Detalle de portada de un libro de Manuel Maples Arce
“Sobre mí puede caber el cielo”. Instantánea de la poesía mexicana reciente
Reseña: Darío González Rodríguez, Libro IV, México, Niño Down Editorial, 2023.
Es probable que lo más interesante que ahora mismo ocurre en la poesía mexicana sea ajeno, en más de un sentido, a las grandes casas editoriales. Situación que, vista en perspectiva, no nos es del todo extraña, pues bastaría cuestionarnos por cuántos de los libros que cimentan nuestra tradición no vieron la luz primero sino en una modesta edición de autor o gracias al apoyo de un sello editorial en ciernes. Pocos, en realidad, han sido los poemarios mexicanos que han tenido la ventaja de llegar, como hoy lo hacen cientos de libros, sin tantas dificultades, a las manos de lectores y críticos.
Es, por todo ello, que encontrar –en toda la extensión de la palabra– una obra como Libro IV de Darío González Rodríguez tiene el doble valor de suceso afortunado. Primero, porque hoy más que nunca contamos con un amplísimo catálogo de propuestas entre las novedades literarias; y segundo, porque, tal vez por su misma independencia, nos encontramos ante una poesía distante de las modas y de los compromisos comerciales. Es así que, ajeno a las influencias impostadas, González encuentra su propia expresión para comprender el monstruo que es la Ciudad de México y la experiencia de sobrevivirla volviendo sobre dos antecedentes nucleares de nuestra poesía moderna y antigua: el movimiento de vanguardia mexicano estridentisa y la poesía novohispana de raigambre barroca. Y si bien la primera impresión al leer estos textos puede ser de cierto desconcierto, Darío González sabe apropiarse y resignificar inteligentemente los recursos y elementos que mejor se empatan con su expresión, con una experiencia compartida y que frente no deja indiferente al lector.
Ahora más que nunca resulta significativo que la poesía mexicana trabaje sobre su propia tradición, que tenga presentes sus propios nombres y sus propios contextos, pues, como es bien sabido, las heterogéneas realidades latinoamericanas hicieron indispensable construir una literatura cercana a sus problemas, a sus dinámicas y a sus identidades. Fue, precisamente, el Estridentismo mexicano uno de los movimientos pioneros en la resignificación de la vanguardia desde la orbita concreta de la urbe ajena a los imaginarios europeos y norteamericanos. Y es ésta la misma impresión que nos deja la propuesta de Darío González en Libro IV, pues, ante el caos y la aglomeración de la cuidad latinoamericana, sus calles, sus contradicciones, sus basureros, sus autobuses y sus trenes, el poeta no se distancia y contempla el todo desde una distancia segura, sino que se inscribe en el enorme carnaval que rebosa en sus esquinas, en su furia, en el ensordecedor ruido de los automóviles y las máquinas rotas que lanzan iridiscentes rayos.
Aquí estoy, Deriva, salvaje y provinciano
con mi taparrabos y mis plumas,
electrocutado, expuesto
a la miseria de tu orquesta
maravillada por el grito pronto
de un LP en silencio eternamente;
atorado en la aleta de un misil soviético
rumbo a la Alameda y de regreso
en su tonalidad de bólido,
en su correr de maratonista
que hace esquina con Pino Suárez
donde descansaban las monjitas soñadoras
y la gente se amontona eternamente
como en festival chino o desfile conmemorativo
(González, “Otra lancha borracha”, pp. 8-9).
Pronto, el lector halla a la Ciudad de México en estos versos. En su algarabía, su escándalo, sus calles cruzadas entre las pretensiones de modernidad y la memoria histórica de su pasado. No es la urbe en abstracto, como impresión despersonalizada o como un tema más de la tradición escrita, sino la ciudad en su presente, en el instante dinámico del ahora en que la vive el yo que enuncia. Con todo, el poeta no descuida el uso del lenguaje ni se deja llevar tan fácil por el orden de la inconsciencia, tan propio de la poesía de vanguardia surgida por el Surrealismo. Hay, como ya lo he adelantado, un acercamiento distinto a la sintaxis, al uso del verso y a la metáfora, uno que le viene más de la atenta y evidente lectura de poetas como Carlos de Sigüenza y Góngora y sor Juana Inés de la Cruz.
Sobre mí puede caber el cielo
con todo y sus aviones,
puede caber sobre mí todo su escombro
apilándose en la orilla de las ventanas
desbordándose en las rendijas
y cayendo a mares sobre mí
como el vaho empañando las gafas de un televidente
a la hora más importante.
Sobre mí circulan veinte pares de nubes distintas
y bajo de ellas un mundo de rieles y carreteras
se ha de volver edénico de neones,
pletórico de envolturas y bolsas de plástico
en donde las ratas tienen sus nidos
inundando las calles y las avenidas
donde no hay más transeúnte que el humo
de un cigarro electrónico olor a durazno.
Sobre mí puede caber el cielo con todo y todo,
pero jamás será suficiente
(González, “Negro ácido”, p. 21).
Qué más barroco que las ansias de abarcarlo todo, de experimentarlo todo, de contemplar la experiencia en su totalidad y llenar el desesperado sentimiento de vacío sobre la condición del yo. Aunque, naturalmente, esta necesidad de completud no surge en la poesía de González de una crisis con cientos de años de antigüedad, sino de la vivencia directa y primigenia de una urbe contradictoria y violenta. En este mismo sentido, los versos de este Libro IV no se enuncian desde la pretensión impostada de solemnidad, sino más bien desde la honestidad de quien camina por estas calles, aborda estos camiones, se salva de ser arrollado por sus autos.
Vengo de guillotinarme los dedos
porque no puedo dejar de maldecir a los choferes
cada que me avientan los chubascos de su claxon
(Háganse a un lado, perros,
que ya me empaparon los transistores).
Ando como la serpiente,
decapitado pero en movimiento constante,
soy un cable suelto de los postes de alta tensión,
soy un foco fundido por un rayo
(González, “Sala de urgencias del seguro social”, p. 26).
Sin duda alguna, otro de los elementos que delata el diálogo que sostiene el poeta con su tradición es el uso de la personalización de los objetos, la elección de las imágenes, los símiles y las metáforas. Lejos de los lugares comunes, tan propios de cierta poesía automatizada, Darío González nos muestra un panorama inusitado de relaciones e interconexiones que llaman las más de las veces a la sorpresa. El lenguaje, por sí mismo, se torna ajeno a la mera comunicación y se vuelve materia expresiva. Si a ello se añade la enorme cantidad de veces que los poemas, en su mayoría extensos, hacen uso de esta estrategia, el lector se halla ante un renovado barroco latinoamericano o ante la actualización lograda de los movimientos de vanguardia, signo inequívoco de los nuevos rumbos que los escritores siguen el día de hoy.
Frente a la desbordante realidad que se nos presenta, el Libro IV no asume un tono trágico ni dramático, sino que más bien opta por el humor, por el enojo, sí, pero también por la risa y la no autocomplacencia. Esa característica por momentos recuerda a poetas mexicanos como aquel joven Salvador Novo de los XX poemas y constituye un elemento que dota a la obra de una accesibilidad agradable para quien no está del todo acostumbrado a este uso del verso y de la sintaxis. Reírnos de nosotros mismos y celebrar en este enorme carnaval en donde nos ha tocado vivir, aunque sin dejar de lado la mirada crítica de nuestras realidades. Hay cierto sentimiento compartido de identificación con las experiencias que aborda González. Nos reconocemos por las calles de la Cuidad de México, en sus dolores y en sus fiestas, pero también en la incomprensión de quien llega por vez primera como un desterrado que no se cansan de azotar.
Sin lugar a dudas y asumiendo el riesgo del lugar común, este libro de Darío González representa un caso que pronto será estudiado como uno de los primeros ejemplos de los nuevos rumbos de poesía mexicana del siglo XXI.
Tlalpan, Ciudad de México, noviembre 2023