"Behemoth and Leviathan", por William Blake (detalle)
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El poder no siempre se dirige hacia el orden. Esto no solo vale para el caso de una facción que se aproveche de una situación confusa para hacer avanzar su propia agenda y hacerse del poder. La inestabilidad y el desorden son también técnicas de administración política. El ejemplo más conocido en nuestro tiempo es el de la Alemania nazi, que, lejos de ser un modelo de centralización, “capitalismo de Estado” o Estado total, como sugieren las interpretaciones más extendidas, fue pionera en la privatización de sectores estratégicos de la economía y la promoción de ejércitos, policías y burocracias paraestatales. Algunos dicen que fue puro neoliberalismo avant la lettre—hay un elogio de Ludwig von Mises y otros de su círculo a los regímenes fascistas por “haber salvado a Europa” del comunismo. “Salvó al país”, siguen diciendo de otro unos que quedan por acá y allá.
De ahí que Franz Neumann titulara como Behemoth a su estudio sobre “la estructura y práctica del nacional socialismo” (primera edición en 1942, edición expandida en 1944), una referencia al libro del mismo título de Thomas Hobbes, menos conocido que su Leviatán. Este último nombre resultó muy apropiado para el ideal de Estado de su autor, porque se trata de un monstruo del océano, y ese es un mundo que los humanos no habitan por definición. El monstruo acuático es para Hobbes una garantía de la libertad para quienes viven dentro de los límites del Estado-Isla de Gran Bretaña: sólo lo conocerán quienes se aventuren a cruzar sus límites o quienes, desde fuera, intenten entrar a ella. El Leviatán es invisible desde tierra firme.
El Behemoth, en cambio, es un monstruo terrestre y visible. Hobbes lo imaginó como el opuesto de su Leviatán y una metáfora de la dictadura de Cromwell, la Commonwealth, resultado del compromiso entre los intereses comerciales de Londres y otras ciudades, las sectas religiosas radicales y el New Model Army, este último un nuevo ejército permanente y profesional que le permitía ganarse la vida a aquellos que no conocían otra forma de sustento que la guerra—al igual que una policía, se trató de un ejército que operó principalmente al interior del territorio de la Commonwealth. Lo que aparentaba ser un nuevo Estado no era más que el uso faccioso que hacía del aparato público cada una de las partes involucradas para impulsar sus propios proyectos, expandiendo o limitando sus atribuciones según fuera conveniente. En medio de este concierto, el dictador arbitraba entre los distintos intereses y también promovía los suyos. Un arreglo similar, en la interpretación de Neumann, fue el que rigió Alemania y sus territorios conquistados durante el periodo nazi, involucrando al partido con conservadores tradicionalistas, las grandes compañías y el ejército.
En oposición a la soberanía concentrada del Leviatán, este tipo de régimen puede ser descrito como uno de soberanía difusa. Su rasgo más notable es la superposición de funciones de los distintos actores sociales, en oposición a la especialización funcional que ciertos autores gustan de definir como el sine qua non de las sociedades modernas. En estos cuasi-Estados siempre hay más de una policía, las que pueden o no colaborar entre sí, porque sus alianzas y enemistades son siempre transitorias, tal como sus integrantes que pasan de una a otra organización. Generalmente no se llaman a sí mismas policías y tienen otros nombres, por lo que no son fácilmente reconocibles como tales: “vecinos”, “bandas”, “colectivos”, y otras ambigüedades según el milieu. Además de la policial, estas organizaciones suelen cumplir otras funciones, las que pueden empresariales, administrativas, políticas, criminales, etc. Ellas operan también como un trampolín para sus integrantes más ambiciosos. Otro rasgo interesante del cuasi-Estado es que el ascenso social no se da tanto de manera vertical como diagonal: una figura emergente se integra a una de estas organizaciones para ser un traficante de favores sexuales, popularidad y coolness, perfilándose así una carrera como exitoso narco-empresario, luego pasará a ser funcionario público, asesor o productor de algo. Con el nuevo cargo su fortuna crecerá tanto que le permitirá hacerse conocido como filántropo, quizás se hará un espacio en las plataformas sociales y posteriormente en los medios de comunicación más formales (un auténtico “comunicador” o “comediante”), y ahora es tan conocido que se ha decidido a entrar en la política (“¡pero no como los otros políticos!”). No se da cuenta probablemente de que siempre lo fue. Al final de su trayectoria será todas esas cosas a la vez, como los actores que en la mañana hacen de rostro publicitario para una tarjeta de crédito, en la tarde ensayan para una obra, y en la noche de las pantallas azules fungen de “líderes de opinión” y agentes de la neopolicía discursiva online, mientras a la misma hora otros lo ven en la telenovela o, los más encumbrados, en una serie de co-producción internacional. No sólo se superponen diversos actores en una misma función social, también las funciones se superponen en un solo actor.
En el Behemoth, que sus detractores ingenuos desestiman llamándolo Estado fallido, esta opacidad funcional entre las facciones más o menos en disputa no es para nada ineficiente. Lo que los juristas llaman un conflicto de competencia o jurisdicción es reinterpretado como una nueva selección natural, entendida como la supervivencia del más apto, pura destrucción creativa que ofrece cientos de oportunidades para los espíritus emprendedores en la guerra, en las finanzas, en el narco, en la celebridad y el entertainment. Ningún sector de los mercados mundiales se le cierran, ni los oscuros, ni los grises, ni los más luminosos. El Behemoth da rienda suelta a la potencia geopolítica del territorio del antiguo Estado, y nuevos caminos, vedados por los escrúpulos del antiguo régimen, se abren. Los índices económicos dejan de ser el reflejo del índice de su poder, y la idea misma de economía se convierte en un obstáculo.
Hobbes escribió en el famoso capítulo 13 de su Leviatán que los Estados asumen entre ellos la postura de gladiadores, con las armas y la mirada apuntando a los demás. Si tan solo la ciencia ficción hubiese estado en la mente del filósofo mecanicista—un verdadero precursor del género—, él habría dicho que el Behemoth es como un gladiador del que emerge un terrorífico alien (o varios) abriéndose paso entre sus tripas. El gladiador enfrente suyo, estupefacto, no sabe qué hacer ante el espectáculo gore que acaba presenciar. Puede bajar las armas un momento para intentar convencer a los otros gladiadores de arrojarse todos juntos contra el engendro. O puede huir. No se decide precisamente porque siempre está la tercera opción de esperar a que el Behemoth ataque a otro de los gladiadores y así él pueda aprovecharse de la situación. Fantasea con que dentro suyo también podría incubarse uno de estos seres que lo harán infinitamente más poderoso.