Secularización y hambre
… Y respondióles José: No temáis.
¿Estoy yo en lugar de Dios?
Vosotros pensasteis mal sobre
mí, más Dios lo encaminó á bien,
para hacer lo que vemos hoy,
para mantener en vida á
mucho pueblo.
Génesis, 50,19-20.[1]
La mística llama a la mecánica…
Henri Bergson, Las dos fuentes de la moral y la religión[2].
… La risa es la desaparición de la materia.
Al reírnos no solo nos agitamos, sino que
a veces volamos, nos dejamos llevar, saltamos
de nuestros cuerpos, nos evaporamos, e incluso
quizás por un momento dejamos nuestras almas…
Riendo nos arrancamos de nuestro lugar – nos
elevamos … Todo lo que no es absoluto es ridículo.
Ahí donde haya medida y peso, pecado y sangre,
el Revisor no dejará de llegar. Él dirá: ¡Esto no existe!
¡Esto es un engaño! ¡Sígame! ¡¿Entiendes?!
Abram Terz (Siniavski), A la sombra de Gogol (texto en ruso, pp. 180-182)[3].
I. El cielo estrellado
La trascendencia significa etimológicamente un movimiento de a través (trans), pero también de ascenso (scando): expresa un doble esfuerzo: franquear el vacío del intervalo y franquearlo elevándose, cambiando de nivel. Si pensamos este movimiento en su significación literal de cambio de lugar –antes de cualquier metáfora, de la que, quizás, es el modelo– podemos concebir que puede haber sido extra-ordinario, inmediatamente sobre-natural. En una época en que todo movimiento hacia lo alto está limitado por las líneas de las cumbres, los cuerpos celestes son absolutamente intangibles. Estrellas fijas –o estrellas que siguen trayectorias cerradas, esquemas de identificación– estos cuerpos se ofrecen a la mirada y dibujan así, para la vista, un firmamento de lo inaccesible, denominado cielo.
Este cielo reclama una
mirada distinta a la de una visión que, ya dirigida o pretendida, procede de la
necesidad, es una caza de cosas. Este cielo exige unos ojos purificados de toda
codicia, una mirada distinta a la de los animales razonables o astutos, una
mirada distinta a la de los cazadores que persiguen el movimiento en la que,
entre el acercamiento y el mordisco, se interpone la captura [prise en mains] y la puesta en reserva
y, por tanto, el apoderamiento, la adquisición. Los ojos vueltos hacia las
estrellas se separan del cuerpo en el que están implantados. En esta separación
se deshace la complicidad entre ojo y la mano,
tejida por algún hambre, y más antigua y fuerte en su trama natural, innata,
que nuestras distinciones entre conocer y hacer.
La mirada que se eleva hacia el cielo se encuentra con lo sagrado. Lo intocable es el nombre de una Imposibilidad antes de ser el de una Prohibición. El intervalo que se extiende entre el cielo y el hombre –infranqueable para el movimiento y franqueado por la visión– es la trascendencia. No se trata de una ascensión sino de una relación o deferencia que, para el hombre, es desde el principio asombro, admiración y culto: asombro ante la extraordinaria ruptura de lo alto por un espacio cerrado al movimiento y al dominio. La altura de las estrellas adquiere la solemnidad de lo superior. Absuelta de las idas y venidas terrenales, se llama divina. La trascendencia espacial de esta mirada es literalmente idolatría. ¿En qué medida todas las formas de lo numinoso –en sus innumerables variaciones o inversiones– no proceden de esta idolatría originaria? El espacio cósmico, pletórico de dioses, no necesita de trasmundos.
Bajo la agitación en la que se debate el epithemetikon, bajo los movimientos empíricos y las detenciones de movimientos que ordena, bajo los desplazamientos hacia el objetivo donde el ojo, traicionando su codicia, solo anticipa el gesto de la mano, bajo todo este curso incesante hacia las cosas, la bóveda celeste con las estrellas fijas o con las estrellas que vuelven sobre sí mismas en sus trayectorias cíclicas, confirma el reposo imperturbable de la tierra firme. Este reposo reina: hacia la autoridad misma del Soberano se eleva desde el fondo de los ojos maravillados, difiriéndose a las estrellas la leal sumisión anterior a todo juramento, la religión. Reposa en su énfasis reinante, ordenado a la luz de los astros que no solo iluminan, sino que, brillando, se muestran, se hacen dioses visibles y, normativos, exaltan el mandato mismo de las normas: la excelencia de lo Soberbio, la jerarquía, el orden por siempre establecido, el lugar natural e inalienable que no perturba al extranjero/extraño, excluyendo el comercio y la novedad.
Aristóteles (Metafísica, 982, B 15-20)[4] creyó ver en la admiración suscitada por el conjunto de lo maravilloso en los mitos, el asombro donde, para él, como para Platón, comienza el saber filosófico. Pero interpretó el asombro como el reconocimiento de una ignorancia por sí misma, haciendo así que el saber procediera del amor al saber; negando, así, al saber cualquier origen en las dificultades prácticas de la agitada vida terrenal y del comercio entre los hombres, en cualquier dificultad de la mano inmersa en la materia que modela o de los hombres que no llegan comunicarse entre sí.
El reino del reposo astronómico donde resplandece lo intangible ¿no es, en su maravilla, la expectativa del saber por parte de la ignorancia que lo quiere y lo presiente, es decir, la premisa, o una de las premisas, del racionalismo de Occidente? ¿No es esta lealtad anterior a todo juramento, en su antigüedad –más antigua que toda historia y cualquier prehistoria– el secreto del a priori de la identidad, el secreto de la inteligibilidad de lo Mismo, aún ignorado en su antigüedad anterior a las categorías de la síntesis del juicio, respecto de las que este reinado es ya necesario, ahí donde Kant –enfrascado en las estructuras analíticas de la lógica formal– supo distinguirlas? ¿No es el saber de occidente la secularización de una idolatría? En la extraordinaria ruptura de la trascendencia que es la idolatría, el reposo de la tierra bajo la bóveda celeste, ¿no viene a prefigurar el reino de lo Mismo? En la admiración de la idolatría, el asombro es la confesión de la ignorancia del saber, del cual se duda que identifique lo idéntico. Nacimiento de la Razón: del abarcamiento que la universa en universo, de la comprensión que reúne –el pensamiento–. El nacimiento del pensamiento a costa de una constricción que levanta o recoge en un punto el volumen del cuerpo humano. Ya no proyecta ninguna sombra sobre la tierra que, hasta entonces, pisaba, y todo sucede como si los ojos, asombrados, trascendiendo la altura, ya no tuvieran sus cavidades. Un punto que pronto se llamará la unidad de la apercepción trascendental, fijada nadie sabe dónde, o la unidad del concepto situado en el espacio mismo que dicho concepto comprende. Hasta el día en que esta constricción habrá sido denunciada como escándalo o impiedad, no dejando al hombre, una vez implantado en su tierra, ni pulmones ni espacio respirable. No se sabe, sin embargo, si en esta idolatría se anuncia otra trascendencia, si no surge un lugar social que compense en el pensamiento y la naturaleza objetivada la pérdida del lugar inalienable.
En cualquier caso, la contemplación pasa de su sentido etimológico, que es hierático, a su significado obvio, que es el de la intuición y el conocimiento: del asombro a la filosofía, de la idolatría a la racionalidad o al ateísmo. En la fijeza astronómica se despliega el “gesto” inmanente y el reino (y el reinado) del ser, el reposo o la positividad, extendidos en el saber, sobre la superficie plana del tema, indiferencia respecto a la altura, y como una presencia en el frente de un escaparate: ser de presencia que recomienza, en todas partes lo mismo, recomienzo de lo Mismo, ser en tanto que ser, como acto de reposo bajo las especies de la identificación, obrando en su obra de acto por medio de una re-presentación de entes por un espíritu. El ser en tanto que ser adviene en esta identificación misma, el ser en tanto que ser siendo por medio de su inteligibilidad y, por tanto, ser siendo a manera de la ontología. Indiferencia, en su positividad temática, hacia cualquier altura infranqueable, cualquier cielo, cualquier trascendencia. El cosmos que aseguraría todo este reposo, se muestra también en el tema. Platón, en la República, ya se burla de Glaucón que sigue creyendo en la altura del cielo.
El sujeto de la representación también está sujeto al reino del ser, pertenece a su reinado. El reino del ser no ha sido expuesto aquí como un hecho empírico. El recordatorio de la altura del cielo no tendía, ni hubiera bastado, para desmitificar o de-construir la trascendencia (y la ontología que la seculariza) reduciéndola a estos pocos estados de cosas, vestigios de una época pasada en la que no se podían imaginar los viajes interespaciales. La revolución de este período y la secularización de la trascendencia idólatra en un mundo donde reina el reposo, se relevará, como todas las revoluciones, en las significaciones de lo no revolucionado[5]. La trascendencia de la idolatría se translucirá en el saber al que habrá llevado el desinterés de la teoría, la serenidad del pensamiento que buscan en vano los fenomenólogos o los psicólogos en los únicos recovecos de la conciencia práctica del hombre que parecían, cronológica e intrínsecamente, primarios; conciencia práctica ligada al conatus essendi del que el ser humano, en ningún aspecto, estaría exceptuado. Pero, por otra parte, que la trascendencia de la idolatría, en un mundo en reposo, sea un estado de hecho, es una verdad incontestable, sin que haya ninguna reducción posible de este hecho por un “dado de la experiencia”. Es el “ya hecho” de la estabilidad, es el estado o estatus ya realizado y pasado en relación con toda experiencia como tal. En el gesto del ser, ahora pensado y comprendido –del pensamiento y de la comprensión que pertenecen, ellos mismos, a este gesto– este pasado es la positividad de lo objetivamente dado donde solo tienen lugar el sentido, el fundamento y la pre-suposición, términos que evocan la arquitectura de los edificios que reposan sobre sus cimientos –modelos de toda racionalidad en nuestra tradición occidental–[6].
II. Secularización
Pero la secularización de la trascendencia que se convierte en lo Mismo del Ser no encuentra su posibilidad sino en el asombro. Para que el saber salga efectivamente del asombro, para que la ignorancia sea efectivamente reconocida como tal, para que la trascendencia de la idolatría se reduzca a la serenidad del saber, para que el ser llegue a ser en cuanto ser, era necesario también que la luz del cielo iluminara la astucia y la industria de los hombres.
La luz –la mirada admira el fuego celestial– es la misma que ilumina los ojos que se dirigen hacia lo dado. ¿No se convierte el brillo de las estrellas y del sol en un fuego arrebatador [feu ravi] en el cielo? Estos ojos con su innata codicia –estos ojos que apuntan y perciben– estos ojos astutos de cazadores, que habrán aprendido la paciencia contemplando el cielo que modela y cubre con su sombrero estrellado el más inquebrantable de los terrenos, el más fundamental, la tierra, se convierten en mirada industriosa. El gran reposo del ser, la positividad de las cosas, la verdad del saber, son convenientes para el intervalo entre la visión y el apoderamiento y consumición de los que se nutren de la tierra [nourterrestres], pero también para su comprensión e intercambio. Lo que cuenta en la historia del saber racional y técnico no es la elevación del cuidado a la teoría impasible, ni el nacimiento del acto en la serenidad especulativa. La codicia de la mirada y la curiosidad del deseo, ¡ésta es ya la maestría inmemorial de Messer Gaster! Lo que cuenta es la paciencia del concepto a partir de la secularización de la idolatría.
Hay una conveniencia, pues, entre la secularización de la idolatría que se convierte en ontología o esta filosofía primera elaborada por los griegos que marcará el destino de Occidente donde nacieron las ciencias exactas –que ninguna civilización humana podía recusar y que cada una parecía esperar de su propio destino–, entre esta inteligibilidad del cosmos donde el espíritu equivaldría al conocimiento, a la correlación del saber-ser, entre la representación y la presencia, midiéndose y equiparándose, verificándose mutuamente, una convergencia entre la ontología y el sentido común práctico de los hombres preocupados por el hambre, por captar las cosas, por percibir, de los hombres llamados a tomar antes de consumir y, así, a adquirir y almacenar, a mantenerse en casa, en sí, y a construir, y a asegurar la presencia de las cosas y a representárselas y, de una cosa a otra, a tocar las fuentes mismas de la luz celeste que un día se reducirá a su esencia físico-química. El genio de Grecia es la sabiduría de las naciones. Toda relación práctica con el mundo es representación o se funda en una representación, y el mundo representado es económico. Se da universalidad de la vida económica que la abre a la universalidad de la lógica y del ser. Existe una réplica terrenal del gesto materialista de Prometeo. El humanismo proviene de una humanidad hambrienta y universal a pesar de las variedades de lo que denominamos culturas. Messer Gaster es el primer maestro de las artes del mundo.
Pero los hombres habrán aprendido de la trascendencia de las estrellas a hacer pacientes sus apetitos y a desprender sus técnicas de las profundidades de las teorías. Grecia no habría sido sino el punto en el que esta conveniencia se convirtió en un eslabón reconocido en la definición de una animalidad razonable.
Así pues, no hay nada más comprensible para los hombres que la civilización occidental en sus matemáticas y técnicas y su ateísmo o secularización con respecto a los dioses visibles, una civilización asimilable por la sabiduría de las naciones, ¡valores europeos absolutamente exportables! Pueden ser asimilados por los humanos sin excepción, cualquiera que hayan sido los deslices de la idolatría originaria que les sirvió de civilización, mitología y costumbres y que no han podido secularizar.
¿Connivencia entre Prometeo y Messer Gaster? Este último confiesa primero ser una simple parte del alma, la parte inferior, inferior; se convertirá en el conjunto de la subjetividad, pero se consagrará como el primer maestro de las artes en el mundo, mucho antes del materialismo oficial. Fuente de la humanidad y la razón, fin de la animalidad y la estupidez [bêtise]. ¿Arrebato de fuego celestial por uno o por otro? Pero la idolatría de la trascendencia se convierte en geometría celeste, astronomía y balística, la luz se convierte en la química de lo intocable, la contemplación en la búsqueda de la verdad donde, de manera en general, lo dado viene a llenar el objetivo intencional de la mirada –que pasa por la identificación–. Así morirán los dioses visibles. Y, como para celebrar esta muerte con un rito, los viajes interespaciales tocarán los misterios del cielo estrellado, las rocas frías o las fotografiarán en fusión.
III. Tecnología
Nadie es tan loco como para ignorar las contradicciones y desgracias de la tecnología y sus peligros mortales, las nuevas esclavitudes y mitologías que amenaza, y la contaminación resultante que envenena, en el sentido más estricto del término, hasta el aire que respiramos. Pero el balance de ganancias y pérdidas que se elabora, de hecho, no descansa en ningún principio riguroso de contabilidad. Las contradicciones señaladas pueden no significar más que una dialéctica inacabada, la denuncia de las mitologías[7] generadas por la era técnica y que comprometerían su pretendido racionalismo, se basa en nociones puramente míticas y sagradas[8], lo que no es suficiente para aprehender con justicia el daño que los nuevos ídolos harían, sin que lo sepamos, a la emancipación humana. La condena de la tecnología –difundida en la opinión pública por medio de todos los perfeccionamientos en la tecnología de la radiodifusión– también se ha convertido en un recurso retórico, olvidando las responsabilidades a las que llama un número creciente de personas “en vías de desarrollo” que, sin el despliegue de la tecnología, no podrían ser alimentadas.
Sin embargo, la tecnología, como secularización, cuenta: es destructora de los dioses paganos, y de su falsa y cruel trascendencia. A través de ella, algunos dioses –más que Dios– están muertos; algunos poderes misteriosos de los elementos en las profundidades del mundo o del Alma, a pesar de su soberbia o de su secreto son objeto de burla –lo que, tanto para un misterio como para un dios, equivale a su muerte–: dioses del orgullo y de la dominación, dioses de la conjunción astrológica y del fatum, dioses de la tierra y de la sangre, tan inalterables como la trayectoria de los cuerpos celestes, dioses locales y dioses del lugar y del paisaje de terrenos inquebrantables, todos esos dioses que “bajan a la tierra o a las aguas bajo la tierra”, a las aguas que duermen –¡las peores aguas!– en la conciencia, reflejan o repiten, en la angustia o el terror, a los dioses visibles de los cielos. Sin duda, no es a la ligera que, entre todos los nombres del paganismo el de la adoración de “huestes celestiales” tome en la Biblia la función del nombre más propio. En este sentido, la técnica que los despoja de su divinidad, nos enseña –más allá del poder que nos da sobre el mundo– que estos dioses son del mundo, es decir, cosas, y que las cosas, después de todo, no son gran cosa, que hay engaño en su resistencia y objetividad, que hay residuos en su esplendor, y que nos es preciso reírnos de ellas en lugar de llorar ante ellas. La técnica secularizadora se inscribe entre el progreso del espíritu humano o, más exactamente, justifica o define la idea misma de progreso y es indispensable para este espíritu, aunque no sea su fin.
V. La otra trascendencia
Pero el sentido práctico de los hombres que, en un mundo en reposo, piensan positivamente, a partir del ser, y reconducen toda significación a la posición –es decir, a la positividad del mundo donde se encuentra lo dado para ser tomado, el pan de cada día, los bienes para ser acumulados, para ser depositados como reserva o para ser exhibidos como mercancías–, ¿es la sabiduría universal de las naciones reducida a los efectos de la coyuntura empírica del organismo necesitado del hombre, a la contingente aparición de una animalidad razonable? ¿No es la empiria animal del humano también el estallido del “gesto” del ser que conduce a todos los seres? ¿Un estallido donde se abre una brecha o una fisura –una salida o su apariencia, ¡qué importa!– sino una dirección hacia el más allá de otro Dios? ¿Se han medido las profundidades del hambre? Profundidades donde, ciertamente, a primera vista, lo Mismo no busca sino confirmar su identidad, donde el ser-mundo pone fin a los juegos sin reglas ni apuestas, a la libertad liberada de sus consecuencias –donde el Yo humano se tensa sobre sí mismo y, sordo al lenguaje (“el vientre hambriento no tiene oídos”), se cierra a toda serenidad, es decir, a toda ideología tranquilizadora, a todo equilibrio que sería más el de la totalidad–. El hambre es, en sí misma, la necesidad o la privación[9] constitutiva –si se puede decir así– de la materialidad y la gran franqueza de la materia. Pero una privación cuya agudeza consiste en desesperar esta misma privación y en no poder consolarse con un mundo “espiritualmente ordenado” en el que los historiadores –de pasados reales o utópicos– encuentran a los miserables saciados con el olor de la carne asada, pagados con el sonido de las monedas y consolados por la conciencia que tenían de la armonía del conjunto del cuerpo social y de la perfecta definición de su estatus. El hambre, que música alguna puede aplacar, seculariza a toda esta eternidad romántica. Privación cuya agudeza consiste en la desesperación de esta misma privación, como dijimos: la desesperación no puede ser descrita como un estado. Es un recomienzo incesante del hambre que se debate contra la misma superficie pétrea, cabeza que se golpea contra la pared, pero así, como apelando a algún reverso de la Nada. Una llamada sin oración. Ni visión, ni siquiera objetivo, ni tematización, ni interpelación. Ciertamente. Pero como una versión pre-intencional, como una deportación fuera del cosmos; plegaria, petición o ruego anterior a la oración. Sin ninguna posición o afirmación –pregunta; pregunta sin datos; pregunta que no es siquiera posición de esta pregunta, pregunta más allá, pero no hacia algún tras-mundo; pregunta en la oscilación de los términos de una alternativa– ambigüedad de la muerte o de Dios. Es una cuestión irreductible a una simple modalidad problemática hacia la que se derivaría alguna doxa asertórica o apodíctica. Para-dojal, se debate en la profundidad de su interés. La trascendencia es, pues, un afuera no espacial, estallido, en el seno de lo Mismo, de la pregunta al otro y sobre el otro, según un cuestionamiento anterior a toda ontología. La secularización por hambre es una cuestión sobre Dios y a Dios, pero, por ello, menos y más que una experiencia. ¿No recibe acaso alguna respuesta, aunque sea como el eco enigmático, es decir, ambiguo, de la propia pregunta? No se trata, ciertamente, ahí, de hacer subjetiva la trascendencia, sino de asombrarse de la subjetividad donde la metafísica tiene lugar o se implica, de la subjetividad como modo mismo de la metafísica.
Messer Gaster no reina sin compartir. Entre los apetitos en los que se afirma el conatus essendi, la persistencia del ser de aquí de abajo en su propio ser, el interés, el hambre es extrañamente sensible, en nuestro mundo secularizado y tecnificado, al hambre del otro hombre. Todos los valores están desgastados, excepto éste. El hambre del otro despierta a los hombres de su letargo de saciedad y los hace salir de su satisfacción. La nueva trascendencia es la negativa a creer en una paz con otro a causa de una armonía cualquiera en la totalidad; la certeza de que nada puede engañar el hambre del otro hombre.
No nos asombra lo suficiente, bajo el término banal de compasión, la fuerza de la transferencia que va desde el recuerdo de mi propia hambre al sufrimiento y a la responsabilidad por el hambre del prójimo. No nos asombra lo suficiente la unicidad misma del yo –huella de una evasión imposible y, por lo tanto, de la responsabilidad inaccesible– que todavía individúa a quien, saciado, no comprende al hambriento. No deja, en efecto, de eludir su responsabilidad sin escapar de sí mismo, es decir, de su singularidad como enigma. Pero en la posibilidad que tengo de abandonar el concepto edificante del Yo y de ser, en primera persona, el primero en ceder paso, en ser yo, la vida retiene su aliento y su vitalidad de “fuerza que va” para preocuparse por el sordo mensaje que vuelve de más allá del ser en la pregunta misma que va hacia ella.
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* “Sécularization et faim” se publicó en E. Castelli (ed.), Herméneutique de lasécularisation (París: Aubier-Montaigne, 1976), pp. 101-109. Posteriormente apareció en Catherine Chalier & Miguel Abensour (eds.). Cahier de L’Herne Emmanuel Levinas (París: L’Herne, 1991), pp. 76-96. En esta traducción se ha utilizado la versión disponible en Kainos, n° 7, http://www.kainos.it/numero7/emergenze/Levinasfr.html. Traducción: Javier Pavez (pavez@usc.edu).
[1] “Génesis” en La Santa Biblia. Antiguo y Nuevo testamento. Antigua versión de Castodoro de Reina (1599), revisada por Cipriano de Valera (1602) y cotejada por diversas traducciones, y con los textos hebreo y griego, 50,19-20 [N. del T.].
[2] Bergson, H. Las dos fuentes de la moral y la religión. Madrid: Tecnos, 2020, p. 257. [N. del T.].
[3] Trad. a partir del texto de Levinas. [N. del T.].
[4] Véase, Aristóteles, Metafísica. Trad. Tomás Calvo Martínez. Madrid: Gredos, 1994, 1982b 15-20, pp. 76-77. [N. del T.].
[5] En el racionalismo de los estoicos, de Spinoza y Hegel, el reinado de la necesidad sin violencia equivale al reinado de la divinidad.
[6] En relación con esta tradición, los mitos de Orfeo y Anfión, en los que el orden arquitectónico se deriva de la armonía musical, marcan un límite –aunque de origen estético– de la ontología.
[7] La mitologización golpea todo valor, incluso el más alto, incluso la obra de desmitologización. Es aquí quizás donde se impone la permanencia del ejercicio intelectual desinteresado –¿es este el rol de la filosofía?– más allá de la formación profesional, la vida artística y religiosa. El ejercicio intelectual del despertar solo es concebible como el despertar en el despertar, como el despertar de lo que, en el estado de despertar, ya está aletargado y adormecido.
[8] La luna no es más una roca y ya no puede ser objeto de culto. Pero el astronauta es un semidiós. Es cierto, ¡pero al menos el 50% está secularizado de esta manera! Y habría que ver de cerca si la otra mitad de esta falsa divinidad es sagrada en el mismo sentido que los ídolos anteriores al desarrollo tecnológico, si los hombres que aplauden la valentía del astronauta no mantienen su lucidez.
[9] Modelo de la privación lógica.