Pichaçao II
Pichaçao es una novela, que iremos publicando al modo de un folletín (a razón de una entrega por semana), y ante todo una crónica sobre el arte del pichaçao y la existencia oscura del escuadrón anti- pichaçao. Los invitamos a leer el primer capitulo aqui.
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II.
Creo que hace más de una semana que no escribo. Estos últimos días no me dieron respiro. Si me pasa algo quiero que el que lea esto busque a Miguel. A medida que pueda voy a ir escribiendo y subiendo todo a Facebook. Gracias a los que se están preocupando y comentaron la primera parte de este intento de crónica. Esta semana no tuve tiempo para responder nada. Me persiguieron por todos lados, incluso quisieron secuestrarme. Recién ahora me doy cuenta de que quizás lo mejor hubiera sido escribir desde el comienzo poniendo la fecha, haciendo una entrada por día, como en un diario íntimo o de viaje. Prometo que la próxima vez que me siente a escribir voy a comenzar a implementar este sistema. Ahora, debido al poco tiempo que me queda para terminar de armar mi mochila e irme, voy a seguir así. En cualquier momento pueden venir a buscarme. Termino de escribir lo que pasó durante estos últimos días y me voy de la ciudad. No tengo tiempo. Lamento mucho no tener todavía el verdadero nombre de Frigietti para dejarlo asentado en esta entrada. Pero ya lo voy a descubrir. Y se hará justicia.
Hace más o menos diez días, mientras estaba comprando algo para almorzar en un almancencito que está a dos cuadras de mi casa, me llamaron por teléfono desde un número privado. Dudé en atender. La llamada podía ser de algún banco, o algo por el estilo, como suele pasar. Aunque también podía ser de parte de mis extorsionadores. Atendí. Dije “hola” por lo menos dos veces, y después de varios segundos una voz robótica dijo: “Si querés seguir vivo, andá mañana a las siete de la tarde a la plaza Sarmiento.”
Es por lo menos alarmante la facilidad que nos brinda la tecnología para poder, si quisiéramos, extorsionar con los instrumentos adecuados. La voz robótica se crea con cualquier sencillo programa de computadora. Recuerdo haber instalado un programa que no logré manejar, nunca supe cómo generar un audio, sólo lograba probar los efectos sobre mi voz pero no guardarlos. Igual tampoco me esmeré demasiado en aprender, si me hubiera empecinado o hubiera tenido necesidad, le habría pedido ayuda a Miguel, o habría buscado un tutorial; en realidad, ni se me cruzó por la cabeza buscar un tutorial en esa oportunidad.
Sin pensarlo demasiado, decidí ir a la Plaza Sarmiento. Quizás el automatismo de mi decisión se deba a algún tipo de práctica conductual que mis extorsionadores vienen ejerciendo sobre mí. Quizás simplemente no lo pensé. De todos modos, creo que con este tipo de personas todo es posible. Se trata de personas entrenadas para esto; lo noto en el hecho de que se encargan de perturbar mi vida comprando momentáneamente mi silencio con amenazas de todo tipo, sin que nadie de mi entorno, excepto Miguel, sepa o se entere qué es lo que está pasando.
Cuando llegué a la plaza algunos puesteros ya comenzaban a levantar sus libros. A pesar del frío todavía había mucha gente por San Luis. Mientras esperaban el colectivo, las personas parecían amontonarse intencionalmente para soportar mejor el viento que desde hacía unos minutos soplaba con mayor ímpetu. Yo no sabía con quién me tenía que encontrar, ni qué tenía que hacer. La voz robótica de la llamada sólo me había dicho que si no quería morirme tenía que ir a la plaza a las siete de la tarde, no había dado más detalles. Sentí que debía disimular. Supuse que con dar una vuelta a la manzana lo lograría. Supuse mal. Di cuatro. Recién después de la segunda me di cuenta que tenía puesto el gorro de lana. Me lo saqué para que me reconocieran sin dificultad; si había ido a la plaza era para que pasara lo que tuviera que pasar pero para que, justamente, pasara algo. Cuando estaba terminando de dar la cuarta vuelta y ya empezaba a caminar hacia el centro de la plaza para fijarme si desde ahí lograban verme, un taxista frenó por Entre Ríos y empezó a gritarme y a tocar bocina: “Flaco, FLACO, eeh, fLá-CoO; ey maestro! Miraamelaputamdree! Ey!” Yo lo escuchaba, pero no respondía porque apenas vi el auto pensé que otra persona, desde algún rincón de la plaza, podía venir a mi encuentro para desmayarme de un golpe y meterme adentro del taxi estacionado por Entre Rios, secuestrándome sin que nadie lo notara.
El taxista se bajó – recuerdo que iba vestido con una campera del París SaintGermain-, dijo que era un simple mensajero y me dio un sobre tamaño carta. El sobre era blanco. En el margen horizontal menor, en una distinguida cursiva de color verde, se leía: “Doctor Roberto Nicasio Frigietti.” Adentro del sobre había una invitación formal para ir al estudio jurídico del Doctor Friegietti al día siguiente. El propósito de tal invitación no se especificaba, pero a esa altura ya no era necesaria ninguna aclaración: los del escuadrón querían hablar personalmente conmigo; pensé en un tregua: “tiene que haber alguna forma de salir vivo”, me dije. Fui. En la carta decía que el estudio jurídico del Doctor Frigietti quedaba en el centro, decidí ir caminando después de que salí del banco, estaba relativamente cerca. Cuando leí la dirección me di cuenta que era la de tribunales, y me vi en la duda: esperar que alguien viniera por mí -como había hecho de cierto modo en la plaza- o entrar y preguntar por el estudio del “Doctor Frigietti”. No hizo falta que me decidiera, apenas llegué se me acercaron dos policías, me pidieron el documento y sin mayor explicación me subieron a un patrullero. Yo gritaba que no había hecho nada mientras ellos me precintaban las manos. La gente del Sablé París que está enfrente ni miraba: en los bares que están cerca de tribunales los ojos están ciegos de tanto ver (y no ver). Una oficial de unos treinta y cinco años arrancó el patrullero. Recuerdo que encendió las sirenas, hicimos una cuadra y doblamos a toda velocidad por Dorrego, cruzamos Pellegrini con el semáforo en rojo. A la altura de Pasco y Dorrego – entre los dos oficiales que iban conmigo en la parte trasera del patrullero- me vendaron los ojos mientras yo tiraba manotazos y gritaba inútilmente.
Dimos varias vueltas para que yo me desorientara y no pudiera conjeturar hacia dónde me estaban llevando. En realidad, nunca entendí por qué me vendaron los ojos si al final me dejaron ver dónde estaba. Puede que sea una costumbre particular del oficio del secuestrador pago o del cana. No lo sé. Después de quince o veinte minutos llegamos a un lugar al cual ingresamos con el auto. Me bajaron del patrullero y me pusieron más precintos arriba de los que ya tenía. Pude percibir que había mucho movimiento, gente hablando, algunos incluso gritando. Estaba en una comisaría y me estaban llevando desde un patio hacia el interior del edificio. Me trasladaron hasta una sala, me sacaron las vendas de los ojos, y me indicaron a punta de pistola que me sentara en alguna de las sillas de madera que estaban junto a la pared. Unos pocos minutos más tarde, desde una oficina que tenía enfrente con la puerta cerrada, se escuchó una voz que dijo en un tono lacerante pero relajado: “Que pase…” Yo me levanté, miré a los dos policías que me seguían apuntando haciendo gestos de afirmación con la cabeza, abrí la puerta y entré.
Una vez adentro, un hombre de unos sesenta años me dijo: “Sentate. Yo para usted soy Roberto Nicasio Frigietti, pensé mucho tiempo en qué heterónimo utilizar y finalmente me decidí por este, espero que le guste. Me imagino que sabe por qué está acá, ¿no?” El tono de impostado respeto con el que Frigietti hablaba me inspiraba un temor casi indisimulable. Le respondí que sí, que me imaginaba que tenía que ver con que yo había descubierto la existencia del escuadrón, y con que tenía pruebas incriminatorias y que por eso me habían empezado a extorsionar y a perseguir de esa manera tan particular. Frigietti levantó los lentes sobre las cejas, y dijo sonriendo: “De las pruebas es justamente de lo que queremos hablarle. Usted fue citado en la plaza y posteriormente traído acá para que fuera informado sobre la decisión que el Estado tomó respecto de su situación. Usted tiene tres opciones: firma este papel vivo, muerto, o suicidado. Es decir, usted vivo, muerto, o suicidado, va a firmar este papel. Usted firmará su muerte. Y ahora se va a levantar y va a salir tranquilamente por la puerta, sabiendo que tiene entre dos semanas y un mes (dependiendo de su conducta) para despedirse de sus seres queridos. Qué sea muy feliz. Aproveche el tiempo. Vaya.”
Me habían declarado muerto en vida. Sólo me habían dado tiempo para saludar a mis seres queridos y nada más, después me matarían. Frigietti me dijo, claramente, que me daría entre quince días o un mes dependiendo de mi conducta. Ya se cumplieron las dos semanas. No sé cómo medirán mi conducta. ¿Viendo si sigo publicando en Facebook este intento de crónica? No creo, a ellos no le afecta que publique, todo lo contrario, usando Facebook les regalo en bandeja mi geolocalización. Sólo piensan en matarme y silenciar el caso.
Recuerdo que al salir de esa oficina pasé delante de los oficiales que ya no me apuntaban, ni tampoco me miraban. Atravesé el patio en dirección a la salida, y cuando crucé el portón me di cuenta que estaba en el “ISEP – Instituto de Seguridad Pública de Santa Fe”, más conocido como “la escuela de cadetes” o “la escuela de policías.” Me estaba yendo porque ellos así lo disponían. Ése es el increíble nivel de soberbia e impunidad con el que se maneja el escuadrón. Empecé a caminar por Alem sin destino, con los autos de frente. Ya era de noche y había bastante movimiento. Hacía frío. El centro recién empezaba a desagotarse. Cuando estaba llegando a Pellegrini la desesperación de saberme muerto -y no poder hacer nada- me jugó una mala pasada. Tuve un ataque de pánico: mis piernas se empezaron a dormir, como pude crucé la avenida, y de la mano que va para el Parque Independencia me subí a un taxi para ir hasta la casa de Miguel, que no me atendía. Por suerte, Miguel estaba ahí. Desde esa noche me quedé en su casa esperando que vinieran a buscarme.
Ya tengo la mochila lista, sólo me queda la compu en la que estoy escribiendo ahora. Espero que no se me corte Wi-fi antes de irme. Qué pasó durante los últimos diecisiete días que pasé en la casa de Miguel lo voy a dejar asentado en otra oportunidad. Voy a optimizar el tiempo y voy a contar las cosas por las que estoy huyendo. El lunes de esta semana cuando salía del banco, una señora que se ayudaba con un bastón para poder caminar se frenó al lado mío y me preguntó la hora. Después de que se la dije, se sacó los lentes de sol y -mirándome fijo a la cara- me dijo “mirá que estos son mucho más prolijos que el patrón del mal”. Lanzó una risotada, se volvió a poner los lentes de sol, empuñó el mango del bastón, y se fue caminando despacito –pero a paso firme- hasta la parada de taxi. A mí en ningún momento se me cruzó por la cabeza decirle ni preguntarle nada, evidentemente usan a las señoras para mandar recados extorsivos. Lo que desconozco, y por más que se lo hubiera preguntado, la señora no me lo habría respondido, es si ellas, las señoras mayores, ocupan algún cargo -o algo por el estilo dentro del escuadrón anti-pichaçao. Esa fue la segunda vez que la extorsión se realizaba a través de una señora, la primera, lo recordarán, fue la de la señora que habló con Miguel en el banco. No sé si no son la misma señora, diría que la descripción que me dio Miguel no coincide con la señora que me crucé afuera del banco, pero no estoy muy seguro porque no la miré con detenimiento; no recuerdo el color de pelo que tenía, sólo recuerdo que tenía uno de esos gorros de gamuza que parecen gorros y sombreros a la vez, azulado, de un azul brillante.
Dos días después, es decir, el miércoles, cuando yo salía del bar que está en la esquina del banco -era relativamente temprano, habrán sido más o menos las nueve y cuarto de la mañana- dos tipos en moto me pasaron muy cerca, casi me rozaron. El acompañante me miró fijo – ambos tenían sus rostros descubiertos- y tiró dos tiros al aire gritando: “¡Ya está! ¡Dale!” Su voz todavía revotaba entre las paredes de los edificios cercanos, cuando desde la esquina apareció una trafic que dobló en contramano y frenó en frente de la moto.
Fue la primera vez que les noté un error estratégico, o de ejecución tal vez, pero error en fin. Desconozco si la orden era dar el golpe en cualquier contexto, a cualquier hora, incluso en los horarios del café, o si fue decisión de los ejecutantes. Lo cierto es que el bar a esa hora está lleno de gente. Es un bar-cafetería que está ubicado en pleno centro en frente de un banco. Convengamos que no es un lugar muy apropiado para hacer un secuestro. En realidad, ya ni sé por qué pienso que fue un error estratégico si la impunidad con la que Frigietti y su gente se manejan les permite este y otros tantos “errores”.
De la trafic se bajaron dos tipos encapuchados y el tercero que estaba en el interior del vehículo abrió la puerta lateral corrediza. Sentí las manos de uno de ellos apretando mi cuello, con la intención de clavarme los dedos. De golpe escuché un disparo. El que me estaba apretando el cuello hizo dos pasos herido, tambaleándose, e inmediatamente lo atraparon. Los dos de la moto fueron los primeros en irse. El que también se había bajado volvió a subirse y logró arrancar la trafic mientras su otro compañero cerraba la puerta y le disparaba al policía que me había salvado. Fueron en reversa hacia las esquina donde el conductor enderezó la trafic, hasta ponerla en el sentido de la mano, y salieron patinando, mientras el policía continuaba disparando. En lo único que pude pensar en ese momento fue en la cara de torturador que tiene Frigietti.
La policía me dijo que tenía que acompañarlos al destacamento para radicar la denuncia, y que yo era testigo clave de la balacera. El delincuente había recibido el disparo en la pierna, no era de gravedad. Recuerdo que la ambulancia no tardó en llegar pero nosotros tardamos bastante en irnos del lugar. Cuando llegamos al destacamento, yo temblaba. Estaba completamente seguro de que Friegietti ya estaba ahí, y sino que seguro ya había llamado al comisario en cuestión para decirle qué hacer conmigo. No pasó nada, radiqué la denuncia, declaré como testigo a favor del policía que me había defendido, y me fui. Apenas salí de la comisaria, ya lo tenía decidido, el tiempo se me estaba agotando y ellos iban a matarme hiciera lo que hiciera. Llamé a Miguel y le dije que publicara todas las pruebas incriminatorias. Ya estaba jugado. Fue un manotazo de ahogado, no nos sirvió de nada. A los quince minutos me llamó Miguel diciendo que los hackers ya nos habían descubierto, que habían borrado de la web todas las pruebas incriminatorias y que habían infectado su computadora y la mía. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que tenía que irme de la ciudad.