Para no seguir tragando sapos
Nueve de la mañana del 11 de septiembre la Plaza de la Constitución se veía medio desierta apenas flanqueada por carabineros de dos en dos, de tres en tres, apostados en torno al perímetro. Hacía frío, pero la enérgica caminata para llegar a este punto desde Plaza Italia me había hecho entrar en calor. Bajo el monumento de Allende dos coronas y algunas flores testimoniaban la situación de aniversario. Unos 50 metros más allá, por Moneda un grupo pequeño se dirigía hasta la puerta de Morandé del Palacio de La Moneda para homenajear a los muertos del GAP, caídos el 11 de septiembre de 1973 mientras defendían a su amigo Presidente.
Hace mucho tiempo que no celebraba un ritual político, pero esta mañana tuve el deseo inapelable de ir a saludar a Allende. Y partí, como en los viejos tiempos, con las manos hundidas en los bolsillos cantando para mis adentros “Yo pisaré las calles nuevamente”, esa canción de Pablo Milanés entonada hasta el hartazgo en los 80.Esta vez llegué al verso de “me detendré a llorar por los ausentes” cuando un perro de esos que abundan en torno a La Moneda me interrumpió ladrándole a un ciclista. Pensé en los y las que no estaban y que tampoco han figurado en estos recordatorios públicos por el 40° aniversario del golpe. Personas anónimas y amigos cercanos. Recordé a Alexandra, mi amiga periodista fallecida hace un mes, y en doña Olga, que conocí haciendo un trabajo para FLACSO.
Olga Cortés tenía cerca de 40 años para el golpe militar. Había sido una de las fundadoras de la Población La Victoria –en aquella masiva toma del 30 de octubre de 1957– y al poco tiempo de asumir la Junta militar encabezada por Pinochet la detuvieron junto a su marido. A ambos, y a muchos otros los tiraron arriba de un camión –“como sacos de papas, unos sobre otros, todos amontonados”– me dijo y para reconocerlo comenzó a palpar los pies de las personas que estaban a su lado, porque su “viejo” tenía unas protuberancias que –a su juicio– lo hacían único. Su mayor preocupación en ese minuto era que si los iban a matar al menos poder despedirse. Pero no fue así , el camión llegó finalmente a un destino y al bajar Olga se dio cuenta que el lugar donde habían sido trasladados era el mismo donde habían estado veraneando un año atrás en una suerte de balneario popular, convertido ahora en campo de detención, cerca de Cartagena, que más tarde fue conocido como Tejas Verdes.
Olga y su marido lograron salir vivos. Y ella se transformó a mediados de los años ’80 en una de conocida dirigente vecinal de ollas comunes de esas que por cientos se levantaron en distintas poblaciones de Santiago.
Alexandra Barrientos tenía 25 años trabajaba en la Cormu, organismo dependiente del Ministerio de la Vivienda, y el día del golpe pensaba acatar la orden del Partido Comunista – partido con el cual simpatizaba sin ser militante- y resistir en su puesto de trabajo. Pero su jefe de entonces, el arquitecto Miguel Lawner, la mandó a la casa y salvó de ser detenida.
Tan pronto como pudo se sumó a labores de resistencia y colaboró con la embajada de Suecia –país donde había estado un par de años antes- en el asilo de perseguidos por la dictadura militar. Por razones de salud tuvo que viajar a Suecia y allí siguió colaborando ahora haciendo de puente entre los exiliados chilenos y la poderosa central de trabajadores suecos.
Ana y Alexandra se conocieron a mediados de los años 80, cuando esta última –convertida en una destacada periodista de la Radio Nacional de Suecia y con pasaporte de ese país– reporteaba las protestas contra Pinochet a lo largo de Chile. Con las notas realizadas aquí Alexandra editó un programa que fue premiado en España como el mejor reportaje en castellano hecho en radios europeas; así fue consolidando una carrera que dejó para retornar a su patria a mediados de los años 90.
Ellas, las ausentes representan para mí los tantos y tantas, con o sin militancia política, que desde el mismo día del golpe comenzaron a hacer distintos tipos de acciones para derrocar a los usurpadores. Son también una especie de recordatorio de los temas imprescindible que todavía no se resuelven y que nos impiden recuperar la democracia, como la soñamos, en un país que recién comienza a sanar alguna de sus heridas.
Hace unas semanas una visitante extranjera me preguntó si a 40 años del golpe ha habido en Chile una adecuada política de reparación. Si acaso existía un programa de enseñanza de derechos humanos, que permita una convivencia en el respeto a los otros. Si se había hecho todo lo necesario para impartir justicia. Como Pedro, tuve que negar las tres veces.
En enero de 2010, cuando se conoció el resultado de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales que daban por ganador a Sebastián Piñera, una chica suiza de 19 años que se encontraba de paso en Chile me preguntó si para mí eso era una derrota. Respiré profundo antes de contestarle y le dije que efectivamente era un poco eso. Pero que a pesar de todo sentía que los 20 años vividos bajo la Concertación habían permitido que una generación entera creciera sin miedo y eso era ganancia pura. No sabía entonces que bajo la Presidencia de Piñera y el gobierno de la Alianza se reeditarían prácticas de la dictadura como la violencia brutal de los carabineros en las calles, los montajes para mostrar terroristas donde no los había, la censura de prensa oculta tenazmente bajo la concentración de la propiedad de los medios y la banalidad campeando en la parrilla televisiva (que sufrió una conversión casi milagrosa durante lo que va corrido de septiembre).
Tampoco sabía que esa exacerbación de lo peor de un régimen inspirado en el vasallaje sacaría a flote un descontento largamente cocinado durante el lapso que un amigo llamó “el tiempo en que nos tragamos todos los sapos”. Tiempo en el que medio Chile se endeudó hasta lo imposible; en que se acuñaron frases odiosas como: “no me traiga problemas, quiero soluciones”, como si pensar distinto fuera un amenaza; para frenar cualquier asomo de disidencia en el trabajo o en la casa; o la conservadoramente machista “calladita más bonita”; aparte de la muy rechazada hoy “justicia en la medida de lo posible”.
Pensando en esto fue que caminé hoy con las manos hundidas en los bolsillos cantando esa canción me permitía conjurar el miedo y revertirlo en rabia. Hoy lo hice con una mezcla de pena, pero también de rabia: A 40 años del golpe ya no es tiempo de seguir tragando sapos.
2 comentarios
Me tome unos días para comentar esta bellas letras, necesitaba calmar este caudal de emociones que me desborda cada uno y todos los 11 de sept. Entonces, me sale del alma profunda y triste que tengo por estos días, decirte: gracias por restituirnos algo de dignidad a quienes cantamos y junto a ti.. yo pisaré las calles nuevamente…
Gracias por la nota y el recuerdo.