Sursum Corda. Hoy más que nunca: Avanzar sin Tarzán.
Texto que iba a ser leído en la Fundación Neruda para la actividad organizada por los 30 años de Adios a Tarzán: «juego carnavalesco de carácter tarzanesco» organizado por Enrique Lihn y Pedro Pablo Celedón el año 1984, con la participación de varios escritores y artistas de la época, el cual terminó con la realización del vídeo conocido bajo el mismo nombre. El vídeo completo está disponible en en Youtube.
1977, Chacarillas: “Hoy, volvemos a enfrentar una lucha desigual, contra una acción foránea de diversos orígenes y tonalidades, que a veces adopta la forma de la agresión enemiga, y que en otras ocasiones se presenta bajo el rostro de una presión amiga (…) Quienes, por su parte pretenden desde el interior aliarse con estos desbordes internacionales que parecieran revivir formas de imperialismo que creíamos ya superadas en el Occidente, sólo logran retratarse mejor en sus ambiciones sin freno, y hacerse acreedores al justo desprecio del pueblo chileno”, exclama Pinochet, acaso dictado por una voz otra, ausentada la más de las veces, un escribidor de discursos al que no le tirita el bigote de huaso, en primer lugar porque no tiene uno.
1978, República de Miranda: “A la cabeza de nuestros anfitriones, el Primer Estadista de la Nación –nos hemos topado en una ciudad tan pequeña con él no sólo en los actos oficiales- tiene el aspecto de un hipnotizador: los ojos ciegos y chisporroteantes de quienes sólo ven lo que conviene a sus sueños de grandeza, esa mirada colectiva o de un sujeto colectivo, la misma que le clavó su antecesor, seguramente, en el momento de entregarle el mando rodeado de los fusiles que le apuntaban a la cabeza con el añadido de un Et tu, Brute, pues todos los mirandeses tienen el don, inflamado, de la palabra justa.” (Lihn, El arte de la palabra, 26)
El terror monológico, un Chile construido desde Chacarillas, un juramento patriota que recuerda ritos pre-racionales evocados también por un hombre que dirigía miles de antorchas en forma de esvástica, en Nüremberg, es el éxtasis ante el eco de las botas en el mármol, el placer del silencio sólo interrumpido por el justo “clac”, el golpeteo rítmico que cuadra, organiza, contiene. El decir está sitiado, en situación de excepción que exige la palabra justa, un laconismo, que es siempre, como Laocoonte, patético, contenido.
El justo decir, el ritmo normado, se instala como situación general, el espacio público es coartado. Laconismo acá, entonces, es tanto el decir contenido de la marcialidad chilena prusiana como la contención dolorosa, la pasión interna de todo peatón identificado, despojado de la posibilidad de honrar o volver a los espacios desde donde un proyecto otro de país fue arrancado de raíz.
1977: Incertidumbre, ante todo. La nación recién saliendo de un naufragio, en lo discursivo se presenta como un lugar violentado desde afuera, traicionado por proyectos absolutistas que son cáncer y fantasma a la vez, y de paso puesta en jaque desde la interioridad. El terrorismo como forma de guerrilla urbana instala, sobre todo, la idea de inseguridad total. Guerra total, entonces. Patria defendida contra cualquier tipo de desborde, sea cáncer barroco o fantasmalidad a ser expulsada. Patria joven poseída, a la que es necesario aplicar el modus operandi de El exorcista (1973).
1984: En Chile, también, algunos ensayan con máscaras y disfraces una alternativa tan “Patria o muerte” y aún más: lúcida desde el estado de sitio. Marcialidad, palabra golpeada, que retoma el desborde como lo justo, asumida como un deber-ser que escapa y se ríe del orden sitiado. Héroes del humor, presos de la seriedad más absoluta (aquella que supone poner en riesgo la vida misma), algunos intentan recuperar el espacio público, el contacto, la circulación de afecto desde un rebelarse en la búsqueda del encuentro. El paseo Ahumada ya no como un lugar de vitrinas, sino como un entramado de esquinas en donde es posible mirarse, aunque sea de reojo.
1984: muere Johnny Weissmüller en Acapulco, frente a una reproducción de cualquiera de sus innumerables películas en donde él es Tarzán. A su haber, también, hay:
5 medallas olímpicas,
52 campeonatos norteamericanos de natación,
67 récords mundiales.
Johnny se contempla, hinchado en whisky, y aúlla. Morirá ahogado, pero no en una piscina o en su propio vómito: un edema pulmonar se lleva lo que quedaba del ídolo. En lo que iba de la semana los sirvientes de la mansión habían luchado por bajarlo de las lámparas de cristal, arañas luminosas, en donde el actor encontraba calma momentánea. Johnny no se reconoce, y la mansión ya está vacía. La muerte del rey de los monos supone, para toda una generación que fue criada en cines, con Joselito de España o Marisol, Cantinflas o algún western, un golpe importante. Quizás similar a la partida de Felipe Camiroaga -pero no exageremos-.
1984:Un grupo de chilenos, liderados, conducidos, por Enrique Lihn, decide realizar ese mismo año Adiós a Tarzán, documento filmográfico, funeral, lugar de enunciación tomado por la fuerza de las circunstancias, desde el sentir que es necesario despedir a la esperanza mesiánica, salvador, de un Chile convertido en el Planeta de los Simios (1968). Dar el duelo por Johnny desde el disfraz, no desde el uniforme. Adoptar un papel con la seriedad absoluta, aquella que supone exponerse a la detención, a que te pidan los papeles. Teatro total. Un carnaval funerario para despedir al ícono que los identificaba. Travestismo guerrillero, a su vez, en un homenaje de la confusión. Laconismo, búsqueda de una despedida digna. Reencuentro en un espacio común violado por bayonetas. La consigna “Avanzar sin Tarzán” se encarama sobre el “Avanzar sin transar” de Altamirano, en esa época radicado en la RDA, frase que a aquellas alturas suponía un mal chiste. Parecen querer decirnos: acá estamos. Si el terror divide, no lo logrará con nosotros. Tarzán nos reúne. Toda postura binaria en torno al horror, en este momento, supone un apresuramiento propio del encierro, reproducir un espacio igual de monológico, de instalado en la lógica afectada del estado de sitio, que el de la jerga de los militares. Jordi Lloret Pacheco dice: “…lo que hacíamos entonces era considerado por muchos de los que seguían pensando una solución armada al conflicto como puro hueveo.[1]” Justamente, hueveo era, nada más, nada menos.
1983: El gallinero, Diego Maquieira:
“Nos educaron para atrás padre
Bien preparados, sin imaginación
Y malos para la cama.
No nos quedó otra que sentar cabeza
Y ahora todas las cabezas
ocupan un asiento, de cerdo.
Nos metieron mucho Concilio de Trento
Mucho catecismo litúrgico
Y muchas manos a la obra, la misma
Qué en esos años
Repudiaba el orgasmo
Siendo que esta pasta
Era la única experiencia física
Que escapaba a la carne.
Y tanto le debíamos a los Reyes Católicos
Que acabamos con la tradición
Y nos quedamos sin sueños
Nos quedamos pegados
Pero bien constituidos;
Matrimonios bien constituidos
Familias bien constituidas.
Y así, entonces, nos hicimos grandes:
Aristocracia sin monarquía
Burguesía sin aristocracia
Clase media sin burguesía
Pobres sin clase media
Y pueblo sin revolución
El hueveo se instala como una forma de revolver aquel gallinero que pensó Maquieira, espacio controlado desde lógicas marciales, aquellas que se ejercitan en la construcción de campos de concentración, espacio, por lo demás, que evocan el origen mismo del experimento nazi, a saber, las tiernas conversaciones en la cama entre Himmler y su esposa, Margarete: criador de pollos en su infancia el primero, enfermera la segunda. Hueveo que es rebelión, el exponerse en público a un peligro real, con olor a pólvora. Hueveo que con los años, con la llegada de la tan anhelada Alegría, parece difuminarse en un espacio público saturado, pura superficie, circulación de discursos que no se demoran en adoptar el espíritu indolente del modernillo.
1984: Tarzán ha muerto, y con su muerte parece querernos decir: que no les metan el pico en el ojo, polluelos míos. Esto no es una guerra civil.
Lihn aparece y desaparece de la pantalla. De vez en cuando levanta una arenga:
“Señores: cuando Roma estaba en peligro llamaba a un gran hombre para que dirigiera su destino. Por eso, en este momento histórico yo les digo: ¡’Sursum corda’! ¡Arriba los corazones!”
Son días de pánico. El sol se está poniendo y hay que actuar rápido. El cajón se pierde de vista, Mapocho abajo. Se produce, entonces, una gran calabaza. La normalidad se toma nuevamente las esquinas, y pareciera ser que nada podrá salvar a la chilenidad, ahora, de los monos que juegan al campo de concentración. Por si las moscas, un carabinero joven, nervioso, se acerca a una familia que participaba del funeral. Pregunta de buena manera sobre lo que acababa de presenciar. La niña, tomada de las manos de sus padres, balanceándose, responde: ¿Qué no sabe que se murió el rey de los monos?
[1] “The inversion of Parmenides’s arguments is undoubtedly amusing, reminding one of Gorgias’s advice to his pupils ‘to destroy an opponent’s seriousness by laughter, and his laughter by seriousness’ (fr. 12).” (Guthrie, 194)