Obra: Julia Urzúa
Retazos para una reconfiguración de los afectos
La escena es la siguiente: sobre el suelo del taller, bolsas de retazos de género reciclado. Son de distintos tamaños, colores y texturas. Sobre la mesa, agujas, tijeras, alfileres e hilos. Los retazos son organizados y superpuestos. Reposan sobre una mesita a la que le llega la luz del día. El resultado son recomposiciones textiles que traducen una preocupación por el entorno natural: hojas de peumo, de quillayes, vistas de cerros, paisajes nocturnos con lunas llenas. En otro formato de lo textil aparecen también sobre la mesa libros compuestos de palabras relacionadas al cuidado y respeto de la naturaleza. En ellos se combinan palabra e imagen en una reflexión en torno al campo lexical del afecto. Son especies de códices que ilustran la experiencia de la naturaleza y la consciencia de su existencia, en un contexto de resistencia contra la amenaza moderna de su destrucción irreparable.
Julia Urzúa (Santiago, 1986), artista visual y coleccionista de retazos, reúne toda su obra textil bajo la denominación “Ideología de género”, clasificación que, como veremos, sobrepasa el juego del doble significado del término género[1]. Si bien su lenguaje plástico es heteróclito -pintura, escultura, grabado, instalación y la intervención del espacio público- no lo es en su contenido: su preocupación artística tiene relación constante con la huella que deja la manipulación de la materia. Entendiendo “huella” como la transformación que ejerce el ser humano sobre el medio y “materia” como todo elemento disponible en este último, la obra de Julia Urzúa indaga en diversas estrategias plásticas para establecer un vínculo entre el cuerpo y el entorno natural. La huella de lo material aparece en su trabajo en acero forjado de gran formato que titula “llagas” que aborda la intromisión de esculturas huecas y de textura rugosa dentro del paisaje natural, como si se trataran de grandes costras que buscan recordar las heridas de nuestro entorno. Llamó a la serie “Heridas en el paisaje” y las piezas han sido registradas en diferentes emplazamientos: dentro de espacios culturales, en un campo abierto, sobre una muralla en el espacio público. Las capas de placas de acero permiten una acumulación de materia que forma recovecos y que aluden a las sombras que habitan las heridas. Son diferentes contextos para una constatación similar: hay heridas que no cierran. La artista juega con la carga simbólica de la instalación de estos objetos en un paisaje como Chile, tierra de heridas abiertas desde la Conquista española.
En este ensayo prestamos atención a la serie de montañas que Julia Urzúa realizó entre el 2017 y el 2019 titulada “Estudio cromático de la luz y las montañas”. La artista se vincula desde su infancia con la Cordillera y durante toda su vida, este paisaje ha sido la “arquitectura de [su] historia / de [su] morada y [su] ruta”[2]. El 2014 viajó por Sudamérica, comenzando por el sur de Chile hasta llegar al Caribe, en un viaje que duró dos años y que le permitió aprehender e insertarse en la dinámica del paisaje cordillerano, en los cerros húmedos, cruzarlo a pie, atravesar la estructura rocosa de este a oeste. Posteriormente, entre el 2016 y 2019 la artista vivió en la ciudad de Los Andes, ubicada en la cabecera de la cuenca de la Cordillera: el entorno de la ciudad está acompañado del impacto visual de lo rocoso. Es la carga afectiva que la artista tiene con la anatomía de los cerros que impulsó la serie, en la que consideró como pie forzado la elección de tres colores para su estudio cromático. Varios aspectos nos acercan a los retratos de los cerros: desde un punto de vista temático, la montaña existe en la plástica como telón de fondo en las más antiguas representaciones de la Historia y la Religión. Posteriormente y en los siglos más recientes aparece con más protagonismo. Desde una perspectiva material, el trabajo textil de Julia Urzúa debe situarse desde el reciclaje de telas, antesala de cualquier reflexión estética posterior. El desecho utilizado como lenguaje plástico aparece con fuerza durante la década del sesenta, presentándose como una oportunidad para los artistas de relacionar materiales poco convencionales para el circuito artístico (cuerdas, sacos de lona, plantas, basura). Esto último motivado por la reflexión urgente en torno a la marginalidad y al valor mismo que se le otorga al arte en razón de sus materiales. La operación de selección de retazos para recomponer paisajes acerca a Julia a artistas del arte povera o a instalaciones como Precarios de Cecilia Vicuña[3], en tanto privilegian el contacto directo con materiales de los que no importa su procedencia, ni su uso y son reutilizados y transformados. En términos políticos, el interés que tiene la artista por el residuo se fundamenta en su preocupación por la degradación del medioambiente y en su motivación artística por crear diversas respuestas a la estructura económico-política extractivista y patriarcal. Desde allí, se puede trazar un puente directo con la reflexión ecofeminista con la cual se han identificado muchxs artistas desde la década del sesenta. La emergencia del ecofeminismo se explica por el contexto político y cultural específico que se vivió en Estados Unidos en los sesenta (desarrollo del arte conceptual, exclusión de las mujeres en la industria del arte, el clima de la guerra y la obsesión de una modernidad capitalista por los recursos naturales). El movimiento ha mutado desde su origen esencialista[4] y se encuentra hoy en plena vigencia, al explorar las intersecciones entre feminismos y otros movimientos de liberación y justicia social como el especismo, la clase y el colonialismo. Estos aspectos permiten situar el estudio que realiza Julia Urzúa a partir de la contemplación de la Cordillera De Los Andes. Se abordarán entonces diferentes aspectos que acompañan el surgimiento de este estudio de los cerros: por un lado, existe la preocupación política de la artista por el medio ambiente, la identificación del trabajo textil con la militancia feminista y también la recuperación emocional de la montaña, al considerarla como un sujeto necesario de recomponer. Por supuesto, estos aspectos se entrelazan.
La base del trabajo de esta serie está en la gran cantidad de imágenes de cerros expuestos a la luz que conserva la artista en su memoria. En su reflexión en torno a las implicancias que supone trasladar artísticamente el paisaje natural, el juego de sombras y de luz aparece como hilo conductor dentro de la serie. De intención similar a la de los impresionistas al aprehender el cambio de luz en un mismo objeto inerte, la vigilancia detenida permite acceder a colores y formas que de otra manera se obviarían. Y es que en razón de su forma y tamaño, la afectación de la luz sobre la montaña proporciona una amplia gama de colores. En un ejercicio obsesivo parecido al de Cézanne con la Montaña Sainte-Victoire, en que la desarticula repetidas veces con el fin de aprehenderla en sus diferentes ánimos, Julia Urzúa desvistió la Cordillera De Los Andes en más de siete cuadros textiles. Cada impresión de los valles presenta una vista de cerro particular trabajada desde una escala cromática que varía según el momento del día. Las obras se ciñen entonces a la condición de los tres colores: naranjo, rosa pálido y aguamarina para el número V; púrpura, negro y un gris con patrones de hilo brillante en el IV; azul marino, gris y beige en el I. Cada composición está unida a un fondo blanco que permite que sobresalgan los colores. Las capturas nocturnas están hechas de tonos más fríos, los atardeceres arden en la mezcla de colores cálidos. La sobreposición de telas facilita el contraste visual de las texturas que revisten la montaña. El alba reposa en uno de los perfiles rocosos de gris y en el otro, de negro. A los paisajes fríos los rodea un silencio solemne y los atardeceres rojos y anaranjados parecieran estar cubiertos en llamas. Cada cuadro aborda sentidos visuales y táctiles que remiten a la sensación que suscita la observación presencial de una cadena rocosa.
La montaña como sujeto de estudio artístico tiene larga data y es un motivo que se repite a través de la Historia del arte -occidental y no-. Aunque la arbitraria jerarquía de los géneros relegue su valor al último de sus eslabones, el paisaje ha acompañado el interés de un sinfín de artistas. Encontramos montañas como telón de fondo de la pintura de Historia en la tradición europea y en las arpilleras realizadas durante la Dictadura chilena. Otras representaciones le dan más protagonismo: ya sea desde el Sturm und Drang del romanticismo alemán[5], en su simbolismo sacro de las estampas japonesas[6], como iconografía sincrética[7] de las conquistas en territorio boliviano durante los siglos XV y XVIII o también como motivo obseso del proto-cubista Paul Cézanne[8]. Se debe mencionar como punto de inflexión la antes mencionada década de los sesenta y el surgimiento, en Estados Unidos, de la consciencia sobre otros aspectos del paisaje y de la tierra en general, menos románticos y bucólicos por cierto. La tierra ha sido y es también un lugar de conflicto. Ya sea por la disputa de los territorios, por los intereses económicos ligados al extractivismo de las materias primas, la preocupación por los recursos naturales limitados o la guerra nuclear, desde los años sesenta surge una consciencia colectiva que preocupa a lxs artistas. Emerge a partir de allí una necesidad de crear un lenguaje que se adecúe a la nueva comprensión del entorno socio-natural. Los ejercicios cromáticos de los cerros de Julia Urzúa responden a este bagaje estético-político, ya que mezclan la necesidad de relacionarse con el entorno –valorarlo, recordarlo, perpetuar su memoria- y de crear respuestas artísticas para combatir la degradación del mismo.
Un aspecto a considerar para el estudio de esta serie es la manera en que la artista elige construir su trabajo textil: por un lado, durante su experiencia viviendo en Los Andes, los paisajes cobraron una dimensión territorial y vinculante. Una manifestación de ello es la exposición organizada en junio del 2019 en el Centro Cultural Pedro Aguirre Cerda de la Comuna de Calle Larga (Los Andes), titulada “El Espíritu de la montaña”. La muestra reunió el trabajo de mujeres artistas del Aconcagua, dentro de las cuales la serie “Estudios cromáticos de la luz y la montaña” de Julia Urzúa. La exposición apuntó a reunir el trabajo de mujeres artistas que repensaron su vínculo con el territorio y tradujeron artísticamente los componentes personales de su experiencia de habitar el Valle del Aconcagua.
Recordemos que el colectivo de mujeres y disidencias ha cobrado fuerza estos últimos años en Chile y en Latinoamérica –sino todo el mundo-. Sin duda la figura del colectivo femenino en Chile tiene formas anteriores: lo encontramos en la solidaridad y el compromiso político de mujeres de la primera mitad del siglo XX (Laura Rodig, Gabriela Mistral, Elena Caffarena con el MEMCH) o la resistencia del colectivo Mujeres por la Vida, la presencia de Julieta Kirkwood en los ochenta y las arpilleristas movilizadas durante la dictadura militar. Hoy, ya sea en forma de colectivos feministas y militancias políticas, de círculos de mujeres, de cuotas de género como nuevo requisito en el espacio público, de instancias performáticas tan trascendentales como la convocatoria de Las Tesis, el feminismo tiñe con fuerza una parte importante de lxs artistas que se reconocen en su militancia y sitúan su obra desde allí. Es el caso de Julia Urzúa, quien participa además del colectivo Capuchas Rojas en Resistencia, el cual se visibilizó en el contexto de la revuelta de octubre del 2019 en Chile y que se plantea desde la performatividad de los cuerpos en disidencia frente a los dualismos patriarcales (cultura/naturaleza) y los roles de género asignados por la heteronorma. Otra dimensión que tensiona el colectivo Capuchas Rojas es la utilización del espacio público como escenario del cuerpo, entidad socialmente reservada al espacio privado. El límite de lo público y lo privado se disuelve así como lo hacen las propias identidades individuales de lxs mujeres y disidencias que participan y forman, en la colectividad, un gran bosque rojo. Sin embargo, es interesante notar que cada capucha roja transmite su propia identidad, al ser diseñada y hecha a mano por quien la utiliza, buscando generar un cuestionamiento en lo que se define como individual y colectivo. Este aspecto político es crucial para comprender el ánimo detrás de la serie de paisajes textiles de Julia Urzúa.
Volvamos a lo material: los retazos con que construye sus paisajes son pedazos de tela que sobran después de cortar una pieza mayor. Motivada por crear arte mediante procesos que reduzcan daños ambientales, la artista crea con sobras que de otra forma irían a parar a un vertedero. El reciclaje es una operación con la que viene trabajando hace años y con ella busca conjugar la carga material de la problemática medioambiental con la admiración y contemplación que le despierta la naturaleza. La crisis en la que se encuentra ésta última –y nosotros como actores de su destrucción- ha motivado su impulso por promover la creación artística producida fuera de las lógicas que subordinan y explotan a la naturaleza. Desde el feminismo, esta explotación se aplica también al cuerpo de las mujeres. La apropiación patriarcal sobre la tierra y el cuerpo de las mujeres promueve la sobreexplotación de la tierra y la mercantilización de la sexualidad femenina. Atendiendo al estrecho vínculo que la artista traza entre la montaña y el cuerpo femenino como cuerpos que son extraídos, desposeídos, saqueados y modificados, la intención detrás de la reflexión cromática y lumínica de los cerros encuentra resonancia con la preocupación ecofeminista. En la metáfora del cuerpo rocoso como cuerpo de la artista –“Habitar / cultivar /liberar mi cuerpa / es habitar / cultivar/ liberar la suya / viceversa[9]”-, ambos paisajes no tienen límites, y se confunden. En la experiencia de la artista, el cuerpo y la naturaleza son fragmentos que necesitan ser restituidos. De allí la fuerza del ejercicio de recomponer con pedazos de retazos que muestran a la vez los límites y las continuidades del cuerpo montañoso. No es extraño que, como lo nota la historiadora y curadora Moniika Fabijanska en el marco de la reciente inaugurada exposición “Ecofeminism(s)”[10] lxs artistas que se preocupan de los desechos y de la contaminación son mayoritariamente mujeres que “en su enfoque, el concepto de cuidado y mantenimiento como práctica artística, se encuentra con la oposición a la sobreproducción capitalista”[11]. Tomando en cuenta las temáticas y materiales utilizados por Julia Urzúa, su preocupación por el medio ambiente se cruza sin duda con la intención por subrayar las intersecciones entre heterosexismo y capitalismo en cuanto a lo normativo de las definiciones de naturaleza y género.
El nombre que la artista da a todo su trabajo textil –“Ideología de género”- juega también con la posibilidad de entrever otras dimensiones de la sensibilidad y la sexualidad para de redefinir las nociones de género. La combinación de palabras ideología y género señala, por un lado, el significante negativo del término “ideología” utilizado por conservadores y la ultra derecha chilena para criticar el discurso anti patriarcal, feminista, inclusivo y queer desarrollado con fuerza en Chile. Por otro lado, el término “género” refiere al conjunto de características diferenciadas que cada sociedad asigna a hombres y mujeres. A su vez, el término refiere al material con que confeccionamos nuestras ropas. El conjunto de paisajes textiles de los cerros de Los Andes pertenecientes a la serie “Ideología de género” funcionan como metáfora de la resistencia rebelde de la artista que captura lo que se ve amenazado: por un lado, las obras funcionan como postales escultóricas que sirven de archivo de la memoria del paisaje natural en tiempos de extractivismos, de sequías y de erosión del relieve montañoso en pos de la economía capitalista. Por otro lado, así como Cecilia Vicuña con el término “precario” que da título a la instalación que reúne un sinfín de desechos encontrados en distintas playas, Julia Urzúa juega con el terror movilizado por el sector conservador y la ultra-derecha respecto a la politización de la cuestión de género y a la posibilidad de una “dictadura” de la ideología. Guardando las proporciones de lo posible, toda sacudida a la “obligación” de la heteronorma, como señalaría Adrienne Rich en su célebre ensayo de 1980[12] debe ser alzada. Aparece también otro aspecto fundamental de la elección del título que compone el trabajo textil de Julia Urzúa: las cosas de género como signo de la actividad femenina heredada por la artista, que ella reivindica en el carácter cultural subversivo que encarnó y encarna aún en Chile[13]. Esta serie transparenta la necesidad de recuperar y preservar la memoria de la naturaleza que desaparece progresivamente. Funciona también como posicionamiento de la artista desde una tradición feminizada e históricamente marginada al darle un valor artístico y conceptual.
En su aspecto más profundo, de lo que se trata en la serie de estudios de los cerros es inducir la distancia emocional que acompaña la contemplación de la montaña. Para ello, la artista se sirve de evocaciones cromáticas que entiende como ejercicios que logran trascender la mera investigación para convertirse en verdaderas “postales” de un paisaje familiar para una gran mayoría de habitantes de Chile y Latinoamérica. Durante la creación de estos ejercicios cromáticos la artista se sumerge en un diálogo con las cavidades, asimilando esta experiencia con una emocionalidad amplia, con un trabajo consciente de los afectos (Brindar/con la misma quietud/ sustento o abismo”). Es el cuerpo mismo de la artista que se compenetra con la arquitectura de la montaña, siendo su flujo el cauce que la recorre[14]. La montaña de Julia Urzúa es una montaña subjetiva[15], es ella misma proyectada en la tierra, ella misma es “la tierra que se yergue /para contener la vida”[16]. El cuerpo de la artista sirve a esta analogía en cada puntada de hilo expuesta en la obra textil: deliberadamente, la artista expone las costuras que unen cada uno de los retazos, dejando entrever –a la vez- el esfuerzo, la técnica y la intención en la obra. Consciente de que los cambios de luz y clima son inestables en la Cordillera, su propia existencia lo es, en la medida en que su cuerpo es un terreno que se ve afectado, al igual que la montaña, por el clima, la luz, el tiempo. Así, al recomponer los retazos y darles una coherencia la artista parece recomponerse a sí misma, dejando aparecer las huellas y consecuencias que eso implica. Dicho de otro modo, cada puntada de hilo funciona como cicatriz del paso del tiempo sobre su trabajo, lo que a su vez conversa con las cicatrices mentales y emocionales desdibujadas en los cerros que la rodearon al momento de pensar la serie. Tomando en cuenta este aspecto de su intuición y aplicándolo a la reutilización del material textil para recrear un ensamblaje de la naturaleza, la obra de la artista carga con el gesto intuitivo y la confianza de su percepción más pura: se trata de aprehender lo que desaparece. En esa línea, el ánimo de estas esculturas textiles es casi arqueológico, en el sentido que busca vincular el pasado natural –en vías de extinción- con el presente moderno. Si bien su acercamiento no es propio de la rigurosidad científica sino más bien propia de una exploración y reinterpretación de dichas disciplinas, el resultado son imágenes mentales que interactúan con la narrativa personal y colectiva del paisaje.
Julia Urzúa ha establecido un estrecho vínculo con el mundo natural y
su experiencia de vida la ha llevado a relacionarse y reflexionar sobre su
entorno. Esto, por supuesto, requiere su implicancia activa en tanto
observadora: implica su desplazamiento, una comprensión de la temporalidad y
del espacio, de la particularidad de las luces y los colores. Sus montañas
hechas a partir de la reutilización de telas son como pequeñas ventanas que
reflejan su rebeldía. La artista reconoció en la Cordillera De Los Andes una
identidad teñida de imaginario colectivo para aquellos que comparten vivir a
los pies de la cadena rocosa. La montaña, según la propia artista, “condiciona
el paisaje con una quietud inmensa / como una muralla / una casa / una diosa”[17]
y cualquier rasgo de su presencia permite recorrerla, recordarla, acogerse en
ella. Gabriela Mistral lo afirmaría en su poema Cordillera II al describir los cerros de Los Andes como “Carne de
piedra de la América […] sueño de piedra que soñamos”[18]. Es en el
intento de asir las emociones y sensaciones que invaden el cotidiano de la
artista que aparecen los cerros hechos de fragmentos simbólicos –los recuerdos-
y también materiales –los retazos de género-. Julia Urzúa concibió esta serie
desde el gesto de la transmisión de un recuerdo geográfico en peligro de
olvido. Un olvido que no sólo habita en la memoria sino que también ocurre a
diario en la inminente desaparición de los territorios como lo conocemos hasta
hoy día, amenazados por una destrucción irreparable. Desde ahí entendemos la
analogía entre las cavidades rocosas y el cuerpo de la artista citada más
arriba y que postula que los cerros reinterpretados en textil de la serie
“Estudios cromáticos de las montañas y la luz” son autorretratos de la artista,
visiones fragmentadas de su propia experiencia y de su memoria. En su forma de
retazo es, como todo cuerpo disidente, amenazado con ser usurpado, saqueado,
modificado y, en última instancia, amenazado con desaparecer. Comprendemos
entonces la vocación adyacente al ejercicio cromático de los cerros: un gesto
táctil para conservar y archivar la memoria personal y reivindicar la necesidad
colectiva del entorno natural.
[1] “Género” entendido como la tela con la que fabricamos nuestras ropas y en relación a la normativa social aplicada a los sexos masculino y femenino.
[2] Julia Urzúa, Habitar la territoria, 2019
[3] La artista chilena lleva recolectando objetos y basuritas de las playas desde los años sesenta y creando instalaciones desde 1966 hasta 2017.
[4] Se ha criticado la óptica esencialista del ecofeminismo que vincularía a la naturaleza con las mujeres por motivos psicológicos y biológicos o en razón de una “naturaleza” más cercana y preocupada por el medioambiente.
[5] Caspar David Friedrich, Caminante sobre el mar de nubes, 1818
[6] Katsushika Hokusai, Treinta y Seis vistas del Monte Fuji, c.1930
[7] Anónimo, La Vírgen del Cerro, siglo XVIII, Museo de la Casa de Moneda, Potosí, Bolivia.
[8] Serie que dedica a La Montaña Sainte Victoire de la región de Aix-en-Provence entre 1885 y 1905. Son más de 80 pinturas dedicadas al macizo de piedra caliza.
[9] Julia Urzúa, “Habitar la territoria”, 2019
[10] La exposición se realizó en la Galería Thomas Erben Gallery en Nueva York en junio y julio del 2020. Se reunieron obras de artistas como Andrea Bowers, Eliza Evans, Cecilia Vicuña, Ana Mendieta, Betsy Damon, Carla Maldonado, Aviva Rahmani, entre otras.
[11] Cita extraída de la entrevista a la curadora estadounidense. Enlace: https://artishockrevista.com/2020/07/19/ecofeminisms/
[12] Adrienen Rich, Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana, 1980
[13] Notamos como desde el denominado “estallido social” del 18 de octubre del 2019, muchas de las manifestaciones artísticas colectivas han sido la creación de bordados, textiles, capuchas, telares, todas bordadas.
[14] Idem
[15] D.H. Lawrence, Cézanne, 1929
[16] Poema Julia Urzúa
[17] Idem
[18] Gabriela Mistral, Tala, “América”, II Cordillera (1938)