Foto: Francisca Echeverría (@kikaeche)
Piñera y la soberanía
«Soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción«,
Carl Schmitt (1922).
A menudo se tiende a considerar por estado de excepción una facultad constitucional que otorga prerrogativas especiales al ejecutivo ante circunstancias extraordinarias que lo ameriten, o bien un régimen de facto que se ejerce de forma autoritaria y antijurídicamente.
Pero en la teoría de Carl Schmitt, estado de excepción es un hecho consustancial al ordenamiento jurídico que se relaciona con este por medio de su suspensión transitoria. Cuando Schmitt, en “Teología Política” (1922), refiere a la decisión soberana como fundamento de la excepción, está completando el paradigma inaugurado antes con «La Dictadura» (1921), donde definía las funciones tanto del poder constituido (dictadura comisarial) como del poder constituyente (dictadura soberana), es decir violencia que conserva el derecho y violencia que lo funda.
Si con Schmitt podemos interpretar que la excepción es el fundamento de la norma –digamos su condición de posibilidad–, la paradoja resultante de aquello explica las aporías contemporáneas de nuestro ordenamiento jurídico. Por eso, y a diferencia de Walter Benjamin para quien el estado de excepción deviene regla, en Schmitt esto es inaceptable. Y aunque su esfuerzo consiste en separar la excepción de la situación normal del derecho, sin embargo las vuelve copertenecientes. La complejidad de aquello reside en el paradigma de la Decisión y su expresión en el ámbito de la soberanía.
Exactamente como la norma es aplicable al caso particular sin que ello dependa (o se deduzca) del contenido general de la norma pero tampoco sin apartarse de la misma, también la decisión soberana es diferente de la normalidad jurídica pero la contiene en su propia excepción. Diferente pero no opuesta, como sostenía Jaime Guzmán (lector de Schmitt) sobre el vínculo entre dictadura y democracia. Entonces su despliegue requiere de una individualización (o institucionalización) específica para tornarse operativa como excepción, de donde surge la paradoja constitutiva del régimen jurídico moderno en la determinación de adjudicarse la decisión soberana, que Guzmán se la confiere a la Junta Militar, instancia que luego deberá ajustarse a las condiciones democráticas que la Constitución establece.
La conexión de las categorías formales con el análisis concreto del ejercicio del poder, es fundamental para comprender la excepción como la fuerza inherente al derecho, proveyéndole de contenido y vigencia, lo que hoy constitucionalmente recaería en la Presidencia de la República, no por nada la principal magistratura del país y garantía de su estabilidad institucional. La Constitución de 1980 le otorga, entre varias facultades que le son exclusivas, la de la “potestad reglamentaria en todas aquellas materias que no sean propias del dominio legal, sin perjuicio de la facultad de dictar los demás reglamentos, decretos e instrucciones que crea convenientes para la ejecución de las leyes” (Artículo 32, 6°). De ahí nacen las resistencias de las fuerzas del orden ante las demandas por una asamblea constituyente, que traslada la decisión a un ámbito no contemplado en la arquitectura institucional.
En ese sentido es que los reproches a Sebastián Piñera por su foto en Plaza Dignidad, formulados desde una perspectiva psicológica o valorativa, no contribuyen a comprender la profundidad del problema. Pienso que esa estrategia argumentativa es errada porque ha cedido a la tentación efectista de patologizar un problema que es fundamentalmente jurídico y político a la vez, y que se explica en la relación aporética entre potencia y acto (norma y aplicación), aquello que Jacques Derrida asociara al «fundamento místico de la autoridad». De este modo, los actos de Piñera en su calidad de Presidente y Jefe de Estado, serían “fuerza-de-ley”, localizados en el páramo (tierra de nadie) que se abre entre las leyes y la aplicación del derecho, allí donde la norma está vigente sin ser ejecutada: “el estado de excepción es un espacio anómico en el que se pone en juego una fuerza-de-ley sin ley” (Agamben, 2019: p. 87).
Esto ha de ser especialmente relevante para quizá comprender el motivo por el cual resulta de una complejidad mayúscula llevar al Presidente de la República ante un tribunal para ser juzgado. Incluso formular acusaciones en su contra que puedan ser acreditadas respecto a su proceder. La razón de esto no se debe tanto a la impericia del poder legislativo en el caso de las acusaciones constitucionales, como a la excepcionalidad de su cargo, autorizado en la pura decisión para transgredir las reglas aplicables al resto sin por ello violar el régimen jurídico en general. Esto no quiere decir, desde luego, que las funciones del Presidente de la República no se ajusten a una normativa que las defina y limite, sino que puesto que la naturaleza jurídica del cargo es excepcional, impide discernir totalmente entre norma y anomía. En definitiva, cualquier orden jurídico fundado en la decisión, arrastrará consigo esta paradoja de origen.
Si la excepción que es decidida por el soberano, es la forma jurídica de aquello que por definición no puede tenerlo, es entonces la zona de anomía –como observa Giorgio Agamben– que ha sido capturada por el Derecho. Por eso el estado de excepción de Schmitt no es absolutamente anómico conforme refiere a un contexto jurídico, y al mismo tiempo es la suspensión transitoria del derecho, lo que lleva a Agamben a pensar que en realidad se trata de un umbral de indistinción entre norma y anomía.
La novedad de la lectura de Agamben es que tal vacío anómico inscrito en un contexto jurídico en la forma de la desactivación del derecho, no es necesariamente un momento paradigmático (como el estado de excepción constitucional o la dictadura), sino una constante en la aplicación del derecho, en la medida que su actualidad y eficacia dependen exclusivamente de la permanencia de aquello que lo autoriza: la decisión soberana a través de la excepción. Es de este modo que debe leerse la tesis de Benjamin acerca de que «el estado de excepción es la regla».
Esa excepción soberana, referente subjetivo del derecho, recae en la figura de Sebastián Piñera (podría decirse lo mismo de los miembros del Tribunal Constitucional). Pero entiéndase: no el narcisista obsesivo con su autoimagen, no aquel individuo que es valorativamente juzgado, sino el Presidente de la República, que no ha hecho más que evidenciar de forma patética y decadente, la estructura aporética del régimen jurídico y su paradigma decisionista, que curiosamente nos empeñamos en defender. Eso explica el motivo por el cual el «partido del orden», durante los meses de revuelta, le ha otorgado blindaje a Piñera. Porque quizá como nadie, este presidente simboliza el hecho de que la excepción hace la norma.
El problema no es tanto si el poder constituyente puede llegar a adquirir una forma democrática (y no dictatorial como en Schmitt), sino que el hecho mismo de mantenerse conectado a la norma jurídica a partir de la excepción fundacional, implica que el derecho actúa como un dispositivo de captura que está en condiciones de codificar incluso aquello que lo interrumpe y suprime. Paradoja que únicamente se justifica escindiendo (metafísicamente) la norma de su aplicación. De ahí que la idea de un «verdadero estado de excepción» para Walter Benjamin remita a una situación absolutamente ajena al contexto jurídico, que no lo funda ni lo conserva, sino que da paso a una nueva forma de vida y a un nuevo uso del derecho.
Si estas cuestiones no son contempladas en el debate constitucional como problemáticas centrales a tratar, la máquina decisionista del derecho y su teología política –de todos modos subordinada a la facticidad del modelo económico– podrá transformar los deseos emancipatorios en nuevos y más distópicos regímenes de dominación, tal como ha ocurrido en la historia de la modernidad.