensa en el espacio público y colectivo de sus derechos como mujeres, lucha que estuvo inmersa en el movimiento obrero-campesino de principios de siglo. Mujeres obreras y tipógrafas como Carmela Jeria o Esther Valdés que mediante la escritura, y con la publicación de diversos periódicos, denuncian los pesares del sistema opresor/explotador en el marco de un acelerado proceso de industrialización. Junto con ello, reafirman la necesidad estratégica de la organización a través de sindicatos, asociaciones, y cooperativas donde las mujeres no solo están ejerciendo un rol asociativo común, sino que desarrollan un proceso de politización y conciencia de clase, es decir son mujeres que politizan el espacio femenino. Por último, se demuestra la persistente lucha del ideario de emancipación de la mujer chilena, un proyecto de largo aliento sustentado en la liberación de una doble opresión que se da en lo cotidiano y en la sociabilidad.
En este tejido escarpado y cronológico, nacen organizaciones civiles que de alguna forma marcaron la ruta del feminismo chileno en el siglo XX, nos referimos al surgimiento del Movimiento Pro-Emancipación de la Mujer de Chile (MEMCH), fundado en 1935. La autora expone lúcidamente en este relato que su fuerza histórica radicó en el triple cruce militante de género, de clase y de proyecto político-económico que además le proporcionó un liderazgo social. Mujeres que no fueron indiferentes a las necesidades de su pueblo, su clase y su género. Muchas de ellas salieron a la calle para auxiliar a mujeres y niños/as de raigambre popular, desde su profesión como asistentes sociales o enfermeras, y con un importante apoyo estatal impulsado desde la formación del Frente Popular. La impronta de esta ayuda social se enlazó con las demandas políticas a través del MEMCH que adhirió a la lucha internacional del movimiento sufragista de principios del siglo XX. Para ellas fue un desafío histórico persistir en la educación y concientización política de las mujeres, sobre todo en un periodo donde ingresaron al escenario dicotómico entre izquierdas y derechas, bien sabemos que el voto femenino fue decisivo en procesos políticos claves de nuestra historia reciente.
En esta ruta narrativa vemos peregrinar desde la mujer obrera o la campesina que emigró hacia los centros urbanos en busca de mejor vida con sus hijas e hijos a cuestas, hasta la mujer profesional que luchó por el voto femenino y por un lugar en el debate público. En un lapso de tres generaciones las mujeres chilenas de todos los estratos sociales se fueron incorporando progresivamente a la educación desde la década de 1930, no sin dificultades sobre todo para las mujeres de raigambre popular, y posteriormente de clase media, encontrando en la formación de profesoras normalistas una poderosa herramienta de emancipación. Este tejido narrativo nos hace transitar además al momento histórico donde decae el movimiento feminista entre 1955 y 1973. Si bien la explicación a este fenómeno es compleja por la multiplicidad de aristas que contiene un determinado proceso social y cultural, pensadoras como Julieta Kirkwood señalan que una de las razones fue porque dicho movimiento estuvo incorporado y fue estudiado siempre como ‘un elemento más’ del proceso de liberación que ya había comenzado en nuestro país. Nuestra autora reflexiona frente a aquello señalando que el movimiento feminista estuvo quizás supeditado a la categoría de clase y no de género, desde allí proyectó su labor social-popular, es decir no existía aún un “feminismo para sí” (p.82). Sin embargo, el movimiento toma nuevos bríos en la década de 1960 y principios de 1970, siendo nuevamente el factor educativo una explicación, ya que posibilitó a diversas mujeres de sectores populares tener acceso a una profesión u oficio. Durante los tres años de la Unidad Popular se experimentó una política de cuidado del cuerpo, de la familia y de la mujer a través de medidas que democratizaban el acceso a la salud y la educación, entre otros.
Desde septiembre de 1973 la arpillera cambió sus tonalidades, el peso de la dictadura se dejó sentir en una relación de cooptación y subordinación con diversos organismos como los Centros de Madres, o las asesoras del hogar, mujeres duramente sometidas en su rol social y laboral; “su empleo histórico, encarnación de la subordinación colonial y neocolonial al patronaje y expresión de una relación de servidumbre y, más que a menudo, de subordinación silenciosa y explotación doméstica de miles de mujeres y madres” (p. 102) fue sin duda terreno fértil para dicha explotación y discriminación. Por otro lado, la represión y el terrorismo de Estado deja a cientos de mujeres en busca de verdad y justicia por los detenidos, ejecutados o desaparecidos de la dictadura cívico militar. La frágil memoria que habitamos reconoce y resignifica en este relato la relevancia en nuestra historia reciente de mujeres emblemáticas como la dirigente Sola Sierra y su pertinaz lucha por encontrar esa verdad, vestigio de una resistencia a la dictadura que se incrementó de diversas formas y que tuvo rostro de mujer.
La década de 1980 fue mujer pobladora, joven estudiante y exilio. Fue el pensamiento de las feministas que se preguntaron “¿qué es ser política en Chile?”. Creció una generación sustancial que buscó dilucidar la relación entre política y mujeres, que tuvo la necesidad de reivindicar un politicismo feminista. Fue clave además la capacidad de este movimiento de repartirse en distintas ciudades, poblaciones y talleres para visibilizar las demandas a nivel local, nacional, continental y mundial, con el objetivo de darle un lugar prioritario a las mujeres chilenas como personas y como sujetos sociales y políticos.
El relato tejido del presente nos insta a reconocer los avances y transformaciones en materia de género a pesar de los “enclaves autoritarios” existentes en nuestra sociedad, donde si bien no se dio una “cultura civilizatoria” como muchas mujeres esperaban, las demandas del movimiento feminista se han incorporado a la agenda pública de la transición de forma paulatina. Los alcances y límites del movimiento actual dejan abierto este proceso de revolución permanente, pues falta mucho por avanzar. Nos queda la urgencia de ‘ni una menos’, la violencia contra la mujer que tuvo visibilidad desde la década de los 80’, es una problemática transversal hoy en día. Esta es una violencia que sabemos no ocurre solo puertas afuera, sino que en la intimidad de los hogares, en las relaciones de pareja, en la cotidianidad de manera silenciosa.
Nuestra historia Violeta nos habla de cómo hemos mirado (o no) la historia de las mujeres, ¿Qué sabemos de sus luchas y sus anhelos? ¿Cómo nos acercamos al movimiento feminista? ¿Desde dónde lo interrogamos? O ¿cómo lo integramos a nuestras propias vidas? Sin duda la historiadora María Angélica Illanes hace un insondable ejercicio desde la historia social, desde el relato íntimo y colectivo otorgándonos un excelente material para re-descubrir esta historia omitida. Violeta lo cantaba:
“No pierdo las esperanzas
de qu’ esto tenga su arreglo
un día este pobre pueblo
teng’ una feliz mudanza
el toro solo se amenaza
montándolo bien en pelo,
no tengo ningún recelo
de verle la pajarilla
cuando se dé la tortilla
la vuelta que tanto anhelo”