Perorata de una voz dislocada
Si yo pudiera, por ejemplo, ver mis adentros; hurgar en la gelatina espesa que me palpita, o si mejor, o si mejor pudiera quitarme los ojos y entregarlos en un plato de marfil… no, tampoco querrías eso, de mí esperan la lengua; las papilas robustas exigiendo castración. Eso es, si yo pudiera, si yo me despedazara la lengua con las encías hinchadas y después me ahogara la voz en bilis; así como una bestia sedada, sin palabras, sin sonidos, con los pulmones vaciados de verbos, solo así podría cruzar el espacio prolongado entre Dios y yo. Recorro el camino del punto A al B, salto al A y caigo idiota en la ruta que cruzan D y B; la traslación me extirpa tiempo y segundos en los que fundirme. De pronto, anhelo la destilación, que resbalen mis lágrimas teñidas de rojo y se esparzan en la tierra. Me hace falta la convulsión electrizante, deseo tragarme el corazón de un colibrí. Quiero el chisporroteo, la leche fermentada, pero no el cuerpo, no la piel, ni las uñas. Mi fantasía es salirme del cascarón y gritar que ahora entiendo. ¡Esto es, esto es! El ronquido de una garza negra me revienta los tímpanos; es el permiso que necesito para rendirte homenaje. Clavo mis rodillas en la tierra para mirarte de frente, para encandilarme las pupilas hasta llorar. El grito que se escucha tijeretea el cielo, lo araña dulcemente y sangra. Ya pasó, ya pasó. Lo peor ya pasó. Ahora puedo escuchar como mis bordes se queman, percibo el aroma de la manzanilla abriéndose en la planta de mi pie y siento el pico enano y duro de un pájaro prendido a mi pezón izquierdo. ¿Era esto? ¿Acaso era esto lo que me prometieron en la infancia? El magma helado, el sol partido en dos, la lluvia cristalina y pura. Esto es, esto debe ser. No puede haber otra cosa.
Tres minutos transcurren en el reloj, el tick, tick, tick incesante lastima mis orejas. La fantasía se diluye en mis manos, mi verdad está viciada y se revuelca en el lodo. No puedo alcanzarte porque mis manos son enanas, no pueden palparte de inmediato. Ojalá fuera suficiente abandonar las palabras para llegar a ti; la promesa de tu manantial me está vedada y la espera, que es un animal rabioso, hunde su hocico en mi vientre. Entonces, tomo asiento mientras el aliento se me escapa; aguardo a tu llamado, paciente y tranquila. En esos instantes de podredumbre, algo se desvanece en mí, ¿la voz?, ¿las lágrimas?, ¿el deseo de llegar a tu puerta? Comprendo que no hay respuesta, que, aunque me desolle cada consonante, me seguirá faltando espacio en la lengua para saborearte. ¿A esto veníamos? Eso es. Inicio el ensayo de mi perorata sobre la lengua, ese que empieza hablando sobre como sus músculos se encargan, primero, de tensarse delicadamente, para luego excitarse al ser liberados. La lengua se libra de cualquier veneno cuando se mueve como medusa, cuando se desliza por el espacio seductoramente y cuando se desenrolla en la boca del otro. Quiero hablarte (de mí) lengua porque en ella nazco y muero, me enseñó a tantear el mundo y explorar las superficies de las palabras. Se lastima y se cura sola. Se lubrica con panela derretida, se baña en té de hierbaluisa y cuando llora, se niega a ser vista. La amo tanto como la odio, dependo enteramente de sus movimientos y laceraciones; somos siempre -EllaYYo-, -YoYElla-, existiendo. En muchas ocasiones quise arrancarla, dormirla, hipnotizarla; rogarle por espacio y silencio. Es un castigo divino, la esperanza de algo que fallece cada amanecer; un pájaro soberbio volando por lo alto, con las alas magulladas. Pero es mi isla, mi isla cubierta de musgo y cangrejos enanos. Solo en ella puedo morir. Solo en ella. El trazo de mi lengua me permite vislumbrar la única certeza en la que nací envuelta: desarmar mi boca equivale a la muerte prematura de todas mis células. Me lo has repetido varias veces, te has desvestido en mi cama para marcar las sábanas con saliva y después escribir en las ventanas empañadas: nunca podrás hablar conmigo. Ojalá supiera cómo dilatar mi tiempo, extender mis venas en el campo; renunciar algún día a mi terquedad de alcanzar lo inexplicable, que ni siquiera existe ya porque transcurrió en una milésima de segundo y es así como en este momento estas palabras se agotan y me agoto yo. Entonces, no puedo alcanzar nada, esto que digo se deshace en este preciso precioso momento; no existo. Lo que pesa y lastima es la lentitud de mi cuerpo, armatoste idiota que ni siquiera comprende de aquella chispa agitada que se levanta en el aire cuando mi voz se calienta y dispara. Mientras me observas, lames la comisura de tus labios, te entretiene ver a un animal herido. Regreso a mi ejercicio idiota, que tan solo es la radiografía de una niña que quiere salirse de su propia lengua.