Para una historia de la sangre
LA CONQUISTA DE CHILE EN DOS NOVELAS DE CARLOS DROGUETT
A lo largo de su producción novelística, Carlos Droguett –escritor ya fallecido hace un cuarto de siglo– se dio a la tarea de elaborar un proyecto literario cuyo gran leit motiv no fue otro que la reinterpretación de la historia de Chile como un registro permanente de violencia, muerte y olvido. A modo de evidencia, ahí está su temprana crónica “Los asesinados del seguro obrero”, texto que años más tarde sería la base para su novela “Sesenta muertos en la escalera”; similar filiación puede establecerse de títulos como Todas esas muertes, Eloy o la póstuma Matar a los viejos, furiosa narración dedicada “A Salvador Allende, asesinado el martes 11 de septiembre de 1973 por Augusto Pinochet Ugarte, José Toribio Merino Castro, Gustavo Leigh Guzmán y César Mendoza Durán”. En este derrotero de entender la historia nacional como una historia de sangre derramada, la conquista de Chile significó para Carlos Droguett un hito ineludible, plasmado fundamentalmente en sus novelas Supay el cristiano y 100 gotas de sangre y 200 de sudor.[1]
Preliminarmente, la idea por parte de Droguett no era otra que escribir una extensa novela histórica ambientada en el periodo de la conquista; por criterios editoriales, se convino en replantear el proyecto en dos novelas independientes. Publicada en 1967 (posterior a la aparición de 100 gotas de sangre y 200 de sudor), en términos de argumento Supay el cristiano puede leerse, sin embargo, como el punto inicial de esta saga. Este se sitúa en el momento que precede a la fundación de Santiago, extendiéndose hasta la destrucción de la naciente ciudad a manos del cacique Michimalonco, en un ya premonitorio 11 de septiembre de 1541. Fiel a su estilo, Droguett construye un relato de honda espesura, sin pausas ni espacio para la renuncia. La elección no es casual, pues el autor, ya lo ha anticipado, intuye que el trance de su escritura es la única forma de narrar la pesadilla fundacional perpetrada por Pedro de Valdivia y sus secuaces. Pretendida gesta épica, el creador de “Patas de perro” despoja a la conquista de todo acento romántico y civilizador, degradación sistemática que pondrá en entredicho la historia oficial; en Supay el cristiano el conquistador es una figura mediocre y amoral, cuya única medida es el poder y la riqueza que le confiere la usurpación de la tierra y el oro; figura que, incapaz de sostenerse a sí misma, es incapaz de establecer un nuevo orden construido en justicia y armonía.
En términos de anécdota, la novela empieza mostrándonos al español Pedro Sancho de la Hoz quien, una vez liberado de la cárcel por asuntos de dinero, planea dar muerte a su ex socio, el capitán Pedro de Valdivia. Esta simple reseña ya nos advierte lo alejado que se coloca Droguett del tono idílico; se introduce un motivo truculento, criminal, para dar cuenta del ambiente que atraviesa a toda la conquista, es decir, una oscura historia de intriga y muerte que, lentamente, va desdibujándose para dar paso a la descripción fragmentaria de una serie de escenas difusas, relacionadas con Valdivia y Sancho de la Hoz. La operación permite el giro narrativo desde lo personal hacia lo panorámico, pues en Supay el cristiano el hecho histórico es el verdadero protagonista. Por sobre un personaje concreto, la narración se escenifica mediante los elementos humanos y materiales del drama mismo de la conquista: la inclemencia del frío, la codicia, el calor seco, la miseria, los que trascienden la anécdota mínima de un puñado de hombres para representar el sentido cultural del episodio como un evento definitorio de nuestra realidad constante. En esta ocasión, al igual que en otras, la prosa de Droguett apela a dibujar el pathos de la conquista, el sentimiento último que recorre a toda la empresa y que sirve de piedra angular para entender nuestro devenir posterior. La crónica novelada enuncia los rasgos de nuestro continente en general, y de nuestra nación, en particular. Abandonada la lectura histórica, clausuradas todas las páginas, permanece residual el registro anímico que, como éter, se desplaza a través del tiempo y del espacio.
Historia general de matanza y masacre, la conquista se erige como espiral destructiva que arrasa con la naturaleza y la diversidad cultural, en lugar de articularse como instancia de integración. El nuevo mundo emerge al amparo de la violencia originada por la muerte que se cierne sobre españoles e indígenas; el nuevo orden se sostiene y funciona sobre la base de esta dinámica que con el paso del tiempo termina constituyéndose norma. El desarrollo narrativo de la novela se vuelca así hacia un ritmo eminentemente dramático. Arrojados a la incertidumbre de esta tierra desconocida, los españoles se entregan día a día a una faena de guerra y exterminio que acaba volviéndose contra ellos, alienando la poca humanidad que hasta entonces ha manifestado la expedición. Bajo esta premisa, un hito como la fundación de Santiago el 12 de febrero 1541 se revela intrascendente, marcado por el clima de agobio que inunda al séquito de conquistadores. El dramatismo alcanza su máxima tensión en el tramo final de la novela, cuando se describe la destrucción de Santiago y el degollamiento de los siete caciques indios por Inés de Suárez. A partir de este pasaje se amplifica la sensación caótica y todas las escenas conducen sin variación alguna a un desenlace sanguinario y mortal en ambos bandos, tanto por parte de los sitiados españoles que ven consumida su ciudad por las llamas, como de los indios que, ante el degollamiento de los caciques, huyen presos de su horror en despavorida coreografía. La sangre se impregna en todos los detalles y la destrucción aparece inevitable e inherente a la conquista, que adquiere la figura de un pandemónium, un acontecimiento demoniaco que convoca alevosía y crimen, que anuncia la llegada de una aciaga etapa, pues como lectores tomamos palco ante el primer acto de la tragedia nacional, que más tarde se extenderá a través del sistema colonizador bajo distintas formas: esclavitud, mestizaje, bastardía, inquilinaje.
El sustrato que sirve de base a Droguett para conformar su concepto de la conquista proviene de una serie de lecturas excéntricas, las que prescinden del relato historiográfico y se orientan más bien a las crónicas indianas, a los relatos de Bartolomé de las Casas y los archivos de la inquisición, material con el que se relaciona a partir de la década del treinta: “en circunstancias que reunía materiales para mi futura tesis de flamante abogado, descubrí la historia, la verdadera, de Chile, de América, esa que no rola y corre en los manuales escolares. El infierno de la conquista de América, el infierno, en realidad el purgatorio, de la época colonial (…) Los cronistas de Indias, la Inquisición en Nueva España, en el Caribe, en el virreinato del Alto Perú, en el río de La Plata, en el río Mapocho, las hostias sin consagrar o consagradas en sangre de inmundicia, de latrocinios, los cronistas versaicos, Ercilla, Pedro de Oña…”.[2]
Con 100 gotas de sangre y 200 de sudor, Droguett reincide en el tema de la conquista española. Aunque su publicación antecede a Supay el cristiano, argumentalmente representa su continuación. Se inicia, por consiguiente, en el punto en que esta última concluye, es decir, el día después del ataque realizado por Michimalonco sobre la ciudad de Santiago. A partir de este momento, el propósito de la novela establece un giro: la relación de dominación sobre el indio cede su espacio hacia las relaciones al interior de la comunidad de colonos. El narrador se dirige a escenificar una nueva etapa dentro del proceso global, caracterizada por un marcado acento restaurador que hace frente al desolador panorama como resultado del alzamiento indígena. Una vez más la sangre se hace presente como elemento constitutivo. Sumada al sudor, la sangre viene a dar cuenta de lo dramático que significa el hecho histórico como evento de dolor y muerte, alejado de todo sentimiento épico. El propio Droguett, en la introducción del libro, afirma que “en esas 300 gotas está condensada la historia de la conquista de todo el mundo nuevo”.[3]
El título de la novela es extraído de la correspondencia que Pedro de Valdivia mantiene con el emperador Carlos V. En una de las tantas misivas, datada del 15 de octubre de 1550, el gobernador hace un balance de su gestión con el fin de conservar el beneplácito del emperador hacia su empresa, la cual hasta este instante se había vuelto costosa, extenuante e improductiva para la corona española. El inicio del relato nos muestra a Pedro de Valdivia e Inés de Suárez rescatando de entre las cenizas seis granos de trigo que han sobrevivido al incendio perpetrado por los aborígenes; comienzo de una refundación fallida, las seis semillas han de ser plantadas ya no solo en suelo quemado, sino también en tierra sangrienta; gesto revelador, la violencia es implantada para luego transformarse en cosecha que alimentará a la naciente colonia. Droguett nos muestra de este modo un orden social corrompido, cuyo único soporte se encuentra en la intriga y la traición. Lejos de los principios jurídicos y éticos que la corona pretende imponer, prima un sistema depredador cuyo único código legal se basa en la ley del más fuerte. Tanto la obtención del poder político y económico, como así su conservación, solo es posible al amparo de la agresión y el crimen, procedimientos que a la postre van asentando el perfil violento de la conquista. Instituciones de carácter cívico aparecen ineficientes, siendo rebasadas por la acción maquiavélica de unas pocas personas; el cabildo entra en escena solo para aumentar la sensación de caos que gobierna a la ciudad de Santiago. Personeros como el gobernador Pedro de Valdivia, en lugar de atender los requerimientos de su comunidad se empeña en planear una gran estafa y arrancar con todas las riquezas de sus conciudadanos; los numerosos alcaldes, titulares y subrogantes, consumen su tiempo en reuniones secretas y conspiraciones. Todo intento por forjar un marco de jurisprudencia al interior de las nuevas colonias choca una y otra vez contra la espiral puesta a funcionar a espada y muerte. Con entera claridad, Droguett nos quiere hacer ver la imposibilidad de edificar una sociedad regulada por principios fundamentales de convivencia, que involucren un respeto hacia la diversidad y los orígenes, conciliando los diferentes intereses en juego, en los que prime la noción del bien común. Por el contrario, se da lugar a un orden social y político en extremo imperfecto y perverso, que no ofrece espacio a la rectitud, mucho menos a la justicia y al derecho. Socavadas las bases de este constructo, tan solo es factible esperar un viaje marcado por dicha descomposición. Tal panorama será la explicación primera de los males y desigualdades que aquejan al continente americano, signado inevitablemente por el derramamiento de sangre. Así las cosas, la violencia como norma y política oficial invade cada uno de los ámbitos de la existencia. En un comienzo expresión aislada y reducida a personajes puntuales, en esta segunda entrega de Droguett la violencia adquiere mayoría de edad y se extiende a todo el tejido social. Es por ello que como manifestación colectiva y pública, opera pendularmente, volviéndose contra aquellos mismos que la ejercen y condicionan. El caso más acabado es el de Pero Sancho de la Hoz y de su lugarteniente, Juan Romero, los cuales en su afán de recuperar el poder por la vía del complot, acaban siendo degollados, bajo el cargo de traición a la corona.
Mediante el
contexto de la conquista, Droguett invoca y reconstruye nuestro pasado más
remoto, nuestro momento fundacional, para transportarlo a nuestro más inmediato
presente; el novelista desafía el olvido colocando el acento en las constantes
que, según su visión, atraviesan toda nuestra historia, sea escrita u omitida,
sea oficial o extraoficial. Sus novelas enmarcadas en este período resultan
plenamente actuales, por cuanto se erigen como un texto que enfrenta disyuntivas
atingentes a la realidad más inmediata: nuestra formación e identidad como
nación y continente, y su correspondiente destino trágico. La conquista no se
reduce meramente a un suceso histórico, pues se establece en la novelística de
Carlos Droguett como el evento que coloca en un plano fundamental, por medio de
la guerra, la violencia en clave de comportamiento habitual y permitido
alrededor de los procesos personales y colectivos que se presenciarán a futuro,
violencia que inundará todas las esferas de la vida chilena. Así, en la
perspectiva de Droguett se representará como un continuum natural en función de
la historia que vendrá, continuidad en la que el pasado permanece estando
presente, negando de esta manera cualquier tipo de quiebre o escisión.
Ejercicio crítico de revisionismo, las novelas de Droguett obligan a atisbar
nuestro futuro colectivo en el cruento albor americano. Origen y destino se
funden, inexorablemente, en sus páginas.
[1] Una tercera novela, “El hombre que trasladaba las ciudades” (1973), se ambienta en el mismo periodo histórico; sin embargo, constituye una obra independiente de las novelas que se mencionan en el presente texto.
[2] Droguett, Carlos. “Eloy soy yo”. Entrevista póstuma a Carlos Droguett. En Punto Final, Chile, n° 378, 29 de septiembre de 1996, página 19.
[3] Droguett, Carlos. “100 gotas de sangre y 200 de sudor”. Santiago, editorial Zig-Zag, 1961, página 13.