Sobre «Elogio de la Vagancia» de Roberto Arlt
Si hay algo que destacar en la escritura de Roberto Arlt (Buenos Aires, 1900-1942) es el paisaje urbano que consiguió dibujar a través de sus crónicas. Y no porque esto no se encuentre en sus novelas, en las decenas de cuentos o sus obras de teatro, sino porque fue en sus crónicas, llamadas “Aguafuertes”, donde como una versión literaria supo plasmar lo que le tocó vivir en una ciudad en ebullición, registrando los tempranos excesos de una urbanidad que tensionó el espacio de convivencia de individuos que abandonaron la pampa para soñar un futuro en eso que llamaban Modernidad.
Arlt se formó leyendo folletines, libros tomados o hurtados de bibliotecas, sugeridos por zapateros ácratas, comerciantes o asaltantes que apostaban a nuevas formas de leer la vida. Lecturas peregrinas delas malas traducciones que llegaban al puerto con nombres como el de Baudelaire,Gorki, Balzac, Proudhon, las aventuras de Salgari y Kipling, pero sobre todo las páginas de Dostoievski, que fijaron parte de su derrotero intelectual y educación sentimental.
Su literatura, una mirada desviada para su tiempo, se adelantó a recoger los materiales que los intelectuales despreciaban o no supieron leer: los saberes populares, el desarrollo técnico-industrial, los discursos de la calle, la vida marginal y arrabalera, pero no como un rescate proletario, sino como una posibilidad de fundar con sus iguales, los “extranjeros de la modernidad”, una ciudad futura, fabulosa e imaginaria, pues apostó al Progreso como una bomba de tiempo que sabía les reventaría en la cara.
Contemporáneo de Borges, a quien la crítica puso como su opuesto, se terminó demostrando que ambos fotografiaron un mismo paisaje: la fractura profunda entre la civilización y la barbarie, al buscar escribir ficciones en contra del realismo, desde una ciudad de Buenos Aires asombrosa y por extensión, vista como el espejo/espejismo latinoamericano del siglo XX.
A partir de esa perspectiva, y porque sirve buscar similitudes con uno de los nuestros, decir que al igual que Manuel Rojas (también hijo de inmigrantes nacido por accidente en Argentina)tuvo una formación autodidacta, ciertas vinculaciones con el anarquismo, una definición de escritura social, despojada de dogmatismos, ya que ambos buscaron (in)voluntariamente adherir, cada cual a su modo, a las corrientes universales y abiertamente europeas: el primero al inclinarse al existencialismo perfilado por Camus o las transiciones temporales de Joyce y Faulkner, mientras que el segundo recogió ciertas pinceladas de época a lo Flaubert junto a la degradación selectiva de un Dostoievski,abogando finalmente por la noción del flâneur advertida por Walter Benjamín, en la visión de quien transita la ciudad con su libreta de anotaciones bajo el brazo.
Podemos suponer que Arlt debió ser consciente de que todo lo que miraban sus ojos blindados, lo convertían más en un detective salvaje pesquisando notas suburbiales,que en un poeta romántico recogiendo pétalos de flores para llenar sus páginas. Acaso porque su paseante ocioso, nada tenía que ver con el pequeño-burgués, sino que describía la aparición de un nuevo sujeto social, el desocupado, el ciudadano del olvido, con todo el tiempo a su favor para perderse, al decir de la especialista arltiana, Sylvia Saítta, “en un bosque de ladrillos”.
Los años han dado la razón, y con Roberto Arlt se justifica eso de que detrás de un gran periodista siempre existe un enorme escritor,puesto que por sobre su obra más conocida –las novelas El juguete rabioso, Los siete locos, Los Lanzallamas; los libros de cuentos, El jorobadito, El criador de gorilas– encontró reconocimiento como cronista, al escribir desde 1928, de manera ininterrumpida más de tres mil entregas hasta el día de su muerte. Sus famosas “Aguafuertes porteñas”, artículos aparecidos con expectación en el diario El Mundo, y que dada su popularidad su editor (el mismo que lo obligaba a que escribiera por anticipado sus columnas) debió ir cambiando el día de publicación, ante la creciente cantidad de lectores que concitaba, subiendo la venta del diario, en las esquinas, los bares, tranvías, los hospitales, bancos, plazas y el puerto, donde se hablaba de ese impronunciable apellido de cuatro letras: “Arlt”.
Si una buena crónica más que retratar su tiempo, es capaz de guardar un secreto para sus lectores futuros, esta compilación de escritos arltianos, Elogio de la vagancia, que hoy nos entrega LOM Ediciones, es una muestra rotunda de esa afirmación.