
Quienes cargan el ataúd
Los hombres de la funeraria cargaban el ataúd que guardaba el cuerpo de mi tía. Mirábamos la acción en silencio. Se comportaban de una forma tan mecánica que me pareció insultante. Lo levantaban como si no pesara nada. Como si no llevara nada. Como si se tratara de un féretro de utilería.
Yo ahora lo entiendo. Al fin y al cabo, la muerte es también un trabajo. Hay personas que viven de la muerte y que levantan féretros al servicio de otras personas que hacen de ella su negocio. Para las personas que trabajan en la muerte, pienso, esta se vuelve algo cotidiano, como quien trabaja subiendo y bajando de camiones: sacos de papas, cajas de mudanza o bolsas de basura. Para las que el cuerpo de mi tía se trataba de un cuerpo más.
Pero era el cuerpo de mi tía. Un cuerpo robusto, fuerte, que en una sola vida pudo tanto. Un cuerpo que se levantaba en la madrugada para acarrear fierros y tablas que, en su conjunto, componían el armazón del puesto de feria en el que trabajó durante largos años, bajo un sol que se multiplicaba rebotando contra el concreto, mientras el verano seco arreciaba nuestra periferia sin árboles. Un cuerpo con brazos que levantaban otros cuerpos pequeños en el jardín infantil público, en donde también trabajó. Un cuerpo que tejía, bordaba, amasaba con fuerza, levantaba pesadas bolsas que subía por los pisos del block. Un cuerpo que hacía lo que fuera necesario para crear en la precariedad, improvisando formas sutiles y frágiles de bienestar momentáneo, más para otros que para sí misma, toda vez que los flujos de dinero eran inciertos.
¿Cuándo empieza y termina un duelo? Supongo que eso es siempre algo singular. Creo que el duelo que aún hago de mi tía comenzó cuando vi los efectos concretos de un diagnóstico abstracto que creí podría revertirse hasta mucho tiempo después. Verla a ella haciendo movimientos bruscos e impotentes que intentaban conjurar un cuerpo anterior. Traer al presente un cuerpo que hiciera lo que ella ya no podía.
Una vez que la palabra “cáncer” fue declarada, los cuerpos de las mujeres de mi familia se convocaron y reunieron para encarnar nuevamente el hogar que somos, pese a que las partes se encontraban dispersas en lugares distintos. Seis mujeres habitando una casa de cuatro pisos en La Florida, componiendo un sistema del cual mi tía era el centro, ensambladas para servirle de soporte a ese cuerpo que tantas veces fue el nuestro.
El objetivo de ese sistema era hacer que el flujo de la vida no se interrumpiera. Tratamos de aparecer antes de que el cuerpo nuevo de mi tía tropezara, se frustrara, y que en ese intersticio de imposibilidad, recordara el cuerpo que ya no era. Hicimos lo que mejor pudimos pero a veces fallamos. Yo fallé. Un día saliendo del hospital no pude levantarla de la silla de ruedas y sentarla en el taxi que llamamos para que nos llevara de vuelta. Sentí una tristeza profunda porque sabía que en esa torpeza hacía visible lo que con toda mi fuerza estaba tratando de esconder, es decir, mostrarle y mostrarme su fragilidad, asumir que se estaba muriendo. Mi tía alejó mis manos y se agarró de una de las manillas del auto, logrando levantarse y sentarse ella sola, a pura voluntad. Pueden ser tan cotidianos los actos que desplazan los límites de lo que concebimos posible.
Los hombres de la funeraria subieron el cuerpo de mi tía a la carroza rumbo a la capilla donde la velaríamos. El cuerpo que, hace algunas horas, aún estaba tibio. Yo lo toqué. Cuando mi prima me despertó con la noticia, bajé las escaleras y miré a mi tía desde el umbral de la puerta. Mi madre, que ya se encontraba adentro, me invitó a que pasara con un gesto y me dijo que me despidiera. Repitió exactamente lo mismo un año después cuando mi abuela murió, salvo que esa vez agregó: “… y perdónela por todo lo que nos hizo”.
Me acerqué a su cuerpo, pasé mis manos por su pelo y le dije que la amaba. Luego, ya no había tiempo para detenerse. La muerte también exige roles y acciones, exige movimiento, exige una gestión que mi madre dirigió. Y en ese momento asistimos a su asunción silenciosa como matriarca de esta tribu dolorosa, que hace algunos meses mi tía encabezaba. Mi madre me tomó las manos y puso una debajo del mentón y la otra en la nunca de mi tía. Me explicó que de esta manera su boca no quedaría entreabierta una vez que su cuerpo comenzara a endurecerse. Mi madre ha hecho esta acción muchas veces con otros cuerpos. Ella también trabaja con la muerte.
Pese a la exigencia del movimiento, sin embargo, tuve tiempo para mirar a mi tía mientras tenía mis manos en su cabeza. Miré sus rasgos e incluso también tuve tiempo para reconocerme en ellos. El mentón prominente que heredamos de la familia de mi abuela, el hecho de que pese a que el cáncer se la fuese comiendo, su esqueleto continuara proyectando una gran estructura. Su espalda era ancha como la mía. Ella odiaba su espalda. Yo también odio la mía. Aprendimos a odiar nuestros cuerpos por ser demasiado grandes.
Velamos a mi tía un día y una noche. Las partes del sistema se dispersaron entre las personas que llegaron a despedirla. Fueron muchas. Ajusté rostros con historias que le escuché contar en vida. Escuché nuevas historias por las que nunca más podré preguntarle. Estuve atenta a que mi madre no se derrumbara. Esto jamás ocurrió.
En la mañana del día siguiente, cuando llegó el momento de subir nuevamente el ataúd a la carroza que iniciaría la caravana hacia el cementerio, igual que en tantas escenas de funerales que he visto por la televisión, los hombres de mi familia inmediatamente tomaron sus puestos alrededor del féretro y se dispusieron a cargarlo. Yo no me lo cuestioné. Lo hicieron con una actitud natural, como si estuviese determinado que ese fuera su rol: los hombres cargan. Los mismos hombres que no están disponibles para cuidar, ahora cargan. Mi madre se acercó a ellos y haciéndole honor a la legitimidad de su nuevo rango, les dijo: “Chiquillos, esto es un matriarcado. Salgan”. El mayor de los hijos de mí tía se retiró enojado. El segundo dijo: “No podía ser de otra manera” y también se alejó. Mi madre es dura, sus formas pueden ser leídas como agresivas, pero con ese gesto algo que estaba escondido en los huesos, aparecía. Una verdad: somos nosotras, las mujeres, quienes cargamos con la vida y también con la muerte en esta familia.
Mi madre se paró frente a una de las manillas del féretro y fue invitándonos a las demás a que la imitáramos. El sistema comenzó a ensamblarse nuevamente alrededor de nuestro centro, apoyado por otras mujeres que quisieron servirnos de soporte. Cuando todo el grupo terminó de reunirse, mi prima le preguntó a mi madre con genuina duda: “Yeya, ¿vamos a poder?”. Mi madre le cerró un ojo y asintió con la cabeza. Y como si ese gesto fuese el disparo que inicia una carrera, las mujeres de mi familia levantaron al unísono el ataúd que guardaba el cuerpo de mi tía, ajustaron el peso, y en una coreografía silenciosa lo llevaron y lo subieron a la carroza.