Ilustración: Alfred Kubin
Sobre la lectura o un desobramiento cadavérico
En torno a Los Sueños de Caín, de Mahfud Massis. Santiago: Agnición ediciones, 2022.**
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Equiparemos este texto a la paradoja de Aquiles y la tortuga, teniendo de protagonistas al texto y la Obra respectivamente. Si en el 1 se aprehende el absoluto, y el amasijo resultado de Aquiles y la tortuga se vuelve 0, es decir joya, un texto como Los sueños de Caín se constituye desde el decimal, desde la cifra que pretende al entero, la Obra. Cuanto más se acerquen, el decimal tan solo especifica progresivamente su distancia. Y es quizá en medio de esta nostalgia el lugar donde se vuelve necesario sopesar un texto como este: como el Uno incompleto, el pliegue de un Libro hoy desfondado. Aquí nos encontramos con una posibilidad imaginaria en constante extensión; nos hallamos con la protuberancia de un órgano que ha simulado estabilización, pero que como simulación ahonda la inexactitud del Término, del cálculo. A través de la lectura de este texto massisiano (o texto-mesías, o anuncio del Dios que no termina por llegar), hay un acto de extrañamiento que corporeiza la comprensión de la Obra; Obra Una que ingenuamente ha buscado su reificación definitiva. En ensamblajes como este radicalmente texto, el camino de perfección explicita al mundo como desprendimiento de Dios; pero un desprendiéndose que se estira, y estirándose en arrastre a medida que Dios se mueve.
Dios se mueve, como dados en su palma el cielo y los suelos se mueven. Ese movimiento, el objeto de la lectura que busco demostrar. Porque cuanto el texto se abre sus comisuras se tensionan y los poros se dilatan, y se nos permite reconocer un estilo y los medios de encaje que devienen de una producción recién ahora determinada.
En los cuentos de Los sueños de Caín, incómodos como bocas abiertas colgando de un hilo, existen dos elementos intransitivos que ejercen fuerza de-sObrada. Me gustaría destacarlos: lógicamente, el primero de ellos refiere a una cualidad autorreferencial, mientras que el segundo, no menos reflexivo, es la hibridación genérica que nos obliga a la pausa, a la sospecha. Ambos elementos, me adelanto, corresponden al relato, en caso de haberlo, con la comúnmente llamada forma del relato.
La autorreferencialidad pone en evidencia su entramado. Los cuentos, en un proceso textualizador, van incesantemente pensándose a sí mismos, autónomamente, para luego ser potenciados por una lectoría responsable de actualizar ciertas claves. Ha habido quienes han utilizado la metáfora para referirse al lector como detective: en Los Sueños de Caín, si se ha de hallar algo, posiblemente la búsqueda pueda comenzar por la forma y la deforma que este tejido especular tiene. El lector, desde ahí, deslee un entramado de cualidades dérmicas revuelto a sus capas interiores. Y así, en un juego de espejos, tal cual quien lee: pues nos hallamos vacilantes; buscamos con qué cubrirnos; nos recogemos de frente a la piel de espejo convexo, que nos toca. Experimentamos una háptica textual. Y asumiendo la importancia de este efecto sin causa, me detengo brevemente.
Si es que se parte por la anécdota biográfica, la pro-ducción massisiana se entiende perfectamente encaminada hacia sus propios medios compositivos, pero aquella lectura tan solo restringiría el texto al archivo en torno a la vida del autor, que es ya una producción en sí misma, una traducción de la traducción, y eso vuelve todo más o menos engorroso. Tal no ocurre si comenzamos por el texto, que al igual que el decimal se repliega sin fin; al igual no ancla sino en desastre, y el desastre: el incendio que se asoma en todo doblez: la estrella muerta que reflota tras la ola de su rugosidad:
“[l]a membrana de las células orgánicas protege la individualidad de la célula, distinguiendo los cuerpos extraños, cuya entrada impide, de las sustancias parecidas o complementarias que decide admitir y asociar. Por su granulación, color, textura y olor, la piel humana presenta diferencias individuales considerables. Estas pueden ser narcisísticamente, incluso socialmente, sobreinvestidas. Permiten distinguir, en los demás, los objetos de apego y de amor y afirmarse a sí mismo como individuo que tiene su propia piel. A su vez, el Yo-piel asegura una función de individuación del Sí mismo, que le aporta el sentimiento de ser un ser único. La angustia […] de la “inquietante extrañeza” está unida a una amenaza hacia la individualidad del Sí-mismo por debilitamiento del sentimiento de sus fronteras”[1].
Concibiendo a la membrana celular como límite protector que posibilita la exclusión de cuerpos no deseados, pero a su vez como límite de ingreso en que se traslucen los objetos incorporados, la materialidad del texto puede pensarse como superficie membranal en cuyos filamentos late una matriz; una tradición o agencia contextual que lo nutre de una enciclopedia. Sea legible o ilegible da cuenta de un adentro (otro, hermético, para las esferas del discurso; tejido radical), pero simultáneamente de un afuera: el texto ha apropiado para su constitución un sin número de otros textos, indicando (u ocultando) asimismo los que ha restado, es decir, trasluciendo toda la distancia que ha establecido con ellos.
Ahora bien, el sobrentendimiento etimológico del texto como tejido, más el desplazamiento metonímico hacia una piel que se auto percibe, es un punto importante pero no restrictivo ni menos definitivo. La individuación dérmica, muchas veces pensada como estilo, puede devenir en la “inquietante extrañeza” que describe el psicoanálisis, tornándose su superficie, su soporte, en una secuencia más bien insoportable. Y en esta falta de soporte, en cada hiato del abrién d o s e, es donde cabe el trabajo creativo (posterior, pero no efecto) del lector.
Asumiendo toda lectura, dice Panero, como una per-versión, el texto massisiano hay que ultrajarlo como el cirujano examina impetuosamente el cuerpo del paciente con instrumentos quirúrgicos, cercenando y zurciendo los tejidos. Los sueños de Caín es un texto vivo en tanto abundan protuberancias, existen mutilaciones, excesos y carencias, que los lectores requerirán desentrañar para luego remendar nuevas extremidades que posibiliten una propuesta de lectura[2].
Y aun con esto pareciera que la metáfora no basta: más allá del lector detective o el lector cirujano, la tonalidad fatalista, pálida casi amarillenta, de los cuentos de Massís exige desproporcionar la nomenclatura; más allá de la relación sugerida entre el lector y el cirujano, reconozco la labor de la traducción (sea en figura de la autoría o la lectoría) como una tanatopraxia. Es el juego lectoral un ejercicio propio del tanatopractor, responsable de reconstruir el cadáver fragmentado, cercenado y desmembrado, dejando a la vista, a través de un conjunto de técnicas como la conservación, el embalsamiento y la reconstrucción, una operación sobre el cuerpo.
Creo ver, por lo tanto, una teoría de la escritura en Massís, un «Discurso sobre el método” que funciona a partir de una propuesta metatextual, una visión poético-narrativa, un imaginario retraído a la suspicacia de sus propios modos de construcción, donde
[…] lo secreto no es lo cerrado, sino lo que tiene animación soterrada. Es esta, acaso, la única razón porque me invade el terror de los difuntos. En cambio podría azotar con el dorso de mi mano el rostro de una momia. El esteta que yo guardo debajo del sobaco me dijo cierta noche: “hijastro: el arte tiene mucho de la efervescencia de los muertos. Ellos son como una negra canoa atiborrada de cerveza. La momia es la retórica”.
Hay propuesta una poética-cadáver, en tanto que se hace un reconocimiento a la des-composición de los elementos que se disponen y disimulan orgánicamente en el mundo, mutándolos en una actividad que no logra agotarse. Es el tránsito de la putrefacción de un cuerpo hasta la reutilización material un ciclo incesante de multiplicación y recombinación: el cadáver que en ningún caso es muerto sino “animación soterrada” o muerto-viviente, deambula y se reconoce en consonancia del signo traducido: el cadáver es siempre resto; es aquello que quedó, la huella de un vacío, lo que se abre hacia lo abundante y lo desconocido. El cadáver que abona, más la réplica de su explosión acéfala, gesta el incendio orgánico; crea y destruye desde su materialidad anfibológica, desde su reconstrucción híbrida.
De igual modo, la dimensión híbrida la pesco por su faz grotesca[3]: por un lado, comprendiéndola llanamente como mixtura, pero la hibridación supone también un exceso, una desmesura a un equilibrio convencional. Y es que finalmente ambas consideraciones son caras de la misma moneda: la mixtura, como confusión de dos o más elementos, provoca un exceso para cualquier conservadurismo que apunte hacia la distinción, armonía y singularidad de las cosas. La desmesura como fenómeno contra-conservador, intrínsecamente provocador, se presenta tópica y trópicamente, en correspondencia entre lo dicho en el texto y su modo de enunciación. Este ir más allá, la hibridación en tanto exceso y a contramano de un orden natural, contiene el cariz más político en Massís: devela el establecimiento opresivo que se sobrepuso a otras comprensiones de la realidad, como máscara bajo la máscara, promulgando la distinción purista de y entre singularidades. Por lo tanto, la hibridación se celebra y realza en definitiva desde su monstruosidad, es decir, a partir del instante ominoso que por efecto da cuenta de un desajuste; una provocación con que no podemos sino voltearnos a mirar.
Sin embargo, existe un tercer recurso que recarga esta estética intransitiva. Lo que algunos llamarían esculpir el tiempo, me refiero a la inacción del relato. Este estilo astillado, indivisible de su secuencia de lectura, establece a “la obra”, Los sueños de Caín el caso, por fuera de la persecución de la Obra; de, al fin y al cabo, el Depósito, o realización de un trabajo humano cúspide en donde se reuniría una historia universal, una concreción ontológica absoluta. En un caso contrario, el texto massisiano esfuerza escrituralmente su tendencia al no-ser, a la imposibilidad alegórica por aprehenderse en función a un Todo, reconociendo como el tanatopractor los límites en los que una realidad orgánica lograría desenvolverse: mira el simulacro y por puesta en abismo se reconoce como el simulacro. La inacción narrativa, conducida por una escritura híbrida, afirmativamente melancólica, produce el des-obramiento; produce la distancia con la progresión y la conclusión; con el curso y desenlace de la “obra maestra” que la crítica moderna, sostén policial, retorna tan nostálgicamente.
En Massís se alimenta el carácter melancólico que hay inmanente en el escribir: el sol negro reflota en el estanque donde se busca desesperadamente el reflejo, este órgano que cuelga lacio de las cuencas. Sin la constatación siquiera de nuestra fantasmagoría evidenciamos un cadáver que nació descomponiéndose. Ahí el reflejo de una crisis: con el deseo por la conclusión histórica, por dar con la Obra. Pero en esa sobreposición de inacciones, montaje y reconocimiento de las partes truncadas, hay un interminable porvenir. La Obra, si bien se presenta en tanto reflexión y posterior búsqueda, nunca termina por llegar. Y, aún más, no hay hacia dónde llegar: es este el momento en que todos los límites que el sujeto conocía se desvirtúan. Blanchot en El espacio literario lo vio muy bien: “[q]uien vive dependiendo de la obra, porque la escribe o porque la lee, pertenece a la soledad de lo que solo expresa la palabra ser: palabra que el lenguaje protege disimulándola, o a la que hace aparecer desapareciendo en el vacío silencioso de la obra”.
El silencio en Los Sueños de Caín lleva al lector a su suspensión, viéndose cruzado por una acción siempre por llegar. Y es que la inacción no refiere a un no-hacer, sino más bien a que con ella el relato no apunta a su realización: es el autor que no revela nada; la suspensión del lector; el silencio; la abertura; el vacío, una fosa común, un criadero de cadáveres. El procedimiento contrario, que en cambio defina la significación del objeto en términos totalitarios, solamente daría cuenta de una intencionalidad estéril.
Lo que aquí pienso mayormente relevante es comprender que el texto de Massís, al presentarse con rasgos grotescos, híbridos, con un estilo metatextual e inactivo, trasluce un procedimiento escritural que se va auto-reconociendo imposibilitada de establecer su soporte. Los sueños de Caín, que en ningún caso abre con la espada de cartón empuñada en afán de vanguardia, no se identifica y, como tal, es insoportable. Es un texto de la con-fusión; la espera por la conclusión de acción se torna desesperante. Y la espera, diferimiento ambiguo[4], tiene también su propia correlación con las clasificaciones genéricas.
Si pensamos al verso como surco, existe una correspondencia con la prosa, que es línea trazada que apunta a lo directo y lo estable, contraponiéndose a lo delirante que se excede. De acuerdo a esta analogía, la escritura massisiana no se clasifica debido a la inestabilidad que genera su lectura, partiendo por la incapacidad de concretizar una expectativa de acción. La divagación e incertidumbre que genera, replicada en la construcción de personajes y el desarrollo de motivos que frecuentan una estética grotesca, conduce inevitablemente al extrañamiento lectoral. Los sueños de Caín es insoportable al no desarrollarse de acuerdo a los soportes por acostumbramiento.
Y, aun así, es quizá más elocuente la segunda precisión del étimo de “verso”, como vertere (vuelta, girar), pues supone ser lo que gira en torno a sí, a lo que inevitablemente vuelve a un comienzo. Claramente el desarrollo textual está organizado en forma de prosa, si es que se piensa sin consideraciones de su étimo y, más bien, a partir de la costumbre literaria, pero resulta curioso que comparta la cualidad de volver en sí a medida en que se ejerce una lectura. Reflexión melancólica que no reconoce su causa, desenvolviéndose más bien bajo el reconocimiento de sí como fragmento, como pérdida del Uno. En Los sueños de Caín no hay sino constatación de irregularidades que responden a un desinterés por cualquier consideración de Verdad. La escritura en des-obra da cuenta de su condición deshecha, su desilusión y la afirmación de lo trágico al constatarse una renuncia de sí: la definitiva desposesión del Yo, inscribiendo(se) lo indeterminable e incesante.
Caín es una encarnación de nomadismo; de aquello que no asienta en un territorio determinado. Erra[5] con las trillas que surcan la tierra a su paso. Bajo la condena de Dios, destinado a la impotencia trágica de no acometer encuentro con el Uno, se halla desprovisto, e incluso desinteresado de su realización: arrastra irregular e impredecible el trazo sobre el espacio, el cadáver zigzagueante al peso de su columna vertebral que no halla descanso.
** El libro se puede conseguir a precio preventa escribiéndole a la editorial, vía instagram (@agnicion.ediciones) o al correo electrónico (agnicion.ediciones@gmail.com). Se puede encontrar también en la librería Gato Caulle, en Valdivia, y próximamente en la librería Nueva Altamira.
[1] Anzieu, Didier. El Yo-Piel. Madrid: Biblioteca Nueva, 1998.
[2] Richard Holmes, en el texto La edad de los prodigios: Terror y belleza en la ciencia del romanticismo, esclarece que el cuerpo como totalidad orgánica tuvo su consumación con el asentamiento de la práctica quirúrgica, luego que la labor del cirujano, incidiendo en el cuerpo mutilado y fragmentado, fuese fundamental para la preservación de la vida en las guerras napoleónicas. De esta manera, y quizá paradójicamente, Holmes destaca cómo la ciencia pavimentó el camino literario hacia el horror, es decir, hacia el encuentro con la muerte como posibilidad vital, ejercicio intrínsecamente creativo: “Pero fue más allá, mucho más allá. Se imaginó un experimento en el que, a partir de la materia muerta, se “creaba” un ser humano completamente nuevo. Se imaginó una operación quirúrgica, la disección de un cadáver, en sentido inverso. Inventó un laboratorio en el que los miembros, los órganos y las diferentes partes del cuerpo no se separaban, extirpaban y desechaban, sino que se ensamblaban y se cosían dando lugar a “signos de vida” “por obra de algún ingenio poderoso””.
[3] Dice Kayser que, ya desde el Renacimiento, lo grotesco “no sólo significaba un sereno mundo de combinación lúdica y despreocupada fantasía, sino que al mismo tiempo hacía referencia al carácter opresivo y siniestro de un ámbito en el que los órdenes de nuestra realidad se encontraban abolidos y con ellos la clara diferenciación entre los diferentes campos y reinos: el de las herramientas humanas, el reino vegetal, el animal, el mundo de los hombres, las leyes estáticas, la simetría y el orden de las proporciones naturales”. Contrario a la distinción y pureza de cada campo semántico, “[…] lo monstruoso, surgido precisamente de la confusión de dominios distintos, así como de lo desordenado y desproporcionado, se reconoce como el rasgo distintivo de lo grotesco”. Esta categoría estética se presenta, por lo tanto, como abominación que mezcla diversos órdenes y que, bajo la mirada de un conservadurismo conceptual, da cuenta de una aberración. Es fundamental no desestimar la implicancia que posee esta categoría a la hora de reflexionar sobre una consideración de mundo, ya que esta, en su alcance disruptivo con los órdenes ideológicos, “se nos presenta con la naturalidad de querer ser nuestro mundo, un mundo cuyas proporciones a su vez se han extraviado en su totalidad. […] El mundo grotesco es nuestro propio mundo… y no lo es. La sonrisa que se mezcla con el horror tiene su razón de ser en la experiencia de que el mundo en que confiamos y que aparentemente descansa sobre los pilares de un orden necesario se extravía ante la irrupción de fuerzas abismales, se desarticula, pierde sus formas, ve disolverse sus ordenaciones…”, provocando un extrañamiento tal que las cosas, a las cuales tan fehacientemente comprendíamos bajo su denominación conceptual, pierden su significación tradicional, desfondándose al igual que el mundo que buscamos aprehender de forma total y unitaria.
[4] Muestra de diferencia como de postergación.
[5] Erra como muestra de un error, pero también de un vagabundear.