Ilustración: Perros jugando al póquer, por Cassius Marcellus Coolidge
Perros jugando al póquer
En lo negro del cielo, cuelga la luna cuarto menguante. Hay una especie de frialdad anormal en el ambiente. Se debe, piensa, al frente frío que toca entrar por esas fechas, una vez al año, como si también los fenómenos atmosféricos, además de la comida, estuviesen racionados por órdenes de arriba. Sonríe, cambia la emisora de radio y sube la ventanilla. Es una noche atípica, llevan tres horas ahí, desde las once y pico, y todavía el Gnomo no ha podido conseguirle ningún turista. Por ende, no ha podido dar ninguna carrera y no han podido ganar nada. La noche, como otras, no les promete nada.
Robe lleva varios meses dedicándose a eso, por la izquierda, exactamente desde que su mujer parió, para poder comprar cosas y darle una relativa comodidad. La situación, como todos dicen, ha tocado fondo: no hay comida, no hay nada. La despenalización del dólar, malo que bueno, les ha permitido sobrevivir, ganarse la vida medianamente a costa de los turistas. En su Lada 2107, porque el Gnomo le planteó la idea y le pareció lo mejor dentro del panorama lúgubre del país, se parquea todas las noches en las afueras del hotel Comodoro, en Playa, espera que el propio Gnomo se pare afuera de la discoteca, consiga algún turista que vaya de salida con su pareja y entonces, si acepta, lo llevan hacia su destino. Siempre cobran en dólares. Robe hace de chofer, el Gnomo de buquenque. Se reparten las ganancias iguales y con eso, tanto el uno como el otro, puede sobrevivir, ganar alguna bocanada pequeña, en medio de tanta crisis.
En la mejor noche, hicieron cuarenta dólares. De eso y de la mitad del Gnomo se destinaron cinco dólares para gasolina —como pactaron desde un inicio— y para comprarle una goma nueva al Lada. La peor de las noches, se han ido de ahí con solo diez dólares: cinco para cada uno. Con la frialdad que hay, parece que será una noche de diez, si tienen suerte.
Robe nota que se le acerca una mujer. Un vestido de lentejuelas, algunas brillan bajo los escasos faroles del lugar. No solo está Robe en el Lada, hay más personas, casi seis o siete, pero ella va directo a él. Todos para lo mismo, pero en distintos carros. Le baja sutilmente el volumen al radio y espera que le toque el cristal de la ventanilla. Al bajarlo y verla bien, cae en cuenta de que se trata de Mama, como le dicen ellos dos.
—Robe, mijo, déjame entrar, que hace un frío del carajo —le dice ella, sobándose los codos. Mama es una jinetera. Para tener sus casi cuarenta años, vestida se mantiene en forma. Robe no quiere pensar cómo se verá desnuda. El Gnomo le ha dicho varias veces que Mama, que no se llama así sino Dora, está puesta para él, que ese huevo quiere sal, pero, en realidad, a quien le gusta Mama Dora, es al Gnomo.
El mote de Mama, por supuesto, es un chiste entre él y el Gnomo debido a la conjunción fónica de su mote con su nombre, consiguiendo así, dicho de carretilla, una de sus habilidades sexuales que más la destacan, según ella misma les ha dicho. El Robe y el Gnomo la conocieron, justamente, una noche en la que Rómulo, el gallego que estaba con ella, les solicitó el servicio para que la llevaran hasta su casa. El Robe no fue capaz de intuir que, cuando arrancó y escuchó que ella le dijo “Apúrate, apúrate”, fue porque le había robado al gallego la cifra de casi cuatrocientos dólares. Rómulo, el gallego, un tipo arrugado a más no poder, se tiró delante del Lada, esa noche, y con las dos manos sobre el capó, hizo que frenara y por supuesto, que Mama Dora se apeara. Casi que esa vez se buscan un lío, recuerda el Robe. Bien que la policía podía llevárselo a una unidad y por dedicarse a llevar turistas, algo que además es ilegal, y ser partícipe de un robo, le pueden quitar el Lada muertos de risa. Por suerte, nada de eso pasó. Rómulo el gallego y Mama Dora llegaron a un arreglo verbal, Robe supuso que ella le devolvió el dinero o algo, y como si no bastasen los sucesos, media hora después, casi que como un gesto surrealista el Rómulo volvía a solicitarles el servicio para transportar a Dora.
—El lío es que ese gallego es un descarao —dijo Mama, esa noche, de camino a su casa—. Lo que pasa es que no podía singar porque estaba con diarrea, se la mamé un poco ahí, pero qué va… no podía. Cada cinco minutos tenía que ir al baño, era imposible ganarme algo con él. Entonces vi el fajo de billetes en la gaveta, lo cogí y salí de ahí. ¿Qué cosa…? Si no singa, no es mi problema. Me tiene que pagar.
El Robe la mira, se toma su tiempo. Le dice:
—No inventes, Mama. ¿Tú no estás trabajando? Dale, muévete, muévete.
—No, si con este frente frío la cosa está muerta hoy.
—Dale, dale. Que si viene el Gnomo con alguien, voy a tener que bajarte y no estoy para eso.
—Robe, coño, qué malo eres.
—Dale, dale, que yo te conozco, Mama.
—Chico, ven acá, ¿por qué lo de Mama, eh? Tú y el enano ese me tienen más cansada con eso…
—Ah no, si no lo entiendes es tu problema, Mama —y separa en sílabas el Mama final.
La ve dirigirse a otro carro en busca, tal vez, de un poco de calor, pero todos le dicen lo mismo. Le dan curva. No es bueno tener a una jinetera durmiendo en un asiento porque eso, según dicen, espanta los clientes. Es una cosa lógica, piensa, si tuviese que subirse a un taxi, no lo haría a uno con una mujer durmiendo en el asiento trasero.
En ese momento, antes de sumirse en alguna idea para matar el aburrimiento, ve venir al Gnomo. Un poco más atrás, al parecer, cree, viene una pareja de extranjeros. En toda la noche no se ha fijado, pero viéndolo acercarse, Robe nota que el Gnomo tiene puesto un pulóver con una imagen de unos perros jugando al póquer. No solo lo ha visto en ese pulóver, sino también lo ha visto en varios afiches. Es una imagen famosa, vagamente cree recordar que se trata de un cuadro, o algo de eso. En el pulóver del Gnomo, cuando lo tiene más de cerca, nota que uno de los perros le está dando, con una pata y por debajo de la mesa, una carta a otro perro. Hace trampa, piensa. Lógicamente, el perro está haciendo trampa para ayudar a su amigo, piensa. Lo mismo que hace él con el Gnomo: trampa, arriesgarse a caminar por la cuerda floja de la ilegalidad para sobrevivir, para salvarse mutuamente: el Gnomo consigue los clientes y el Robe los transporta. Sin saberlo, piensa, son dos perros jugando al póquer.
—Robe, consorte, esta pareja quiere moverse a la Habana Vieja, ¿qué tú crees?
—Coño, ¿Habana Vieja?
—Sí, por el Prado creo que me dijo.
—Pregúntale bien, Gnomo.
El colega, martirizado con semejante mote por su baja estatura, les pregunta y la pareja lo certifica: sí, Prado.
—Diles que treinta, Gnomo —le dice Robe, bajito.
—Dicen que está bien.
—Entonces, métele. Menos mal, coño.
El Gnomo les abre la puerta de atrás. Se trata de un señor de casi cincuenta años, parece francés o algo, habla muy mal el español; y de una mulata de veintitantos años. Tal vez, piensa Robe mirándolos por el espejo, no llegue ni a los veinte. El Gnomo bordea el Lada y se sienta en el asiento del copiloto.
El Robe apaga el radio. La noticia que dan sobre el plan de exportación de tabacos no le interesa y mucho menos le interesará a la pareja. Se pone en marcha y antes de salir del hotel, le pregunta al Gnomo:
—Mi hermano, ¿tú has jugado al póquer alguna vez?
—No —dice el Gnomo, casi riéndose—. ¿A qué viene eso, consorte?
—Nada, cosas mías —y sale por fin del hotel.
Al menos la madrugada ha sido bendecida con treinta dólares, piensa. Por el camino, cada cierto tiempo, el Robe mira el pedazo de luna que brilla en la oscuridad. Treinta dólares, la frialdad, una luna cuarto menguante.