Sobre estar enferma - Carcaj.cl
18 de octubre 2024

Sobre estar enferma

por Virginia Woolf // traducción de Javier Pavez

«On Being Ill» de Virginia Woolf se ha traducido a partir de la edición disponible en Criterion. A Quarterly Review (January, 1926), 32-45.

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Considerando cuán común es la enfermedad, cuán tremenda es la alteración espiritual que conlleva, con cuánto asombro, entonces, cuando las luces de la salud decaen, se revelan ignotos países, qué descampados páramos y desiertos del alma un grácil ataque de influenza trae a la luz, qué precipicios y prados asperjados de brillantes flores revela un pequeño aumento de temperatura, qué tenaces y vetustos robles son desarraigados en nosotros en el acto de la enfermedad, cómo descendemos al pozo de la muerte y sentimos las aguas de la aniquilación cerrarse sobre nuestras cabezas y despertamos pensando encontrarnos en presencia de ángeles y arpistas cuando nos sacan una muela y salimos a la superficie en el sillón dental y confundimos su «Enjuáguese la boca, enjuáguese la boca» con el saludo de una deidad que se inclina desde el suelo del Cielo para darnos la bienvenida, cuando pensamos en esto y en infinitas otras cosas, como tan frecuentemente nos vemos obligados a pensar en ello, se vuelve extraño, de hecho, que la enfermedad no haya tomado su lugar junto con el amor, la batalla y los celos entre los temas principales de la literatura. Novelas, se diría, podrían estar dedicadas a la influenza; poemas épicos, a la fiebre tifoidea; odas, a la neumonía; obras líricas, al dolor de muelas. Mas no. Salvo pocas excepciones –De Quincey intentó algo parecido en The Opium Eater1, debe haber uno o dos volúmenes sobre la enfermedad diseminados entre las páginas de Proust–, la literatura hace todo cuanto le es posible para sostener que lo que le concierne es el pensamiento; que el cuerpo no es más que una lámina de liso cristal a través de la cual el alma mira directa y claramente y, salvo una o dos pasiones, como el deseo y la codicia, es nula, insignificante e inexistente. Mas, por el contrario, su envés es lo verdadero. Todo el día y la noche entera, el cuerpo interviene; se despunta o se afila, se colorea o descolora, se convierte en cera durante la canícula de junio, se fragua hasta convertirse en sebo en la lobreguez de febrero. La criatura interior puede mirar sólo a través del cristal, manchado o sonrosado; como la vaina de un cuchillo o de una arveja, no puede separarse del cuerpo ni un solo instante; debe pasar por toda la interminable procesión de cambios, calor y frío, confort e incomodidad, hambre y satisfacción, salud y enfermedad, hasta que adviene la inevitable catástrofe: el cuerpo se rompe en pedazos y el alma (se dice) escapa. De todo este drama cotidiano del cuerpo, sin embargo, no hay registro alguno. La gente siempre escribe acerca las actividades del espíritu, de los pensamientos que le sobrevienen, de sus nobles propósitos, de cómo ha civilizado al universo. En el torrente del filósofo, muestran al espíritu ignorante respecto del cuerpo, o pateándolo como un viejo balón de fútbol de cuero a través de leguas de nieve y desiertos en virtud de la conquista o el descubrimiento. Se desestiman las grandes guerras que el cuerpo, en la soledad de sus aposentos y con el espíritu como su esclavo, libra por sí mismo, sea contra el asalto de la fiebre o la llegada de la melancolía. Y no es tan difícil encontrar la razón. Para mirar estas cosas directamente a la cara, se necesita el valor de un domador de leones, una filosofía robusta, una razón enraizada en las entrañas de la tierra. A falta de todo esto, este monstruo, el cuerpo, este milagro, su dolor, pronto nos hará caer en el misticismo o alzarnos, con presurosos aleteos, en los arrebatamientos del trascendentalismo. En términos más prácticos, el público diría que una novela dedicada a la influenza carece de argumento, reclamaría que en ella no hay amor. Lo haría, sin embargo, equivocadamente, pues a menudo la enfermedad se disfraza de amor y juega los mismos trucos extraños, invistiendo ciertos rostros de divinidad, haciéndonos esperar, orejas erguidas, hora tras hora, el crujido de una escalera, y coronando los rostros de los ausentes (plenos de salud, bien lo sabe el cielo) con un nuevo significado, mientras la mente elabora mil leyendas y romances sobre aquellos para los que no se tiene tiempo ni libertad cuando se goza de salud. Finalmente, entre los inconvenientes de la enfermedad como materia literaria está la pobreza del lenguaje. El inglés, que puede expresar los pensamientos de Hamlet y la tragedia de Lear, no tiene palabras para el estremecimiento y la migraña. Todo se acrecienta en una sola dirección. La más simple de las colegialas, cuando se enamora, tiene a Shakespeare, Donne, Keats para que le expresen lo que piensa, mas si un paciente tratase de describirle a un médico un dolor de cabeza, el lenguaje, seco, se agota de inmediato. Nada hay dispuesto de antemano para él. Se ve forzado a acuñar palabras él mismo y, tomando su dolor en una mano y un coágulo de sonido puro en la otra (como quizás lo hicieron los habitantes de Babel en el principio), los aplasta de tal manera que surge finalmente una nueva palabra. Probablemente será una palabra algo irrisoria, porque ¿quién de los que nacieron en Inglaterra puede tomarse libertades con el lenguaje? Para nosotros es algo sagrado y, por tanto, condenado a morir, a menos que los americanos, cuyo genio es mucho más feliz en la creación de nuevas palabras que en la disposición de las antiguas, vengan en nuestro auxilio y hagan que manen las fuentes. Sin embargo, no sólo necesitamos de un nuevo lenguaje, primitivo, sutil, sensual, obsceno, sino una nueva jerarquía de las pasiones: el amor debe ser depuesto en favor de una temperatura de 40 grados; los celos deben dar paso a los tormentos de la ciática; el insomnio debe desempeñar el rol del villano y el héroe ha de convertirse en un brebaje blanco de dulce sabor –ese poderoso Príncipe con ojos de polilla y pies emplumados, uno de cuyos nombres es Cloral.

Pero volvamos al enfermo. «Estoy en cama con gripe», dice, y en realidad se queja de que no recibe conmiseración. «Estoy en cama con gripe», pero qué nos dice esto de la gran experiencia; de cómo el mundo ha cambiado de forma; de cómo las herramientas de los negocios se han vuelto remotas; de cómo las eufonías de festival se han vuelto románticas como un carrusel que se ausculta a través de campos lejanos; y de cómo los amigos han cambiado, algunos adquiriendo una extraña belleza, otros deformados hasta las cuclillas de los sapos, mientras que todo el paisaje de la vida yace remoto y bello, como la costa que se vislumbra desde un barco en alta mar, y el enfermo, ahora, exaltado en una cima, no necesita ayuda ni de hombre ni de Dios, se arrastra supino por el suelo, complacido de recibir una patada de una criada –la experiencia no puede ser transmitida ni impartida y, como siempre ocurre con estas cosas tontas, su propio sufrimiento no sirve sino para despertar en las mentes de sus amigos los recuerdos de sus influenzas, dolores, y molestias que no fueron calmados en febrero pasado, y que ahora clama, desesperada, desesperadamente, por el alivio divino de la conmiseración.

Pero no podemos tener compasión. El destino más sabio dice que no. Si sus hijos, agobiados como están por su dolor, tuviesen que cargar también con tal pesar, añadiendo con la imaginación otros dolores a los suyos, se dejarían de construir edificios, los caminos se convertirían en senderos de hierba; se acabaría la música y la pintura; un solo gran resuello ascendería al cielo, y las únicas actitudes para hombres y mujeres serían las del horror y la desesperación. Así, siempre cabe alguna pequeña distracción –un organillero en la esquina del hospital, una tienda de libros o bagatelas como suerte de señuelo para llevarnos más allá de la prisión o el asilo, sosería cualquiera de algún gatito o perro que nos impida transformar el viejo jeroglífico de la miseria del mendigo en volúmenes de sórdido sufrimiento, y, así, pues, el enorme esfuerzo de compasión que esos barracones del dolor y la disciplina, esos símbolos secos de pena y pesadumbre, nos piden que ejerzamos en favor de ellos, es inquietantemente pospuesto para otro momento. Hoy en día, la compasión principalmente la dispensan los rezagados y los fracasados, en su mayoría mujeres (en quienes lo obsoleto existe tan extrañamente al lado de la anarquía y la novedad), quienes, habiendo abandonado la carrera, tienen tiempo para gastar en excursiones fantásticas e improductivas; C.L., por ejemplo, quien sentada junto al rancio fuego de la habitación del enfermo construye con toques a la vez sobrios e imaginativos el guardabarros de la habitación de los niños, el pan, la lámpara, los organillos de la calle y todos los simples cuentos de viejas sobre delantales y travesuras; A.R., la temeraria, la magnánima, que si a uno le apeteciera una tortuga gigante para consolarse o una tiorba para alegrarse, podría saquear los mercados de Londres, y de alguna manera se las procuraría envueltas en papel, antes de que terminara el día; la frívola K.T., vestida de sedas y plumas, pintada y empolvada (lo que también toma tiempo) como si fuese a un banquete de reyes y reinas, que pasa toda su brillantez en la penumbra de la habitación del enfermo y hace repiquetear los frascos de medicinas tanto como que las llamas se disparen con su chismorreo y sus mímicas. Pero tales locuras ya han tenido sus días; la civilización apunta a objetivos diferentes; si las ciudades del Medio Oeste han de brillar con luz eléctrica, el señor [Samuel] Insull «debe cumplir veinte o treinta compromisos todos los días de sus meses de trabajo» –y, así, ¿qué lugar queda para la tortuga y la tiorba?

Hay, confesémoslo (y la enfermedad es el gran confesionario) una franqueza infantil en la enfermedad; se dicen cosas, se sueltan verdades que la cautelosa respetabilidad de la salud oculta. En cuanto a la compasión, por ejemplo, podemos prescindir de ella. Esa ilusión de un mundo tan modelado que se hace eco de cada gemido, de seres humanos tan unidos por necesidades y temores comunes que el tirón en una muñeca sacude a la otra, donde por extraña que sea nuestra experiencia, otras personas también la han tenido, donde por mucho que viajemos en nuestra propia mente, alguien ya ha estado allí antes que nosotros –todo es una ilusión. No conocemos nuestras propias almas, y menos aún las almas de los demás. Los seres humanos no van de la mano a lo largo de todo el camino. En cada uno hay un bosque virgen, enmarañado, carente de senderos; un campo de nieve donde incluso la huella de las patas de los pájaros es desconocida. Y aquí vamos, vamos solos, y es mejor así. Tener siempre compasión, estar siempre acompañados, siempre ser comprendidos sería intolerable. En la salud, empero, es necesario mantener la apariencia de buen humor y renovar el esfuerzo –comunicarse, civilizar, compartir, cultivar el desierto, educar a los nativos, trabajar juntos de día y distenderse de noche. En la enfermedad esta simulación o fingimiento, cesa. En cuanto guardar cama aparece como una exigencia o, hundidos entre las almohadas de una silla, levantamos los pies aunque sea un centímetro del suelo en otra, dejamos de ser soldados en el ejército de los rectos; nos convertimos en desertores. Ellos marchan a la batalla. Nosotros flotamos con ramas en el arroyo; nos dejamos desplomar con las hojas muertas sobre el césped, irresponsables y desinteresados ​​y somos capaces, tal vez por primera vez en años, de mirar en derredor, de mirar hacia arriba –de mirar, por ejemplo, al cielo.

La primera impresión de tal extraordinario espectáculo es extrañamente sobrecogedora. Normalmente, mirar al cielo durante un tiempo prolongado es imposible. Los peatones se verían impedidos y desconcertados por quien observase al cielo con un carácter público. Los fragmentos que nos llegan, mutilados por chimeneas e iglesias, sirven de fondo para el hombre, significan tiempo húmedo o buen tiempo, ventanas de barro doradas y, rellenando las ramas, completan el patetismo de los desaliñados plátanos otoñales en las plazas de Londres. Ahora, convertidos en hojas o margaritas, tumbados, yacentes, mirando fijamente hacia arriba, descubrimos que el cielo es algo tan diferente de esto que realmente es un poco chocante. ¡Así pues, esto ha estado ocurriendo todo el tiempo a hurtadillas de nuestra conciencia! Este incesante crear formas y arrojarlas hacia abajo, esta turbulencia de las nubes y el arrastre de vastos trenes de barcos y de vagones de norte a sur, este incesante ascender y descender de cortinas de luz y sombra, este interminable experimento con rayos de oro y sombras azules, con velar y desvelar el sol, con construir murallas de piedra y alejarlas con el viento –esta actividad sin fin, con el derroche de quién sabe cuántos millones de caballos de fuerza, ha sido dejada a su suerte año tras año. El hecho parece requerir comentarios e incluso censura. Alguien debería escribir al The Times al respecto. Debería hacerse. No debería permitirse que este gigantesco cine funcione perpetuamente en una sala vacía. Pero, si observamos un poco más, otra emoción ahoga los impulsos del ardor cívico. Otra emoción, divinamente hermosa, esto es, divinamente cruel. Se utilizan recursos inconmensurables para algún propósito que no tiene nada que ver con el placer o el beneficio humanos. Si todos nos estuviésemos tumbados, congelados, rígidos, el cielo aún sería objeto de experiencia con sus azules y dorados. Tal vez sólo entonces, al mirar hacia abajo, a algo muy pequeño, tan cercano y familiar, podríamos encontrar compasión. Examinemos la rosa. La hemos visto florecer tantas veces en vasijas, la hemos relacionado tantas veces con la belleza en su plenitud, que hemos olvidado cómo se yergue, quieta y firme, durante toda una tarde en la tierra. Guarda una actitud de perfecta dignidad y posesión de sí misma. La difusión de sus pétalos es de una firmeza inimitable. Tal vez ahora una caiga deliberadamente; ahora todas las flores, las voluptuosas púrpuras, las cremosas, en cuya carne cérea una cucharita ha dejado un remolino de jugo de cereza; gladiolos; dalias; lirios, sacerdotales, eclesiásticos; flores con sus primorosos cuellos de cartón teñidos de damasco y ámbar, inclinan suavemente sus cabezas hacia la brisa –todas, con excepción del pesado girasol, que orgullosamente reconoce al sol al mediodía y tal vez a medianoche impugne a la luna. Allí están; y es de estas cosas, las más apacibles, las más autosuficientes de todas aquellas de las que los seres humanos se han hecho compañeros; ellas, que simbolizan sus pasiones, adornan sus fiestas y yacen (como si conocieran la pena) sobre las almohadas de los muertos. Contarlo, es maravilloso. Los poetas han encontrado la religión en la naturaleza; las personas viven en el campo para aprender la virtud de las plantas. Es en su indiferencia que son reconfortantes. Ese campo de nieve del pensamiento, que el hombre no ha pisado, es visitado por la nube, es besado por el pétalo que cae, así como, en otra esfera, los grandes artistas, los Milton, los Pope, son quienes consuelan, no por su pensamiento sobre nosotros, sino por su olvido.

Mientras tanto, con el heroísmo de la hormiga o de la abeja, por indiferente que sea el cielo o desdeñosa la flor, el ejército de los rectos marcha a la batalla. La señora Jones coge el tren. El señor Smith repara su motor. Las vacas son conducidas a casa para ser ordeñadas. Los hombres cubren los tejados con paja. Los perros ladran. Los grajos, que se elevan en red, caen en red sobre los olmos. La ola de vida se lanza infatigablemente. Sólo quienes yacen recostados saben lo que, después de todo, la naturaleza no se esfuerza en ocultar –y que finalmente vencerá; el calor abandonará el mundo; rígidos por la escarcha dejaremos de arrastrar los pies por los campos; el hielo, espeso, se extenderá sobre las fábricas y las máquinas; el sol se apagará. Aun así, cuando la tierra toda esté cubierta de láminas y deslice alguna ondulación, alguna irregularidad de la superficie marcará el límite de un vetusto jardín, y allí, asomando impertérrita su cabeza a la luz de las estrellas, florecerá la rosa, arderá el azafrán. Pero con el anzuelo de la vida aún en nosotros, aún debemos retorcernos. No podemos petrificarnos pacíficamente en montículos de vidrio. Incluso quienes yacen se levantan de un salto ante la mera imaginación de la escarcha en los dedos de los pies, y se estiran para aprovechar la esperanza universal –el Cielo, la Inmortalidad. Seguramente, puesto que los hombres han estado deseando durante todas estas eras, habrán deseado que algo existiera; habrá alguna isla verde en la que la mente pueda descansar, aunque el pie no pueda ya plantarse allí. La imaginación cooperativa de la humanidad debe haber trazado algún contorno firme. Pero no. Uno abre The Morning Post y lee el discurso del obispo de Lichfield sobre el cielo –una alocución vaga, débil, acuosa, inconclusa. Uno observa a los devotos entrar en esos templos elegantes donde, incluso en el más aciago de los días, en los campos más húmedos, las lámparas estarán encendidas, las campanas tañerán y, a pesar de que las hojas otoñales se muevan y los vientos afuera suspiren, en el interior las esperanzas y los deseos se convertirán en creencias y certezas. ¿Parecen acaso serenos? ¿están sus ojos pletóricos de la luz de su sublime convicción? ¿Se atrevería alguno de ellos a saltar directamente al cielo desde el Beachy Head? Nadie, salvo un simplón, haría estas preguntas; el pequeño grupo de creyentes se retrasa, se arrastra y se escurre. La madre, agotada; el padre, exhausto. Los obispos también están cansados. Con frecuencia leemos en el mismo periódico que la diócesis le ha regalado a su obispo un automóvil; que, durante la presentación, algún célebre ciudadano ha comentado, con evidente verdad, que el obispo tiene más necesidad de automóviles que cualquiera de su rebaño. Pero esta creación del Cielo no necesita automóviles; necesita tiempo y concentración. Necesita la imaginación de un poeta. Abandonados a nosotros mismos, no podemos hacer más que jugar con ello –imaginar a Pepys en el cielo, conjeturar breves entrevistas con personas acreditadas sobre matas de tomillo, pronto caer en el chismoseo sobre algunos de nuestros amigos que han estado en el infierno o, peor aún, volver de nuevo a la tierra y elegir, ya que no hay daño en la elección, vivir una y otra vez, ahora como hombre, ahora como mujer, como capitán de barco, dama de la corte, emperador, esposa de campesino, en ciudades espléndidas y en páramos remotos, en Teherán y Tunbridge Wells, en la época de Pericles o de Arturo, de Carlomagno o de George IV –vivir y vivir hasta que hayamos vivido esas vidas embrionarias que nos rodean en la aurora de la juventud y hayamos sido consumidas por ese «yo» tiránico que ha conquistado todo cuánto concierne a este mundo, pero que no podrá, aun cuando lo desee, alterarlo, usurpar también el Cielo y condenarnos, a nosotros, que hemos desempeñado aquí nuestro rol como William o Amelia, por siempre. Abandonados a nosotros mismos, especularíamos carnalmente. Necesitamos que los poetas imaginen por nosotros. El deber de crear el cielo debería ligarse al oficio de laureado poeta.

De hecho, nos volvemos hacia los poetas. La enfermedad nos hace reacios a las largas campañas que exige la prosa. No podemos dominar todas nuestras facultades y mantener nuestra razón, nuestro juicio y nuestra memoria atentos, mientras un capítulo se balancea sobre otro y, mientras uno se asienta en su lugar, debemos estar atentos a lo que llegará en el siguiente acápite, hasta que toda la estructura –arcos, torres, almenas- se mantenga firme sobre sus cimientos. The Decline and Fall of the Roman Empire2 no es un libro para la influenza, ni The Golden Bowl3, ni Madame Bovary4. Por otra parte, con la responsabilidad archivada y la razón en suspenso -¿quién va a exigir crítica a un inválido o sensatez a un postrado en cama?-, se imponen otros gustos, repentinos, inconstantes, intensos. Despojamos, pues, a los poetas de sus flores. Cortamos uno o dos versos y los dejamos despuntar en las profundidades del pensamiento, que extiendan sus alas brillantes, que naden como peces de colores en verdes aguas:

and oft at eve

Visits the herds along the twilight meadows

[y a menudo, al anochecer

visita los rebaños en las praderas crepusculares]5

wandering in thick flocks along the mountains

Shepherded by the slow, unwilling wind.

[vagaban en densos rebaños por las montañas

pastoreados por el viento tardo y renuente]6

O hay una novela entera de tres volúmenes para meditar y extenderse en un verso de Hardy o en una oración de La Bruyères. Nos sumergimos en las Cartas de Lamb –algunos escritores en prosa deben leerse como poetas– y descubrimos: «I am a sanguinary murderer of time, and would kill him inchmeal just now. But the snake is vital» [«Soy un sanguinario asesino del tiempo y lo mataría en este preciso instante. Pero la serpiente es vital»]7. ¿Y quién podría explicar el placer de esto? O abrimos Rimbaud, y leemos

O saisons, Ô chateaux

Quelle âme est sans défauts?

[Oh estaciones, oh castillos,

¿Qué alma no tiene defectos?]8

¿Y quién podrá racionalizar el encanto? En la enfermedad, las palabras parecen poseer una cualidad mística. Captamos lo que está más allá de su significado superficial, aprehendemos instintivamente esto, aquello y lo otro —un sonido, un color, aquí un acento, allá una pausa— que el poeta, sabiendo que las palabras son exiguas en comparación con las ideas, ha diseminado por sus páginas para evocar, al reunirlas, un estado mental que palabra alguna podría expresar ni razón explicar. La incomprensibilidad tiene un poder enorme sobre nosotros en la enfermedad, tal vez más legítimamente de lo que cualquier persona recta podría permitir. En la salud, el significado invade al sonido. Nuestra inteligencia domina a nuestros sentidos. Pero en la enfermedad, cuando la policía está fuera servicio, nos arrastramos bajo algún oscuro poema de Mallarmé o Donne, bajo alguna frase en latín o en griego, y las palabras desprenden su aroma, crepitan como hojas y, oscilantes, nos salpican de luz y sombra, y luego, si por fin captamos el significado, es mucho más rico por haber ascendido lentamente con toda la flor en sus alas. Los extranjeros, para quienes la lengua es extraña, nos ponen en desventaja. Los chinos deben conocer mejor que nosotros el sonido de Antony and Cleopatra9.

La temeridad es una de las propiedades de la enfermedad –somos forajidos– y es la temeridad lo que más precisamos al leer a Shakespeare. Esto no implica que debamos perder la inteligencia al leerle, sino que, plenamente conscientes y advertidos de que su fama nos puede intimidar, así como de que todos los libros de todos los críticos podrían apagar en nosotros ese trueno de la convicción de que nada se interpone entre nosotros y él, y que, si bien es una ilusión, sigue siendo una ilusión tan útil, un placer tan prodigioso, un estímulo tan agudo leer a los grandes. Shakespeare se está haciendo viejo y parece estar agotándose; un gobierno paternalista bien podría prohibir que se escribiera sobre él, disponiendo su monumento en Stratford pero fuera del alcance de los lápices que escriben. Con todo este revuelo de la crítica, uno puede aventurar sus propias conjeturas en privado, hacer sus propias anotaciones al margen; pero sabiendo que alguien lo ha dicho antes, o que lo ha dicho mejor, y el entusiasmo desaparece. La enfermedad, en su majestuosa sublimidad, barre con todo aquello, no deja nada más que a Shakespeare y a uno mismo, y con su poder desmesurado, con nuestra desmesurada arrogancia, las barreras se desmoronan, los nudos corren suavemente, el cerebro suena y resuena con Lear o Macbeth, y hasta el propio Coleridge a lo lejos chilla como un ratón. En lo que cabe a las obras de teatro e incluso a los sonetos, esto es verdadero; Hamlet es la excepción. Hamlet se lee sólo una vez en la vida, entre los veinte y los veinticinco años. Entonces se es Hamlet, se es joven; para decirlo lo más claramente posible, Hamlet es Shakespeare, es joven. ¿Y cómo puede uno explicar lo que uno es? Uno sólo puede serlo. Así, conminado a mirar siempre hacia atrás o por el rabillo del ojo a su propio pasado, el crítico ve algo que se mueve y se desvanece en Hamlet, tal como uno ve su propio reflejo en un espejo, y es esto lo que, a la vez que le otorga una variedad eterna a la obra, nos impide sentir, como en Lear o Macbeth, que el centro es sólido y se mantiene firme, independientemente de lo que nuestras sucesivas lecturas le impongan.

Pero basta de Shakespear –pasemos a Augustus Hare. Hay gente que dice que ni siquiera la enfermedad justifica estas transiciones; que el autor de The Story of Two Noble Lives10 no está a la altura de Boswell; y si afirmásemos que, bajo lo mejor de la literatura, nos gusta lo peor –la mediocridad es lo odioso—, tampoco tendremos nada de eso. Que así sea. La ley está del lado de lo normal. Pero para quienes sufren un ligero aumento de temperatura, los nombres de Hare, Waterford y Canning siempre irradiarán rayos de brillo benigno. No, es cierto, durante las primeras cien páginas, más o menos. Allí, como sucede tan a menudo en estos gruesos volúmenes, tambaleamos y amenazamos con hundirnos en una plétora de tías y tíos. Tenemos que recordarnos a nosotros mismos que existe algo denominado atmósfera; que los propios maestros a menudo nos hacen esperar intolerablemente mientras preparan nuestras mentes para lo que sea que pueda ser –la sorpresa o la falta de la misma. Así, Hare también se toma su tiempo; el encanto se apodera de nosotros imperceptiblemente; poquito a poco nos convertimos casi en uno más de la familia, aunque no del todo, pues nuestra sensación de extrañeza respecto de todo aquello persiste, y compartimos la consternación de la familia cuando Lord Stuart abandona la habitación –había un baile ocurriendo– y lo próximo que escucha de él es en Islandia. Las fiestas, decía, le aburrían; así eran los aristócratas ingleses antes de que el matrimonio con el intelecto hubiera adulterado la fina singularidad de sus mentes. Las fiestas les aburrían; se van a Islandia. Luego le atacó la manía de Beckford por construir castillos; y tuvo que levantar un castillo francés al otro lado del canal, y erigir pináculos y torres para que sirvieran de dormitorios a los sirvientes, con un enorme gasto, al borde de un acantilado que se estaba desmoronando, de modo que las criadas veían sus escobas nadar río abajo por el Solent, y Lady Stuart se sintió muy afligida, pero sacó lo máximo de esto y empezó, como la dama de alta cuna que era, a plantar árboles de hoja perenne frente a las ruinas; mientras que las hijas, Charlotte y Louisa, crecían con incomparable belleza, con lápices en las manos, siempre dibujando, bailando, coqueteando, en una nube de gasa. Cierto es que no eran muy distintas, porque la vida de entonces no era la vida de Charlotte y de Louisa. Era la vida de las familias, de los grupos. Era una red, una suerte de telaraña que se extendía y enredaba a todo tipo de primos, dependientes y antiguos sirvientes. Las tías —la tía Caledon, la tía Mexborough—, las abuelas —la abuela Stuart, la abuela Hardwicke— se agrupaban en una especie de coro, y se regocijaban y se entristecían y cenaban juntas en Navidad, y envejecían mucho y se mantenían muy erguidas, y se sentaban en sillas con capotas a cortar flores, al parecer, de papel de colores. Charlotte se casó con Canning y se marchó a la India; Louisa se casó con Lord Waterford y se fue a Irlanda. Luego las cartas cruzan vastos espacios en lentos barcos de vela y todo se vuelve aún más prolongado y verboso, y pareciese que no hay fin para el espacio y la dejadez de aquellos días de principios del siglo XIX, y se pierden las creencias, y la vida de los vicarios de Hedley las reaviva; las tías se resfrían pero se recuperan; los primos se casan; hay hambruna en Irlanda y motines en la India, y ambas hermanas sobreviven, para su gran pero silencioso dolor, porque en aquellos días había cosas que las mujeres escondían como perlas en sus pechos, sin hijos que las siguieran. Louisa, abandonada en Irlanda con Lord Waterford de cacería todo el día, se sentía a menudo muy sola, pero se mantuvo firme en su puesto, visitaba a los pobres, profería palabras de consuelo («Lamento mucho oír que Anthony Thompson ha perdido la razón, o más bien la memoria; ahora bien, si puede entender lo suficiente como para confiar únicamente en nuestro Salvador, ya tiene suficiente») y dibujaba y dibujaba. Miles de cuadernos se llenaron con dibujos a pluma y tinta de una velada, y, luego, cuando el carpintero le extendió sábanas, ella diseñó frescos para las aulas de las escuelitas, tuvo ovejas vivas en su dormitorio, cubrió a los guardabosques con mantas, copiosamente pintó Sagradas Familias, hasta que el gran Watts exclamó ¡aquí estaban el par de Tiziano y del maestro de Rafael!. Lady Waterford se rió (tenía un generoso y benigno sentido del humor) y dijo que ella no era más que una dibujante, que apenas había recibido una lección en su vida –de lo dan testimonio sus alas de ángel, escandalosamente inacabadas. Además, la casa de su padre siempre estaba por hundirse en el mar; y ella debía apuntalarla, entretener a sus amigos, llenar sus días con todo tipo de obras de caridad, hasta que su señor regresara de cazar al hogar, y entonces, a menudo a medianoche, ella lo dibujaba con su rostro de caballero medio escondido en una vasija de sopa, sentada con su cuaderno bajo una lámpara a su lado. Él volvía a cabalgar, majestuoso como un cruzado, para cazar al zorro, y ella lo saludaba con la mano y, cada vez pensaba, ¿y si ésta fuera la última? Y una mañana, así fue. Su caballo tropezó. Él murió. Ella lo supo antes de que se lo dijeran, y Sir John Leslie nunca podrá olvidar, cuando corrió escaleras abajo el día que lo enterraron, la belleza de la gran dama apostada junto a la ventana para ver partir el coche fúnebre, ni, cuando regresó, cómo la cortina, pesada, victoriana, tal vez de felpa, estaba toda aplastada en el lugar donde ella la había agarrado en su agonía.


Notas

1 Para una versión en castellano, véase Thomas de Quincey, Confesiones de un inglés comedor de opio, ed. y trad. Miguel Teruel, (Madrid: Cátedra, 2006). [n. de t.].

2 Véase, Edward Gibbon, The History of the Decline and Fall of the Roman Empire. VI Vols (London: Strahan and Cadell, 1776-1789). [n. d. t.].

3 Véase, Henry James, La copa dorada, trad. Andrés Bosch Vilalta (Madrid: Alba, 1998). [n. d. t.].

4 Véase, Gustave Flaubert, Madame Bovary, trad., Consuelo Berges Rábago (Madrid: Alianza, 2020. [n. d. t.].

5 John Milton, Comus. Ilustrated by Arthur Rackham (New York-London: William Heinemann, 1634), 59 [hay traducción en castellano, que no pude consultar en John Milton, Comus, trad. Mario Murgia (D. F.: Axial, 2012)]. [n. d. t.].

6 Percy Bysshe Shelley, Prometheus Unbound (Boston: Heath & Co., 1892), 52.[El pasaje, en traducción de Alejandro Valero, es como sigue : «Asia- Mientras tú hablas, tus palabras / llenan, pausa tras pausa, mi olvidado descanso / de imágenes. Recuerdo que juntos recorríamos / estas praderas bajo el alba gris naciente, / y multitud de nubes de densos copos blancos / erraban por los montes en rebaños compactos / guiados por el viento pastor, reacio y lento; / y en la hierba reciente, penetrando la tierra» Percy Bysshe Shelley, Prometeo liberado (Madrid: Hiperión, 2009), 95. [n. d. t.].

7 Charles Lamb, The Best Letters of Charles Lamb, edited by Edward Gilpin Johnson (Chicago: A. C. McCluring and Company, 1892), 316. [n. d. t.].

8 Javier del Prado traduce: «Oh castillos, oh estaciones /¿ Qué alma no cae en errores?». Arthur Rimbaud, «Una temporada en el infierno» en Poesías completas (Madrid: Cátedra, 1998, 563. [n. d. t.].

9 Para una ponderación del texto en castellano, remito a William Shakespeare, «Antonio y Cleopatra» en Obras completas. Trad. Luis Astana Marín (Madrid: Aguilar, 1951), 1781-1841. [n. de t.].

10 Augustus J. C. Hare, The Story of Two Noble Lives. 3 vols (London: George Allen, 1893).

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