Señales de ruta en La Comedia de Chile
La Comedia de Chile, de Guillermo Rivera (Valparaíso, 1958) está dividido en cuatro capítulos: “La avidez del autor”, “Irrupción de los padres”, “El jardín de su Edén” y “Ausencia de obra”.
La primera parte del libro está dominada por el cuadro de Diego Velásquez, Las Meninas, también llamado hacia 1666 La familia de Felipe IV. Este retrato representa como personaje central a la infanta Margarita en una situación cotidiana y familiar, teniendo como irrupción paradigmática al propio pintor, Velásquez, dentro del mismo cuadro.
Para algunos Las Meninas son el primer manifiesto sobre la pintura como arte liberal. Es decir se devela al pintor como productor de la obra, escenificándose en relación al objeto, dándole de cierta equivalencia con la monarquía. Pues para Velásquez era muy importante la profesionalización del pintor, denominando a la pintura como un arte mayor dentro de las artesanías de esa época. Dicho esto, podemos establecer que el cuadro aludido sufre por parte del autor una apropiación simbólica, inaugurando el libro en el forcejeo entre arte y sociedad. También en esta sección del libro, podemos observar cierta narración del estado de las cosas, una situación histórica que evidencia el trauma de la Dictadura.
Por ejemplo el poema: Pero ¿quiénes eran esos con los rostros pintados?:
Dijeron Campo Lindo y las Meninas corrieron con un grupo/ Hacia un costado. Después dijeron 2 de Abril/ Y se desprendieron cuerpos desde el otro lado del galpón./ Y en esa luz plomiza/ Dijeron Ranque. El Patahuel. Histilicán.
Todos estos nombres que aparecen mediados por Las Meninas, responden a lugares y fechas de matanzas de obreros agrícolas, muertes perpetradas inmediatamente después del golpe militar.
Entonces tenemos en este primer capítulo al cuadro, como ícono central donde el sujeto despliega su experticia aludiendo a cierto contexto político de época. El epígrafe de Juan Luis Martínez que encabeza esta sección, correspondiente a la Nueva Novela, activa la problematización que el autor nos propone, realizando una tensión interesante con Velásquez desde un doble vínculo de aparición y desaparición.
El segundo capítulo: “Irrupción de los padres”, de tono más narrativo, el hablante dialoga con Carmen, una mujer que parece compartir con el sujeto una situación de familia. En esta sección la casa, el barrio, la familia, es acompañado con ciertas huellas del recuerdo de una época que podríamos situar en los sesenta.
Carmen, estas cosas no protegen a nadie. Hace mucho tiempo la/ cortina del templo se desgarró. Los nudos están rotos. ¿Comprendes?/ Las palomas duermen en las veredas y las horquillas flotan en lavazas de aceite.
“La irrupción de los padres” está mediada por la desintegración de un espacio-tiempo, que podemos llamar familiar por ejemplo: ¿Dónde están los niños que ahora leen? O Nuestra hija se parece a ti, Carmen. Ella vive la enfermedad derramándose en su gorra de baño.
En este segmento del libro, habita un tono más bien nostálgico, de un espacio emocional simbólico que al parecer se extinguió:
El amor puede fustigar, hundir, pero no puede matar. Puede formar/ un sedimento y puede uno dejarlo así. Yo te he dejado con tu vida/ confundiéndose a las estanterías del cuarto. Cuando tu pelo caía/ sobre tus brazos. Y el noticiero de la tarde adquiría ese aspecto teatral/ de las grandes nubes desplazadas por el cielo.
Estas huellas, actúan como encriptaciones de la experiencia, singularidades vaciadas por la muerte. Mallarmé, señala que el trabajo del poeta es esculpir durante toda su vida, su propia tumba. Podríamos decir que el poeta revisita por medio del lenguaje metafórico, impresiones que han sido alojadas en el cuarto oscuro del inconsciente.
Rivera además de retratar esas capsulas perdidas de la historia, arroja dentro del sujeto la piedra al lago de los símbolos para llenar el espacio vacío. La introyección, es decir un deseo, un dolor, una situación que pasa por el lenguaje en una comunión de bocas vacías, según indican Nicolas Abraham y María Torok. El lenguaje poético actuaría como compensación de esa ausencia, figurando la presencia. De ahí la importancia de Carmen como incorporación dentro de la introyección como vocación nostálgica.
El tercer capítulo “El jardín de su Edén”, se inicia con el epígrafe de Roberto Bolaño de su libro de poesía Tres el poema siete: Soñé que visitaba la mansión de Alonso de Ercilla. Yo tenía sesenta años y estaba despedazado por la enfermedad.
Es extraño constatar que este capítulo de La Comedia de Chile, tiene más relación con el título de la segunda parte (“Irrupción de los padres”), pues la imagen del padre, en este caso Alonso de Ercilla y porque no decirlo de algún modo la referencia a Bolaño, abren un recorrido de sueños del hablante, dominado por algunos “Pater del lenguaje”. Cada poema se inicia con un primer verso alusivo a un poeta, por ejemplo: Sueño número uno: Pablo Neruda, Sueño número dos: Armando Uribe, Sueño número tres: Gonzalo Rojas, Sueño número cuatro Ennio Moltedo, así hasta terminar en el sueño ocho con Raúl Zurita. Todos poetas que configuran una cartografía de la poesía chilena y que Rivera sale al encuentro como para situar su propia escritura.
El sujeto de algún modo no renuncia a la idea de familia y comunidad, que se inicia (en) desde el retrato de Las Meninas en el primer capítulo, y que luego se extiende y profundiza a la conversación con Carmen (“Irrupción de los padres”), hogar donde se despliega un peculiar espacio emocional. En “El jardín de su Edén”, los poetas mencionados irrumpen como puntos cardinales de lo que podríamos llamar una familia poética. Una genealogía lírica.
En el último capítulo “Ausencia de obra”, el autor nos propina un asertivo epígrafe, señal de ruta, que nos conduce esta vez a Anna Livia personaje de Finnegans Wake de James Joyce. Al igual que en el primer capítulo, el sujeto recupera la idea del personaje central, en este caso las lavanderas.
No te desanimes/ Mira esas hebillas blanqueadas del rotoso Chile/ como si fuera una crecida de zarzamoras/ la madrugadora agua de una palangana o bien las viejas bragas/ de una maestra solterona.
O estos versos del poema número 13:
Tal vez las ropas deberían evaporarse o dejarse evaporar./ Sin posibilidad de influir/ en destinatarios ávidos de heridas o en mensajeros heridos / de antemano./ Hay que mirar con cuidado las camisas que están hechas para ofrecer/ el paraíso o para quitarlo.
Las lavanderas siempre han tenido un lugar característico dentro de las distintas culturas. Estos grupos de mujeres dejan su rol familiar para reunirse con sus iguales, es ahí donde ocurre el intercambio, la conversación como oportunidad para intimar entre las mujeres, teniendo como actividad central lavar las ropas de la comunidad, sean en ríos, piletas, pozos o grifos. Una actividad social y colectiva tan importante como la de las Ollas Común en las poblaciones.
Rivera agudiza su oído y actúa casi como un antropólogo en un estudio de campo, donde capta los diálogos de este grupo. Lo interesante sería preguntarnos qué lugar ocupa la ropa, la vestimenta. Sabemos que la ropa es la objetivación de un rol específico dentro del engranaje social, y la suciedad y su erosión en las telas, serían las señales inequívocas de la vida privada de una comunidad en un determinado período histórico.
Entonces tenemos a Velásquez con sus Meninas y hacia final, tenemos a Alonso de Ercilla con su consecuente relacional La Araucana. Dos extremos del libro que esencialmente refieren a acciones fundacionales, el primero desde el campo de la pintura, y que abre el pensamiento moderno, a decir de Foucault. Y el segundo, Ercilla, poeta inaugural de la tradición de la poesía en Chile y que en su libro La Araucana despliega una observación aguda de la realidad, que bien puede ser vinculante a la operación hecha por Rivera al meter su nariz en el micromundo de las lavanderas en la última sección del libro.
La cuarta y última parte, Rivera vuelve a usar al personaje como clave dentro de la obra, en este caso las lavanderas, dentro de un contexto cultural, que podríamos identificar como chileno. Anna Livia Plurabelle, encarna a todas las lavanderas del mundo, donde las ropas metonímicamente son la intimidad, por tanto la historia acaso no oficial de los espacios populares.
Resulta interesante la operación de tomar personajes inspirados de la alta cultura europea como Las Meninas o la lavandera de Joyce dentro de un contexto más bien local. Esa extracción más que universalizar la obra de Rivera, acomete un acto de antropofagia. Es decir Guillermo Rivera se apropia de estos personajes, para que estos convivan con una realidad totalmente ajena de la que fueron originalmente creados.
Quizás ésta sea una de las grandes cualidades de este libro, una lucidez que pasa por la apropiación simbólica de ciertos personajes paradigmáticos.
La Comedia de Chile es un libro contundente, que expropia el botín del conquistador por así decirlo, para hacerlo correr bajo una geografía local, donde subyace la violencia de una realidad insoslayable, interferida por voces y discursos que escenifican, incluso desde su ausencia, que la ropa sucia no siempre se lava en casa.