Robando melodías a la guitarra
Robar una manzana. Robar una sonrisa. Robar un corazón. Es lo que hace Montero en esta parte de la aventura, donde confirma desde la contradicción una cita a Walt Whitman, “¡Soy inmenso, contengo multitudes!”
El instante en que miré el nombre de las calles que formaban la esquina en la que me había dejado la micro de Valle Grande es uno de esos momentos inequívocos de la vida, que ni el alzheimer puede borrar porque son piedras angulares en las que se sostendrá todo lo demás – aunque nunca sepamos, a ciencia cierta, qué es todo lo demás. Fue el segundo en que descubrí que estaba nuevamente en el Punto Cero de San Rafael, lo cual era irónico porque yo también volvía a estar en cero. Y sobre todo, descubría que estaba muy lejos de Colombia. Porque viajar así era muy bonito, pero de todos modos me cansaba eso de volver siempre al punto cero. Cero plata, cero comida, cero puchos. Cero idea de qué deparaba el futuro. La idea es romántica, e incluso en la práctica puede ser atractiva, pero yo venía de catorce años consecutivos de colegio en los que marzo siempre era el mismo marzo, y los lunes eran todos iguales, y no había mucho por donde improvisar. Después me fui a hacer una especie de año de servicio social a la ciudad de La Unión, en el sur de Chile. Ahí se improvisaba un poco más, pero de todos modos mi viejo me depositaba cincuenta lucas todos los meses y la gente nos llenaba de comida – a mí y los cuatro amigos con los que vivía – y nunca nos tuvimos que agarrar la cabeza para preguntarnos y ahora qué chucha. Luego entré a la universidad a estudiar Historia, y me aburrí como ostra. Me retiré en septiembre. Al otro año entré a Literatura a otra universidad, y volví a aburrirme. Al principio todo era novedoso y entretenido, pero después empezaban las pruebas y a mí me desesperaba pensar que el mundo era tan grande y que existían tantos lugares por conocer, y yo en cambio estudiaba que la semiótica y la semiología, y la sintaxis y la morfosintaxis, como si eso me fuera a ayudar a entender mejor el mundo y la época en que me tocó nacer. Así que empezado el segundo semestre congelé y me puse a escribir una novela ambientada en el golpe de Estado de 1973. Escribía ocho horas diarias. Terminé las quinientas páginas de la novela en diciembre y en enero salí de mi casa para emprender este viaje. Desde entonces, todo era improvisación, auge y caída del vago burgués, vuelta y revuelta al punto cero. Así que me cansaba por falta de experiencia. Pero para cuando llegara a Colombia, pensaba, ya sería un viajero de verdad y la improvisación sería parte del día a día. Pensé entonces que si la improvisación se convertía en una rutina que no daba miedo ni nada, viajar sería una lata. Decidí que para cuando llegara a Colombia tendría que detenerme y ponerme a trabajar o algo así, para volver a tenerle miedo al no saber qué hacer y tener que agarrarme la cabeza para preguntarme y ahora qué chucha, como lo hacía en ese momento, en el punto cero de San Rafael, mientras intentaba recordar el nombre del hostal de cuarenta y cinco pesos del que me hablaron Santi y los demás. Por alguna maravillosa casualidad, di con el hostal después de vagar unos pocos minutos. Era todo lo que buscaba. Había músicos, gente fumando tranquila, tipos jugando ajedrez, otros mateando. Mujeres lindas. Le pregunté al tipo que me recibió si podía pagarle más tarde, que tenía que ir a buscar una plata a una parte, que le juraba que le pagaba. – Todo tranquilo, no te desesperés. Pagáme en un rato más y todo bien. Era un buen tipo, ese. Debía tener un par de años más que yo. Dejé mis cosas en la pieza y me fui a recorrer San Rafael para ver si había restoranes abiertos donde pudiera tocar guitarra. Pero no había calculado que ya eran las tres de la tarde, y todo el mundo sabe que, en verano, los argentinos no existen entre las dos y las seis de la tarde. El calor obliga a todo el mundo a quedarse en su casa y dormir la siesta. Pero yo no podía dormir la siesta. Necesitaba plata. Y estaba muerto de hambre. Me había tomado un mate en la mañana, y eso era todo. Mientras más veía las tiendas y los restoranes cerrados, más me desesperaba. ¿Y si el tipo del hostal me echaba de ahí por no tener cómo pagarle? ¿Me dejarían trabajar en algo a modo de pago? De pronto pasé por fuera del Casino. Con lo que me gusta a mí jugarme unos pesos en la ruleta. Quise entrar a mirar, pero me detuvieron en la entrada diciéndome que no podía ingresar “con esa facha”. No alegué y me fui, pateando piedras por la calle. Me rugía el estómago de hambre, pero sobre todo sentía la necesidad imperiosa de fumar, y el tabaco y los papelillos se habían terminado en las largas fogatas del Valle Grande. En eso pasó un tipo y me pidió un cigarro. – No tengo ni pa’ mí – le respondí medio enojado. Recordé que mi viejo me había enseñado desde chico que esa frase es horrible, y que la correcta debería ser “no tengo ni para ti”. Pero en ese momento me salió del alma, y además mi viejo lindo estaba tan lejos, probablemente fumándose aquel bendito cigarro de después de almuerzo familiar. ¿O era día de semana? Me sorprendí de darme cuenta de que no tenía idea de qué día era y de qué tampoco me interesaba. Me reí de imaginarme a mí mismo en mi rutina universitaria sin saber qué día era. Con lo organizado y maniático que soy, era una cosa imposible. Pero viajando todo era posible. Y me di cuenta de eso – de que todo era posible – poco después, cuando vi en la calle un puesto de manzanas abandonado. Probablemente el dueño estaba por ahí, pero no se veía. Quizás había ido a mear, qué sabe uno. Y yo me quedé mirando las manzanas y mi estómago me quiso obligar a que tomara una, una sola, una bien roja. Recordé entonces la escena en que Alexander Supertramp, el héroe de Into the wild, se come una manzana y la mira y le dice, con la pasión de los muertos de hambre, you’re really good, you’re a thousand times better than any apple that I ever had. I’m not Superman, I’m Supertramp, and you’re super Apple… so tasted, so organic, so natural. Y el jodido hijo de puta se la comía tan feliz, y ambos en situaciones tan parecidas, y entonces me enfrenté por primera vez al dilema al que sabía que me iba a enfrentar en algún momento del viaje. ¿Robar o no robar? Porque yo nunca había robado en mi vida, pero también era cierto que nunca había tenido la más mínima necesidad de hacerlo. ¿No robaba porque era mi moral y mi ética ciudadana? ¿O no robaba porque no tenía necesidad? Muchas cuadras más allá, sentado en una plaza, mientras me comía esa manzana que era mil veces mejor que cualquier manzana que me hubiera comido antes, que era tan orgánica, tan natural, tan, pero tan rica, tan SuperManzana, descubrí que era capaz de robar por hambre. Porque finalmente, son las manzanas las que cambian la historia. La de Eva nos dio el pecado, pero también la sabiduría. La famosa manzana de la discordia hizo pelearse a Hera, Afrodita y Atenea y produjo la Guerra de Troya. La de Newton nos regaló aquel concepto tan útil – ¿cómo lo hacía la gente antes de Newton – de la gravedad de la Tierra; René Magritte revolucionó el arte y la filosofía con su famosa manzana que no es una manzana (Ceci n’est pas une pomme). La de Nueva York domina al mundo, y la de Alexander Supertramp le dio una bella lección: la manzana es una hueá muy rica que comemos poco porque tiene mucha competencia. Y a mí me hizo sentirme feliz al comerla, tirado en una plaza en la que nadie me veía, después de haberla robado en la calle porque tenía hambre. Mascada a mascada, me iba enterando de que soy inmenso como el mundo y que contengo multitudes. * No hubo caso: la siesta argentina es la siesta argentina y no había nadie en la calle, nadie ni siquiera para mendigarle un cigarrito, mucho menos niños en una plaza que quisieran escuchar un par de cuentos. Regresé al hostal, todavía muerto de hambre y sin un peso en los bolsillos. – ¿Y? – me preguntó el tipo del hostal -. ¿Conseguiste la guita? Dudé un segundo, pero finalmente decidí confesar. Que no tenía nada de plata y que esperaba poder conseguir algo tocando, en la noche. Pensé que me iba a mandar a la mierda, pero en vez de eso quiso saber qué tocaba. Entonces empezamos a conversar de música y de instrumentos y finalmente de la vida. Al final me dijo que no me preocupara, que esa noche me quedara ahí aunque no juntara los cuarenta y cinco pesos, que al día siguiente iba a conversar con los otros dueños del hostal para ver si me podían dar “algún laburo”. – De todos modos, acá en la pizzería que está afuera, pegada al hostel, podés preguntar si te dejan tocar, creo que no tienen rollos. Si juntás la guita, mejor, porque tampoco es seguro que te podamos dar laburo y no sé si me acepten que te quedés otra noche sin pagar. Por esta pasa, para que no te quedés en cualquier parte, ¿vale? Fui de inmediato a preguntar a la pizzería si podía tocar y el dueño me contestó con una amplia sonrisa que por supuesto, que faltaba más, que tipo nueve de la noche empezaba a llegar gente. Evalué quedarme a vivir para siempre en San Rafael. ¡Qué gente! Mientras esperaba que dieran las nueve, me puse a jugar ajedrez con un ecuatoriano que se alojaba ahí. Poco después comenzó a llegar toda la masa de huéspedes y antes de que pudiera darme cuenta, habían sacado guitarras, charangos y bongós y se amontonaban todos ahí para cantar y comprar cervezas (los del hostel vendían ahí mismo). Yo sólo me preguntaba por qué mierda nadie me dijo que existía este hostal cuando llegué a San Rafael, por qué mierda me alojé en esa pieza de cucarachas donde me robaron todos mis ahorros. Acá todo era magnífico. Me sumé al círculo de los músicos y demás curiosos. De pronto, alguien me pasó una cerveza heladita, una botella maravillosa que estaba cerrada. Pregunté de quién era. Tuya, me respondieron. Me la había regalado el dueño del hostal. Me acerqué a él para agradecerle. – Qué agradecés, che. Yo he viajado como vos y sé cómo es. Además, así salís con más pachorra a tocar, te veo algo desanimado. Era verdad. Estaba feliz en ese hostal, pero el hambre y el cansancio me mataban. Cuando dieron las nueve yo estaba tocando con todos en el círculo de la entrada del hostal. Tuve que excusarme porque tenía que ir a tocar a la pizzería de al lado. – ¡Suerte, chileno! – ¡Ganá millones, che! Me gritaban todos, palmetazos en la espalda incluidos. Quise tener una fiesta de cumpleaños, con torta, piñata y sorpresa, para poder invitarlos. Así que salí del hostal como todo un campeón. El dueño de la pizzería me vio y se fue de inmediato a bajar la música. La terraza del local estaba llena. Había por lo menos unas treinta personas, algunas más o menos expectantes porque siempre es curioso ver a alguien con esa especie de frenillos con los que sujetaba la armónica. Comencé con Sólo le pido a Dios de León Gieco, que tiene muy linda armónica y que además podía captar ciertas sensibilidades de los argentinos, que adoran a Gieco (más como persona que como músico, según me fui enterando). Noté que la gente me miraba con cierto entusiasmo, con alguna curiosidad, por último con empatía. Pero cuando terminé esa canción y me disponía ya a empezar la segunda, me interrumpió un sonido. El sonido más maravilloso del mundo. Un concierto de treinta personas que sacaron las manos de sus pizzas para integrarse a la música del reconocimiento, la más feliz de las percusiones, la melodía más simpática del universo. Un aplauso que yo consideré feroz. Totalmente desproporcionado. Un aplauso que para ellos no significaba nada más que batir las manos para apañar al muchacho cochino de la viola y la armónica, el de los frenillos raros, que no tocaba mal, ¿eh?, un aplauso siempre es bien recibido, aplaudí al pibe, Federico. Un aplauso como cualquier otro, pero que para mí significó absolutamente todo. Un aplauso que fue un aleph. Porque vi todo el mundo en ese aplauso sencillo de los comensales argentinos. Vi, sobre todo, que la vida dependía de mí. Y supe que era posible llegar hasta donde yo quisiera, cargando toda mi inmensidad, todas las multitudes que contengo. * Regresé al hostal después de cinco o seis canciones, con la gorra verde repleta de billetes. Al entrar, recibí una verdadera ovación del círculo de los huéspedes del hostal, que habían detenido la música para escucharme a mí, según se apresuraron en contarme. Sos un ídolo, me decían, qué bien tocás. Y yo agradecía sonriendo y a sabiendas de que no aplaudían mi mediocre talento musical. Aplaudían otra cosa, que yo tampoco sabía bien qué era. Pero la aplaudían con ganas. Me fui a la pieza para contar los billetes. Tenía sesenta pesos argentinos. Hice cálculos rápidos y decidí que tenía que aprovechar la noche sanrafaelina. Me compré una cerveza y luego volví a salir, a buscar más restoranes, a ganarme la plata para todo el viaje si era necesario. Después de dos horas, tenía casi cuatrocientos pesos y una millonada de aplausos. Había recorrido cinco restoranes, y al final me repetí la pizzería porque el público ya había cambiado – y mi repertorio no -. En dos ocasiones, gente que comía me invitó a sentarme con ellos. – No tenemos sencillo, pero tomáte esta cerveza. – ¿Qué preferís, un par de mangos o todo este pedazo de pizza? Una cuarentona preciosa me pidió que tocara por favor algo de Silvio Rodríguez. Le dije que podía ser, pero que yo no cantaba, que con la pura armónica. – Pero dale cantando, yo te acompaño. – Te conviene – me dijo su acompañante, guiñándome un ojo, y yo vi el signo peso dibujado en su pupila. Canté Óleo de una mujer con sombrero, que llega a tonos bastante altos y difíciles, pero creo que no desentoné. Además, la cuarentona linda cantó conmigo y la gente nos aplaudió a los dos. Me regalaron treinta pesos por mi bonus track. Treinta pesos y un millón de sonrisas. Esa misma noche, otra cuarentona me pidió que cantara alguna de Joaquín Sabina, la que fuera. Yo sólo me sabía Diecinueve días y quinientas noches. A ella le pareció maravilloso. Así que la canté y fui coreado por todo ese restorán. Sabina pega mucho en Argentina y yo sólo me sabía esa canción. Regresé al hostal saltando en una patita. Pagué mi noche y quise dejar el trabajo hasta ahí, para quedarme en el círculo de músicos. Tomé otra cerveza y me dispuse a seguir cantando, a cantar toda la noche con tan lindas personas. Pero de pronto, viendo que estaba relajado por fin, mi estómago se puso a alegar de tal modo que fue imposible no oír su justo alegato. Una hora y media después, ya acostado en mi cama del hostal, saboreaba aún la milanesa con papas fritas que me di el lujo de comprar en un restorán, acompañada de una buena copa de vino y con postre incluido. Tenía más de doscientos pesos aún y por delante varias noches sanrafaelinas en las que podría seguir ganando plata y ahorrando para días de vacas flacas – ahora lo pienso con detención, lejos de la euforia de aquel día, y caigo en la cuenta de que en realidad doscientos pesos argentinos no son más que unas veinte lucas. Pero aun así yo me sentía un millonario omnipotente. Y así estaba cuando de pronto abrí los ojos de golpe y me quedé mirando la oscuridad de la pieza sin mover un músculo. Ese día había comenzado en el punto Cero. Ese día, ese mismo día, había tenido que robar una manzana por hambre. ¿Pero era el mismo día? Y mi memoria logró traer un pasaje de El túnel, de Ernesto Sábato, que fue lo único que me permitió dormir tranquilo sin pensar si se trataba del mismo día o no. Es la parte en que Juan Pablo Castel, el pintor, está escondido detrás de unos arbustos y prepara el asesinato de María. Se pregunta entonces por el tiempo de los relojes: “No sé cuánto tiempo pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte. Pero de mi propio tiempo fue una cantidad inmensa y complicada, lleno de cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces extrañamente calmo y casi mar inmóvil”. No importaba si era el mismo día o no. El tiempo me contenía a mí y a toda mi inmensidad en sus múltiples relojes.
Para leer las crónicas anteriores, puedes entrar a los siguientes links:
Primera entrega: http://www.carcaj.cl/2013/06/apatapela-cronicas-sudamericanas/
Segunda entrega: http://www.carcaj.cl/2013/07/apatapela-la-ruta-continua/
Tercera entrega: http://www.carcaj.cl/2013/08/apatapela-seguir-contando-cuentos/
Cuarta entrega: http://www.carcaj.cl/2013/09/apatapela-siguiendo-los-pasos/
Quinta entrega: http://www.carcaj.cl/2013/11/apatapela-mi-aventura/
Sexta entrega: http://www.carcaj.cl/2013/12/apatapela-leyendo-junto-al-rio/
Séptima entrega: http://www.carcaj.cl/2014/01/nadar-a-contracorriente/