Otra vez el Libro y la Lectura
Me ahorro en esta oportunidad la evidencia porque he insistido en ella en otros sitios y no quiero ser majadero: en Chile no se está leyendo. Todos los indicadores lo confirman y es inútil argumentar que faltan todavía más datos empíricos. Los resultados de las pruebas escolares de la primaria y la secundaria y los estudios de la Fundación La Fuente están a disposición de todo aquel que quiera verlos. Los datos están ahí: la mayoría de los chilenos leemos poco o nada y, cuando lo hacemos, lo hacemos mal.
La gran pregunta es, por supuesto, la que interroga por la importancia que esto tiene. Y, dependiendo de la respuesta que se le dé a esta pregunta, qué es lo que se puede hacer a su respecto. Si el tema no tiene importancia, nada. Si la tiene, se abre un abanico de opciones.
Porque en efecto hay gente para la cual el que no se lea no tiene importancia, para quienes la tan cacareada “muerte del libro” es un suceso natural, el de la decadencia, agonía y eclipse de un instrumento cuya fortaleza histórica llegó finalmente a su término. Se piensa en tales casos que el libro es uno de los pilares constitutivos de la modernidad y que en una época postmoderna él ha sido o está siendo arrastrado por la crisis de su fundamento. Es el fin de la era “gutenberguiana”, se dice. En América Latina, donde como escribí en otra parte los que todavía no han tenido noticia del invento de Gutenberg suman más de cuarenta millones, abundan aquellos que nos aconsejan saltarnos la etapa. Así, simplemente. Estiman que, en vez de enseñarles a los niños latinoamericanos a leer en libros, lo que los gobiernos de nuestros países debieran hacer es adiestrarlos en el uso de las tecnologías de la información y la comunicación.
Por supuesto, yo considero que lo anterior es una estupidez o una frivolidad o, mejor dicho, considero que es una estupidez frívola e incluso en los casos en que no se habla de la muerte del libro sino de su “descentramiento”, como derridianamente lo hace Jesús Martín Barbero (más apropiado me parecería a mí describir el fenómeno como una mengua de su centralidad, lo que es cierto). Concuerdo en que el libro es una creación de la cultura moderna, pero también pienso que la cultura moderna no es el zapato viejo que dice Barbero ni que los servicios que el libro nos presta sean residuos desechables. Y no son residuos desechables porque la epistemología de la modernidad o, en otras palabras, el desarrollo de la razón y de un conocimiento basado en el ejercicio de la razón y no en unas improbables “revelaciones” divinas, constituyen auténticos triunfos en la historia del género humano a los que se asocian beneficios y derechos fundamentales. Los beneficios de la ciencia para el sustento y el enriquecimiento de la vida y el respeto a la integridad física y espiritual de las personas son sólo algunos de ellos. Razón, libro y lectura constituyen así una tríada indisociable y beneficiosa a la que sobre todo hoy es preciso defender a como dé lugar. No es la razón la que crea a los monstruos, sino su sueño, como lo dijo y lo pintó el maestro Goya. Esos monstruos se deben combatir y la razón nos abastece con las armas con las cuales podemos combatirlos. El libro y la lectura son las mejores entre esas armas.
Ahora bien, que existe un pensamiento otro que el de la razón, el libro y la lectura es un dato inextricable de la causa, así como también es un dato inextricable de la causa el que a ese pensamiento otro se le ha de conceder un lugar en nuestras agendas individuales y sociales. La sensibilidad, la imaginación, la oralidad, el diálogo directo y en el lenguaje natural son potencialidades humanas valiosas y de las que, por lo tanto, no cabe ni es posible desprenderse. Es más: yo estoy dispuesto a conceder que la cultura de la razón, el libro y la lectura los ha relegado más de una vez al patio de atrás de la casa y con consecuencias que después hemos tenido que lamentar. Reconocerles el espacio que ellos tienen de hecho en nuestras vidas no es, por consiguiente, un reclamo superfluo. Cultivarlos con provecho y afecto, tampoco. En alguna medida, eso es lo que hacen las TIC: a la linealidad y la consecutividad del pensamiento lógico le agregan la simultaneidad y la contigüidad del pensamiento analógico; a la abstracción de la letra, la concreción de la imagen. ¿Es esto negativo? Por supuesto que no.
Pero muy de otro orden es tirar el agua de la bañera con la guagua incluida. No se trata entonces de sustituir sino de complementar. Tiremos el agua sucia de la bañera, de acuerdo, pero por favor no nos precipitemos y salvemos la guagua. Los añadidos que le está haciendo a nuestra existencia contemporánea eso que algunos llaman la postmodernidad y que para mí no constituye más que una expansión cuantitativa y no cualitativa de la modernidad, no tienen por qué desplazar a y ponerse en el lugar de los logros que otras expansiones análogas alcanzaron a lo largo de los últimos quinientos o más años de nuestra residencia planetaria. Pueden complementarlos y aun corregirlos, si tal es el caso, pero no sustituirlos.
El problema es que si hay en el mundo intelectuales tontos y frívolos, hay políticos y tecnócratas que lo son mucho más. Éstos son los que se suben al carro de lo nuevo sin pensar, sólo porque ése es el carro que en ese momento está pasando por delante de su nariz. Escuchan ellos a tipos como Jesús Martín Barbero y concluyen que el libro ha muerto, que las bibliotecas son antiguallas arqueológicas y que lo que los niños necesitan son computadores y sitios de internet. Sí, es cierto, los niños necesitan computadores y sitios de internet, pero también necesitan bibliotecas y libros. Necesitan leer, porque leer, y hacerlo en el libro y no en la pantalla del computador, es relacionarse con un objeto concreto y asible, es pegar el discurso con una “materialidad” (Bernardo Subercaseaux se ha referido también a la dignidad del “soporte” o del “cuerpo” libro, una dignidad que no sólo es estética, añado yo) y poniendo en acción una reserva humana esencial. Si es efectivo lo que dice Chartier, que la revolución de las TIC es triple: “una revolución de la modalidad técnica de reproducción de lo escrito, una revolución de la percepción de las entidades textuales y una revolución de las estructuras y formas más fundamentales de los soportes de la cultura escrita” (*), la tentación de poner todos los huevos en esa única canasta es harto grande, pero también es menester darse cuenta de que ello involucra el reemplazo de una cosa por otra. O, mejor dicho, significa ganar una cosa pero a costa de la otra. Y yo afirmo que eso no es ni imperativo ni bueno. Porque leer libros tiene virtudes propias, que no tienen las TIC. Poder leerlos bien equivale a estar en posesión de la capacidad para pensar detenida y profundamente, concentrando nuestra atención, uniendo e infiriendo como las TIC no lo hacen ni podrán hacerlo jamás, con el propósito de construir de ese modo totalidades con sentido que hacen que el mundo en que habitamos sea un sitio comprensible y ojalá mejor. Cuando la irracionalidad se adueña de la historia contemporánea (piénsese en los bombardeos en el Medio Oriente o en el desastre nuclear japonés), pensar con lucidez, leer y escribir libros con eficacia y claridad, son destrezas más necesarias que nunca.
(*) Roger Chartier. ¿La muerte del libro? Santiago de Chile. LOM, 2010, p. 28.
(Este texto corresponde a la ponencia con que el autor intervino en el 2º Encuentro Cultural, “Libros y lectura: ¿Cómo se pronostica el futuro?”, organizado por LOM Ediciones, en la sala Ercilla de la Biblioteca Nacional, el 31 de marzo de 2010.)
2 comentarios
Gracias. Buen texto para revisar con detalle y argumentar los cambios que necesitamos hacer. Gracias.
Necesario es dar las gracias una vez más al profesor Rojo por su acertada reflexión. En estos «ruines tiempos» en que el/la intelectual ha preferido refugiarse en la biblioteca, en la academia universitaria, que ha dejado vacante su necesaria intervención en el espacio público y -aún más grave- prefiere incluso investigar con fondos estatales, publicar artículos ISI y viajar a dar conferencias antes que enseñar lo que sabe a los jóvenes, esos cada vez más iletrados jóvenes; no puedo dejar de sentir respeto y admiración por un hombre que en su escritura y en su praxis intenta revertir estas gravísimas tendencias.
Agrego un poco de mi opinión, pues me parece que estos espacios hay que aprovecharlos. Siempre he dicho que la educación en Chile hace rato perdió su norte (o su sur, su oriente, su sentido más profundo). Como sucede con muchas otras cosas en América Latina, los especialistas se suben al carro de las modas, de las últimas tendencias para planificar reformas y políticas públicas y dejan de lado lo esencial: hacer un diagnóstico que apunte a las carencias (bastante obvias y claras) de la educación en Chile y trabajar para superarlas. Pero resulta que en términos mediáticos es más seductor mostrar a un ministro que reparte computadores y programas de alfabetización digital que uno que realice campañas para aumentar el indice de lectura y la comprensión lectora en Chile. La concretud cuantificable del computador, su inmediatez en tanto entrega de recursos, son más atractivas para un político a la siga de votos que un plan transversal de mejoramiento de la comprensión lectora, que es invisible y cuyos resultados solo son medibles a muy largo plazo.
Me parece que los niños aprenden y aprehenden la cutura digital y el uso de sus diversos gadgets casi por osmosis, porque están en todas partes, porque la publicidad y el mercado las promueven incensantemente, porque están de moda. ¿Para qué enseñar a un niño sobre el uso de un objeto que ya cuenta con una fuerte promoción en el mercado y la industria cultural? No pido que no se den computadores a escuelas donde los pequeños estudiantes probablemente no tienen un computador en casa. Pero, por favor, prioricemos, partamos por lo básico. Saber leer, leer bien y comprender lo leído, saber escribir correctamente y presentar una idea de punta a cabo es SABER PENSAR. Si el niño o la niña sabe pensar, el resto vendrá por añadidura.