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Revuelta y Violencia. Más allá de la sobrecodificación de la violencia
A propósito de Violencias y contraviolencias. Vivencias y reflexiones sobre la revuelta de octubre en Chile, de Raúl Zarzuri (coordinador). Lom Ediciones, 2022
1.- Don Absoluto
El término “violencia” está sobrecodificado en Chile. Ha funcionado como el paradigma de una política de criminalización de la revuelta de Octubre que ha terminado por fortalecer la reproducción y expansión de múltiples dispositivos de control. Situación que no resulta ser anómala en este país, sino que se expande cotidianamente por diferentes realidades a lo largo del globo. Mecanismos de control colonial comienzan a desplegarse al interior del escenario poscolonial, las llamadas democracias cada vez deben dejar de serlo para “defenderse” de lo que supuestamente las niega y para ello han reproducido el otrora escenario colonial que operaba en base a la excepción hecha regla, al interior del nuevo escenario global y sus tensiones.
La intensificación de la sociedad de control, quizás, asuma dos momentos clave: el del 11 de septiembre de 2001 cuando se declara la “guerra contra el terrorismo” y el 16 de marzo de 2020 cuando se declara la pandemia por el Covid 19. La aceleración del control securitario de la guerra contra el terrorismo no deja de yuxtaponerse a la aceleración del control biomédico de la declaración de pandemia en 2020. En el intertanto, una crisis económica que revela que entre democracia y neoliberalismo no puede haber identidad alguna. Las políticas de seguridad se intensifican, y se vuelven complementarias a las sanitarias, derecho y medicina, lógica jurídico-político y lógica biomédica se entremezclan y anudan en una misma situación.
La revuelta popular de Octubre de 2019 irrumpe en los intersticios de esta doble aceleración. Ella misma se abre un lugar que no tenía lugar en el actual estado de cosas, ella misma deviene lo que Marcel Mauss podría designar como un “hecho social total”: don absoluto que interrumpe los flujos de aceleración, forma-de-vida irreductible que no se deja asimilar fácilmente a los mecanismos de control sobrevenidos y que, en cuanto “absoluto” o “total” resulta ser gasto incondicionado, sin freno, metamorfosis de múltiples formas de vida incapaz de estabilizarse en alguna. La aceleración de los mecanismos de control (securitarios primero, biomédicos después) tienen que funcionar férreamente, disminuir los abismos, los intersticios, las brechas; en suma, administrar la intensidad múltiple de la revuelta en un conjunto igualmente múltiple de dispositivos. Uno de estos dispositivos fue, sin duda, el término “violencia”. Éste opera como un nodo más al interior de una red de relaciones complejas en las que se van enlazando otros términos que permiten la instalación de tramas, dispositivos y contrafuerzas orientadas a gestionar el singular relámpago de la multitud.
El término “violencia” debía sobrecodificarse. Los medios debían hablar sobre él, la policía, los think tanks, diferentes discursos mimetizados por el embrujo ofrecido por el término “violencia”. Y así, la criminalización podía operar, la reducción de la revuelta a un simple problema de “orden público” podía tener lugar. Para ello, el ejército sociologista instaló otro señuelo: “anomia”. De una larga tradición en el desarrollo de mecanismos de control, el término “anomia” originalmente ofrecido por Durkheim, se tomó la agenda discursiva de Chile. “Violencia” y “anomia” hacían trama, dos términos que posibilitaban la criminalización y contrarrestaban la fuerza del singular “don” sobrevenido. ¿Por qué sobrecodificar la “violencia”, ahora en virtud de la “anomia”? Porque “sobrecodificar” significa saturar, totalizar el espacio discursivo con un habla que no dice nada, con una palabra que nada tiene que expresar. En otros términos, el significante “violencia” posibilitó establecer un clivaje entre quienes la “condenaban” y quienes no, naturalizándola y, de esta forma, impidiendo pensar el don recibido, imposibilitando la reflexión acerca de lo que Octubre había dejado. El término “violencia” funciona, entonces, con “violencia”, en la medida que establece una relación de equivalencia entre un conjunto de prácticas devenidas desde “abajo” – los pueblos que irrumpen- respecto de las formas estructurales y el conjunto de dispositivos que la ejercen desde “arriba”, la oligarquía militar y financiera que se tomó al Estado chileno por asalto en 1973. “Violencia” ordenadora del propio uso del término “violencia” cuyo efecto es conservar el estado actual de las cosas: con ello, la neutralización tenía lugar y el terrorismo de Estado cristalizado en la acción policial contra la sublevación –que implicó tortura, mutilación de ojos, asesinatos por parte del gobierno de Piñera- podía devenir un “normal” modo de gestión. “Violencia” fue un término monumentalizado, si se quiere, fetichizado en cuanto seducía como la mejor mercancía para hacer circular, el mejor significante que los medios podían capitalizar.
Antes de entrar en materia, dos precisiones:
La primera: lo descrito no se trata de una articulación “consciente” que alguien o algunos fraguaron –toda antropología de la consciencia debe ser dejada de lado aquí-, sino un conjunto de tramas discursivas que se plegaron e iniciaron su intensificación a nivel capilar para copar el habla y la expresión de la palabra. Nunca los actores son tan actores como se presentan, siempre las contingencias y los atravesamientos del discurso y las relaciones de poder les constituyen, ordenan, y sitúan. Por cierto, la “clase” resulta decisiva, pero solo en la medida que la consideramos una “fuerza” que opera desde una situación concreta que nunca tiene garantizada sus “conspiraciones” o “planes” que intenta implementar pues siempre experimenta las contrafuerzas, desde los niveles macro a los más microfísicos. De hecho, esa “clase” fue parcialmente destituida por la revuelta popular, gracias a lo cual perdió buena parte del tradicional control político que tenía sobre el país.
La segunda: la sobrecodificación de la “violencia” convirtió a este término en una obturación del pensamiento. Porque la revuelta popular, ¿qué fue? Ante todo, una pregunta radical acerca de nosotros mismos. En este registro, la revuelta no fue más que pensamiento, un “don” que permitió plantearnos las preguntas más importantes –y por tanto, las más simples: ¿por qué hacemos lo que hacemos, por qué pensamos como pensamos, por qué sentimos lo que sentimos? ¿Por qué somos lo que somos –en suma? Pregunta que abrió genealogías, y trastornó la dinámica temporal al abrir a un “pasado” que no calzaba con lo que comúnmente se denomina “tradición” y un presente que tampoco tenía que ver con la “actualidad” a la que frecuentemente se refiere el periodismo. Por eso, el término “violencia” no fue más que un katechón –un dispositivo o fuerza frenante- que instalaba cada vez más “torniquetes” para impedir la formulación de dichas preguntas. Por supuesto, cuando decimos “pensamiento” no estamos refiriéndonos a una especulación mal entendida como “abstracta” sino a una experiencia por medio de la cual los pueblos se plantean su lugar en el mundo. ¿Es posible pensar en las calles? Diríamos que no hay más que pensamiento en las calles.
2.- Singularidad.
Violencias y contraviolencias. Vivencias y reflexiones sobre la revuelta de octubre en Chile, coordinado por Raúl Zarzuri y publicado recientemente por editorial LOM (2022), constituye una pieza clave en la estrategia de desmantelar la sobrecodificación del término “violencia”. A pesar que utiliza el mismo significante, el conjunto de textos que se ritman en el “artefacto-libro” –es decir, un libro que se presenta como un agenciamiento singular inscrito en el campo de luchas y no en el ilusorio “afuera” de un saber objetivo y supuestamente universal. “Libro-artefacto” que tiene por objetivo inmediato pensar la violencia sin renunciar a que dicha operación implica, a su vez, una violencia del pensar, en cuanto se anuda al interior de un conjunto de luchas que han sobrevenido por la interpretación de Octubre. La estrategia de pensar la violencia se deslinda a lo largo de todos los trabajos que, en general, no son solo trabajos “teóricos” sino “biográficos” en cuanto exponen la palabra de algunos sujetos que participaron de la llamada “primera línea” y que muestran justamente un rasgo decisivo de la propia revuelta: que ella no tiene nada de monumental, porque tampoco la “primera línea” tiene nada de heroico o “romántico” como a veces se planteó. En otros términos, algunos relatos muestran que nada ni nadie había “tras” la revuelta porque justamente ella no es más que una danza incandescente de cuerpos o, si se quiere, una trama singular sin principio, fundamento o sujeto que la gobierne.
La dimensión an-árchica de la revuelta es precisamente lo que estos relatos muestran a la luz del día: “Desde mi experiencia personal y mi reflexión política, la llamada primera línea se resiste a cualquier lectura sensacionalista (…)” (p. 36). Tal “lectura” como la que impuso la sobrecodificación de la violencia al retratar a la “primera línea” compuesta por “héroes”, monumentalizándola. Justamente, en la revuelta no hay “sensacionalismo” porque no hubo nada de eso. Ni vanguardias organizadas, ni héroes, sino tan solo sublevación popular, irrupción de formas-de-vida exentas de “identidad”: “Lo que pasa es que cuando tú te pones la capucha, pierdes tu identidad, po” –citan por ahí. En efecto, esa “pérdida de identidad” marca la irrupción de una forma-de-vida que no remite jamás a una “identidad”: la singularidad de una forma-de-vida necesariamente común sólo puede tener lugar donde se agota la identidad. Esta última es siempre la marca de los perseguidores: ¿quién hizo la revuelta? Diría Louis Althusser: ahí se juega la performatividad de la “ideología” al interpelar al “individuo en cuanto sujeto”.
Los dispositivos de control se obsesionan con la revuelta. Porque no logran responder la pregunta por el “quién”: ¿quién se tomó las calles? ¿Quiénes son los que saquean, los que protestan, los que rayan los muros? ¿Quiénes? La cuestión de la “identidad” se expone aquí como la verdadera producción del poder, una “violencia” si se quiere, que separa a la vida respecto de su potencia. Ya tendremos el momento para problematizar la noción de “violencia”. Por ahora es clave esto: los dispositivos de control quisieron dar caza al “sujeto” de la revuelta. Pero, ¿cómo hacerlo, si la revuelta no fue más que la destitución de la forma clásica e identitarista del “sujeto”? El libro-artefacto aquí dispuesto, nos ofrece matices: eso que se llamaba “jóvenes” o “pueblo” aparece deshilvanado, mostrando su pluralidad interna, subrayando su fragilidad, y lazos articulados pero provisorios en la misma situación abierta por la revuelta: “(…) personas adultas de una variedad de actividades: cesantes, estudiantes, profesionales, trabajadores, y de diversos estratos sociales.” (p. 68) Convergencias, lazos, mezclas, antes que identidades; potencias, antes que simples individuos arrojados a la coyuntura de la catástrofe. Una forma-de-vida es precisamente eso: un médium, una vida sustraída de toda identidad, pero que, a su vez, afirma la radicalidad de un deseo y una palabra. Forma-de-vida designa, pues, una vida singular, que afirma su devenir como un modo de lo común. Eso es la convergencia. No hay particularismos aislados, ni tampoco articulados.
Simplemente, tras la capucha –capucha que podría ser la vestimenta, pero sobre todo la intensidad misma de la revuelta, la revuelta como capucha– la “identidad” se difumina, si se quiere: la capucha –la revuelta- abre a un rostro. ¿Por qué las policías dispararon a los ojos? Justamente para destruir la mirada. Como si ésta fuera insoportable a la mirada única y unívoca del Estado y su oligarquía, si se quiere, como si el rostro –justamente esa zona anárquica – atentara contra la representación y las posibilidades del “reconocimiento”: como no porta consigo “identidad”, la revuelta no exige una política del “reconocimiento” sino la afirmación de una potencia, la posibilidad de habitar un mundo que ha sido completamente devastado. La revuelta nada tiene que ver con la petición de “reconocimiento”. En este sentido, la magnitud de la revuelta es fiel al Marx de La cuestión judía pues su rostro no puede ser reducido a una “representación”, sino a la intensidad de los cuerpos, potencia, lazos entremezclados, singularidad irreductible a las tecnologías de la separación.
3.- Vida.
El libro-artefacto nos presenta ensayos en torno a la articulación de las “violencias” en diversos campos. Uno de ellos, es el de la pasión. ¿Qué pasión es la de la revuelta? Ante todo, la de la “rabia”. El libro aquí dispuesto nos ofrece una fenomenología de la rabia: no se trata del “odio”, sino de la “rabia”: “Esta rabia, esta ira se transformó entonces en el sustento de nuestra resistencia, y por tanto de nuestra rebeldía.” –dicen algunos participantes de la Brigada de Cascos Rojos. ¿Qué es la rabia? Ante todo, digamos que es la pasión de la injusticia. A diferencia del “odio” que es la pasión de la guerra –en cuanto apunta a un enemigo- la “rabia” testimonia una injusticia, un desbalance en los equilibrios éticos de los pueblos.
“Rabia” es la pasión que visibiliza la “violencia estructural” sobre la que escriben varios autores del libro. Violencia que en el Chile contemporáneo se articula en función del Estado subsidiario y la oligarquía militar-financiera dominante desde que restauró su poder al tomarse la República por asalto en 1973. Tal violencia de clase se anuda y se cataliza necesariamente con lo que Michel Foucault denominó “dispositivos” que, en la escena actual asumen la forma de una gubernamentalidad neoliberal: el neoliberalismo no sería solo un sistema económico, sino una forma de gobernar cuerpos y almas, es decir, producir determinadas subjetividades que, sin embargo, la revuelta de octubre destituyó parcialmente. “Rabia” contra una violencia estructural articulada verticalmente por la clase y su soberanía y horizontalmente por los dispositivos neoliberales y sus múltiples formas de administración.
Ahora bien: ¿fue violenta o no la revuelta? Los autores asumen que aquí hubo un tipo de violencia. Esto ya resulta clave: la revuelta supone una cierta dosis de violencia. Nadie quiere hacer una revuelta porque sí, sino sólo en virtud de las condiciones apremiantes en las que se encuentra. Ella trae consigo un tipo de violencia o, si se quiere, una “contraviolencia”: “Entendemos la contraviolencia como la aplicación de formas de violencia de carácter directo –acción directa- (…)” (p. 76). Se trata de una forma de resistir a las formas estructurales y, por tanto, cotidianas, de violencia. Es un tipo de violencia que actúa en “acción directa”, pero contra las formas de violencia institucionalizadas. Aquí se anuda, quizás, uno de los puntos más interesantes a los que invita este libro-artefacto: a pensar la violencia y sus modos de resistencia en la revuelta popular. Pero lo interesante es justamente que esta distinción entre violencia y contraviolencia permite una primera crítica al dispositivo de la “equivalencia general” que instaló al término violencia como paradigma de lectura.
No habría aquí “equivalencia” sostenible, sino diferencia cualitativa que, por supuesto, muchas veces se enreda, confunde, mezcla inevitablemente con las formas dominantes de violencia; esta contraviolencia parece haberse privilegiado, resistido a la mímesis para con la violencia estructural. Así, pudo contrarrestarse la violencia de “género”, la de los pueblos originarios y en la que fueron envueltos los estudiantes en sus diferentes dimensiones. En este punto, resulta clave la cuestión del “saqueo”: hubo dos tipos de saqueo –argumentan lúcidamente Raúl Zarzuri y Karla Henríquez- aquellos que saqueaban para quemar la mercancía y aquellos que lo hacían para restituir su valor mercantil. Los dos campos de entremezclan, tal como ocurre con la contraviolencia y la violencia, aunque cuando resulta decisivo mostrar su diferencia cualitativa, precisamente para evitar que el clivaje “la violencia” opere como un genérico y establezca sus formas de “equivalencia general” que la domestiquen, neutralicen y terminen reduciendo la revuelta popular a un asunto “delincuencial”.
“Una primera cuestión que hay que reconocer –escribe Giorgio Boccardo- cuando hablamos de violencia tras el octubre de 2019 es que constituye un componente fundamental de la revuelta popular.” (p. 159). La revuelta porta consigo un “componente” de violencia. Esta observación de Boccardo es clave: no solo “contraviolencia”, también “violencia” porque toda revuelta podría ser vista como un campo de conflicto, una verdadera stásis entre destitución y soberanía, potencia y poder, contraviolencia y violencia. Ahora bien, la existencia de ese “componente” no significa que la revuelta se reduzca a él. Más bien –tal como el resto de ensayos lo ofrece- el don absoluto que define a la revuelta nunca coincide consigo mismo o, lo que es igual, no deja de exceder respecto de sí. El carácter stasiológico de la revuelta –su devenir conflicto interno/externo- es precisamente lo que no permite su inscripción al interior del clivaje criminológico señalado que juega a despojar su cualidad y obliterar su singularidad.
Justamente, frente a su propia deriva stasiológica es que, como bien señala Julio Cortés: “(…) el aparato represivo del Estado dirigió una nueva guerra contra los pobres (…)” (p. 138) estableciendo diversas medidas excepcionalistas que hipertrofian al propio sistema penal. Sin embargo, la revuelta popular de Octubre, no bien careció de una fuerza teleológica que le permitiera conducirse hacia la instauración de un nuevo orden, abrió las condiciones para que el proceso constituyente tuviera lugar (fue la “partera” del proceso –dice Cortés). Porque, ¿qué efecto tuvo la revuelta? ¿Qué significa que ésta haya sido la “partera”? Ante todo, que fue la revuelta la que logró llevar a la episteme transicional apuntalada desde el Pacto oligárquico de 1980, a su punto cero, es decir, dejándolo sin significado, sin legitimidad. En otros términos, la revuelta expuso a dicho Pacto en su vacío, destituyendo su simulacro, su máscara para mostrar su absoluta arbitrariedad, su ser nada más que tiranía institucionalizada. En otros términos, la revuelta expone a la luz del día lo que Ana Bengoa señala con toda claridad: que el Estado mismo está fundado sobre la violencia. Una fundación que no se reduce al orden pinochetista, por cierto, sino a los 500 años de “violencia colonial” orientada al establecimiento de una sexualización precisa, a decir de Iris Hernández y Las3 Abisales o, si se quiere, la máquina pinochetista del Pacto de 1980 como condensación de esa “violencia colonial” que sobrevive en la escena postcolonial. En esta línea, Rodrigo Ganter y Gabriela Varela apuntan a la lectura de la violencia colonial que está en juego en el proceso, señalando algo clave: la revuelta chilena no es aislada, sino que se anuda en otros procesos de revuelta que están teniendo lugar en otras partes del mundo. No se trata de las ciudades más pobres del mundo, sino las más “ricas”: ¿por qué sucede que las más ricas entran en el proceso de revuelta? La respuesta que dan es que, en ellas, se sincronizan cuatro tipos de causas en un mismo acontecimiento: crisis política, justicia económica, resistencia frente a organismos internacionales y defensa de los Derechos Humanos. En Chile –señalan Ganter y Varela- la revuelta octubrista habría anudado las cuatro causas que frecuentemente aparecen separadas. Por eso, el lugar del feminismo no pudo estar ausente: como señala Ximena Goecke, la mujer deviene una potencia decisiva de las protestas –no solo en Chile, sino a nivel mundial- puesto que si la violencia estructural, en su genealogía colonial tiene alguna incidencia, es precisamente, en lo inmediato, sobre los cuerpos de las mujeres. Finalmente, Isidora Iñigo apuesta por una estrategia clave como es la de cuestionar la noción de “anomia” utilizada por el sociologismo chileno. Término que, como señalábamos, funciona como un operador junto al de la “violencia” para neutralizar la pregunta radical que plantea la revuelta popular de Octubre: “(…) la anomia opera hoy como un relato que contribuye a la mantención de la condición de clausura –escribe Iñigo- que ha presentado el sistema político chileno frente a la movilización social.” (p. 192). “Clausura” que implica la inmunidad frente a la posibilidad de transformaciones y, sobre todo, “clausura” que implica un “relato” orientado a la cuestión normativa orientada a la restitución del orden. La revuelta aparece aquí como un simple “desajuste” del orden económico y el institucional que el ejercicio estatal podría perfectamente “ajustar”. Con ello, a la revuelta popular se le sustrae la potencia crítica y su interpelación, reduciéndola a una “violencia” exenta de organización, caótica, originada simplemente por algún “brote pulsional” –Carlos Peña dixit. No habrá, por tanto, “relato” de la anomia que no sea, a su vez, el de la “violencia”, toda vez que ambos se anudan en una misma trama que ensambla nada más que orden. Me parece importante esta última afirmación: el relato sociologista que anuda “violencia” y “anomia” produce orden en la medida que éste deviene nada más que una producción permanente y no un objeto, estado o realidad que esté simplemente allí.
El “libro-artefacto” aquí referido resulta un libro clave para la comprensión de lo que fue la revuelta popular de Octubre y del modo en que ésta aún sigue interpelando a la sociedad chilena. Su estrategia fue entrar a disputar la noción de violencia sustrayéndola del clivaje sobrecodificado establecido. Si bien el libro evade la noción dominante de “violencia” igualmente habría un asunto que valdría interrogar: ¿por qué insistir en el término “violencia”? La seña inicial sobre Jean Genet da la medida: vida y violencia parecen no contradecirse del todo, sino articularse en una misma caracterización ontológica, en cuanto la violencia no sería simplemente “muerte” como “vida” o, si se quiere, porta consigo la finalidad de la libertad. Pero justamente: ¿qué libertad? ¿Por qué la violencia tendría que responder a un “fin”? ¿No habría el riesgo de mímesis con el orden impugnado? ¿No podríamos evadir el propio término “violencia”, destituirle hasta mostrar su ficción, el simulacro que le constituye cuando éste insiste en presentarse bajo el télos, el fin? En cualquier caso, los ensayos aquí dispuestos son clave precisamente porque deshilvanan no solo el orden de la violencia, sino la violencia misma del orden. Su capacidad crítica y su apuesta por ir más allá del clivaje dominante constituye el punto decisivo de este libro que, ante todo, no solo es artefacto, sino también, vida.
Junio, 2022.