Patas de perro: Un aullido hacia el futuro
Droguett es raro. Es, convengamos, un escritor marxista al que se le cuela la moral católica, la interpretación católica del mundo. ¿O eso no es raro? Digo escritor marxista por su evidente deseo de utilizar la escritura como un medio para explorar la experiencia de las víctimas del sistema; de mostrar la violencia oculta, el extremo de la tristeza, de la gente que está rota, dañada, gente de una vida insomne y hambrienta, gente asesinada. Todo esto mediado por un estilo intenso, que va trenzando distintos narradores y que no cesa en su interés poético.
En su narrativa se exponen los cuerpos de obreros y estudiantes masacrados en una matanza (Los asesinados del seguro obrero y su versión novelada Sesenta muertos en la escalera), un niño mitad perro mitad humano maltratado por la sociedad en su conjunto (Patas de perro), un hombre que ha cometido un crimen y es acosado por la policía (Eloy), o un obrero borracho que termina hablando en un delirio etílico con el santito al que se encomienda y al que promete dejar de tomar (El compadre). Estas novelas, entre muchas otras, están escritas en el medio del desamparo inescapable, de una realidad amortajada, y de un misticismo que busca rescatarla.
Sin arriesgar demasiado, puedo aventurar que no hay alegría posible en las novelas y cuentos de Droguett (esto no es así en sus cartas que no son alegres, sino abiertamente chistosas). Muchos de sus personajes en algún punto están listos para reír, pero la risa es siempre una insinuación que se apaga con un golpe de realidad. Se les asoma la alegría solo para ser aplastada, para mostrar la torpeza de esa ingenuidad que es la esperanza. El sentimiento trágico de la vida en su obra va más allá de un modo de ver la realidad: se confirma con la experiencia real de la orfandad de los personajes y el mundo que los rodea, es decir, no solo tiene que ver con un modo de percepción del mundo, sino que el mundo es intrínsecamente trágico, arroja a los personajes al abandono, expone su fragilidad y los mutila. El oxímoron es una de las herramientas que más usa para expresar esta ingenuidad de la esperanza: las fiestas, por ejemplo, dejan “un relente de melancolía, de vaciedad, de inutilidad de todas las cosas de la vida”, o los amantes “llevan ya el suicidio en sus carteras” (PP 113). Pero que no haya posibilidad de alegría en sus relatos no significa que no haya risa posible. Por lo menos sí la hay en el espacio de la recepción; la sonrisa del gusto estético por la elaboración poética con la que describe toda esa sangre y ese dolor es reparadora.
En ocasiones muy contadas, también me he reído. Y creo recordar que ha sido solo en el contexto en que la rabia lleva a un personaje a desahogarse. La risa se da por esa justicia momentánea, a veces imaginada, que pone en ridículo o castiga al ofensor. Es como se ve, una risa dolorosa, porque en su fragilidad, al final se restituye la injusticia original. Carlos, por ejemplo, el narrador principal de Patas de Perro se desahoga con la señorita Estefanía, una solterona que le viene a decir que se vaya de la casa porque no se aceptan perros. Indignado, sin otro recurso que sus divagaciones –que son las doscientas y tantas páginas que leemos– se sale de sí y le grita: “señorita Estefanía, dígame de inmediato cuánto dinero necesita usted para comprarse unos kilos de pasta de dientes y tal vez pintura para las uñas y pinturas para los ojos, dos tachos de tintura azul para los ojos, cuatro ojos, dos para ella, dos para la hermana, véndame la casa, véndame la casa, la compro entera, con ustedes dos adentro, en un frasco de alcohol, y Gándara en una pipa de aguardiente, oh Dios, préstame dinero para comprar un poco de tranquilidad para Bobi” (58). Hay, como digo, una restitución de la justicia muy breve e ingeniosa, una venganza hecha de kilos de pasta de dientes y de pintura de ojos, que pone en el lugar de la autoridad a los ofendidos (Bobi y Carlos) y en el de los humillados a los ofensores (la señorita Estefanía y Gándara, el dueño de la casa). Uno se ríe como cuando un personaje de Tarantino se venga con el mismo uso de la violencia, y entonces dan ganas de aplaudir y saltar en la silla por el desagravio, y gritar ¡vieja de mierda paga tus faltas con tu ridículo! ¡wuaja!, cómete tus palabras y tu discriminación, al final eres infinitamente más fea que el pobre Bobi, que de hecho es grandioso. Pero la justicia –y por extensión la risa que provoca –, a diferencia de las películas de Tarantino, dura el lapsus de ese grito rabioso, que se calla desalentado, escuchando su propio eco y una notificación de desalojo bajo la puerta.
Desde Los asesinados hasta El compadre (Y más allá, hasta el Hombre que trasladaba ciudades, su última novela publicada el 73’), sus textos son montajes que pasan de la narración de un personaje a otro, casi siempre en primera persona, con cambios de focalización que están rara vez marcados por la puntuación. Esta vertiginosa y cambiante forma narrativa junto con los tropos y vuelcos estilísticos provoca una lectura ágil aunque a veces fatigosa. La estructura temporal también suele ser un collage de memorias, sueños, historias escuchadas y experiencias en tiempo presente que se entrelazan y se fusionan. En Eloy, por ejemplo, la experiencia de la persecución se va sumergiendo y ahogando en los tristes recuerdos del bandido, cuya historia representada por distintos narradores (omnisciente, soliloquio, monólogo interior directo, indirecto libre, etc.) podría servir de ejemplo –y sin duda que lo fue– para un catálogo del más esforzado de los teóricos del estructuralismo. En una primera lectura se puede ver ya su admiración por Faulkner, por Proust y por Kafka (lo indica también expresamente en su breve autobiografía escrita el ‘66). Y como ellos, sabe que cualquier intento por representar la realidad tal como es, está siempre mediado por quien la narra. Pareciera que esto se contradice con esta casi declaración de principios que hace en “Explicación de esta sangre”, al comienzo de Los asesinados del seguro obrero. Ahí, Droguett indica que él se apega a los hechos tal como son, que lo que escribe no es “un pedazo de la imaginación, es la sangre, toda la sangre vertida entonces que entrego ahora, sin cambiarle nada; sin agregarle ninguna agua” (8). Droguett sabía que la realidad, para entenderla, hay que enfrentarla experimentando con todos los posibles modos de narrarla: mirar de cerca los cadáveres, los desechados, los monstruos, no aguar la sangre sino entenderla ahí, en todo su espesor.
A Bobi, el personaje de Patas de perro, Droguett lo quiere, por eso lo escribe. Lo mismo le pasa con Eloy, con Ramón Neira (El compadre) y con Yuric (Los asesinados). Lo notable de Patas de Perro es que aquello que es común a toda su narrativa –la experimentación estructural y la exploración estética del sufrimiento–, está puesto al servicio de un elogio a la diferencia. Conocemos la historia de la novela: Carlos, uno de los narradores principales, protagonista/personaje que se lo lleva a vivir con él, renunciando al proyecto de casarse (la novia piensa que el niño perro es su hijo natural y se siente, por esto, ofendida). Cuidarlo, en este contexto, se vuelve un acto de bondadosa filantropía. El hombre no tiene un exceso de recursos, pero sí los necesarios como para acogerlo y proteger al pequeño monstruo de un mundo absolutamente despiadado. Como en el resto de su narrativa, hay un marcado trabajo estético y poético de la diferencia y también del sufrimiento. A la gente triste “la lluvia les amuebla la soledad, les pinta de riqueza la pobreza, les da un elemento que no entrega la seca realidad” (PP 193). Tematiza y poetiza el dramático mundo de la barriada, de los desposeídos, describe y analiza con un lente estético a la ciudad y al cuerpo humano en tanto ruinas, a la decadencia espantosa y bella de eso que llama “el temblor sufrimiento”.
Bobi es un monstruo, así, a la antigua: mitad y mitad. No es que sus patas de perro sean en realidad una malformación, son, tal cual, patas de perro. Ladra, vive en el suelo por costumbre, porque lo arrojaron a dormir en una manta a los pies de la cama desde que nació y también porque su lado animal así lo prefiere. Su inocencia, la “falta de hipocresía de los perros”, es lo que lo hace animal, más que humano. El elemento fantástico aquí viene a complementar la realidad, no es “un pedazo de imaginación”, es puro dolor sin diluir. Bobi, hijo de un borracho abusador y de una mujer que llora, es víctima de todos en la sociedad: los que no lo maltratan lo quieren exponer como animal de circo sacarle partido político. No se salvan ni los comunistas, ni el psiquiatra, ni el cura. Tampoco el narrador. Carlos –¿acaso el alter ego de Droguett?–, se encariña con Bobi, lo rescata, lo cuida, lo trata de humanizar, le compra unas botas por ejemplo, pero al tiempo se da cuenta de su torpeza y se disculpa.
Hablando consigo mismo y con Bobi, Carlos hace una meditación moral sobre la diferencia, “es que eres distinto, eso es lo que ellos no te perdonan, tienen miedo, miedo de perder su propia seguridad, la seguridad que le dan sus miembros conocidos” (220). Lo alaba, glorifica su monstruosidad. Le dice “la forma nueva y bella que tanta resistencia provoca” (221), o que es hermoso por su “frondosidad de la idea artística” (222), o incluso “tú, tan diverso, tan fuera ya de los límites de la Naturaleza, les muestras en todo el horror lo simple” (251). Esta defensa de la diferencia lleva incluso a proponer un mesianismo del monstruo: Bobi es un “enviado de Dios o de la Naturaleza” (223) que clama un aullido hacia el futuro, un mensaje al porvenir para intervenirlo. Su destino es difícil, le dice, “pero es extraordinario y creo que en cierto modo debes estar agradecido de tus sufrimientos porque no serán vanos, no serán desperdiciados, de ti solo depende que no lo sean” (223). Y hay que decir, el pobre Bobi también se tiene que bancar los largos discursos que le da su amigo, su benefactor. Como un amo, le da lecciones sobre literatura, le dice entre muchas referencias literarias y pictóricas, frases del tipo: “Tolstoi, aquel endemoniado santo eslavo” (223). Le habla para consolarlo, para expresar su compasión, pero también para enseñarle, para ilustrarlo, y para darle muchos consejos, tú haz esto y esto otro: “Bobi, ve y muéstrate, pero no te acomodes, no te disfraces, no te pintes, no te adornes, muéstrate tal como estas”. (251) Es decir, sé tal como eres y haz lo que digo. En su adoración de la diferencia, no puede evitar ser el hombre blanco que le enseña al otro lo que es el otro, al pobre lo que es la pobreza, a la mujer lo que es la mujer, y aquí, al monstruo lo que es el monstruo, lo que han significado los monstruos para la humanidad. Bobi, como todos los monstruos, sigue sirviendo para que el humano reflexione sobre su propia condición.
Carlos ama la diferencia de Bobi y la anhela; el culto a Bobi lo arroja en un sentimiento de soledad y de “normalidad” que lo embarga; también quiere ser un monstruo. Y es que Carlos no quiere ser simple, es decir, no es simple porque es el único que empatiza con el monstruo, el que le tiende el hilo para salir del laberinto –le tiende el hilo al minotauro no a Teseo–, pero también le da terror ser el individuo ordinario y corriente que es. Le da pánico quizás no ser un objeto estético, y entonces se apropia de la monstruosidad del monstruo y le dice: “Tú tienes patas de perro, tú tienes patas visibles de perro, pero yo las tengo espirituales, yo las tengo en el ánimo y en el alma, somos dos hombres incompletos, dos hombres no terminados”. Según esta lógica entonces, ¿todos los desposeídos del mundo son unos monstruos? ¿O aquellos que, como Carlos, tienen conciencia de su soledad? ¿En qué radica entonces la diferencia del monstruo?
Carlos quiere hacer libre a Bobi, pero no puede. No solo por la tesis que el libro quiere demostrar, que el monstruo no puede ser en su plenitud, con su contradicción, porque no hay posibilidad de libertad en el contexto de la explotación capitalista y la moral cartuchona y doble estándar chilena. Carlos no lo puede hacer libre porque él no lo deja libre. En cuanto narrador, se mete en su conciencia, en su modo de ver y de narrar el mundo, y aunque le pase la voz, aunque intente cambiar el foco hacia su conciencia, no puede porque no puede escapar de su propio lenguaje. El narrador –y acá diría yo el autor, Droguett mismo, a riesgo de que el teórico estructuralista de más arriba me increpe– no puede dejar de ser él y termina hablando por Bobi. Lo interpreta, lo analiza, y en una trampa lingüística bizarra, lo posee. Antes de la huida final de Bobi, el narrador le dice que se estaba exhibiendo con los comunistas el día de la manifestación, y Bobi responde con una pregunta: “¿No crees que debiera exhibirme solamente como lo hice con ellos, sin palabras, sin oraciones, prédicas, ofertorios, rezos?” (251). O “Esta noche me iré con ellos, no los puedo dejar, tú comprendes, la forma me llama, la forma me lo exige, soy su esclavo ahora, el padre ha dicho que tengo que serlo (…), que estoy indisolublemente pegado a ella, a esa forma sagrada y trágica, endemoniadamente santa, indisoluble, es como un sacramento esta forma para mi” (271). Ese modo de preguntar y de describir enumerando, es el signo de identidad del narrador. Es el narrador, hablando por Bobi. Es Droguett travestido en Carlos, poseyendo a Bobi, sufriendo el sufrimiento del monstruo. Pero a pesar de Droguett y de Carlos, el aullido del perro se escapa, porque el aullido no es lenguaje, es ruido, es grito. Bobi huye con los perros, va “hacia la oscuridad de la calle y el barro” (285), va –viene– hacia el futuro.