Tecnocracia y ¿autoridad?: una derecha deprimida
En el mes de junio pasado, la ministra de Educación, Carolina Schmidt, quiso justificar su ausencia del país – en medio del paro de estudiantes – con la celebración de su aniversario de matrimonio. Unas semanas después, el candidato de la Alianza, Pablo Longueira, declinó su candidatura por una depresión. Sería posible cuestionar, en un caso, el legítimo derecho a la memoria de una intimidad: el cargo de quien celebra esa efeméride requiere de su presencia; y es sin duda indebido, en el otro, poner en tela de juicio el restablecimiento de la salud, en un incidente por lo demás distinto, ya que se trata de un candidato y no de un funcionario de Estado. No obstante, una azarosa combinación reúne estos episodios: ambos priorizan intereses particulares (si bien, insisto, uno de ellos irrenunciable), por sobre el cuidado del orden común, que es ¿alguien lo duda? el llamado del quehacer político y la autoridad (del latín auctoritas, auctor: aquel que hace avanzar; aumenta y garantiza la confianza).
¿Será que el individualismo tecnócrata (en detrimento del individualismo liberal de Smith, Tucker, Ferguson y Burke, para quienes la colaboración de hombres libres engendra resultados que exceden lo que la inteligencia individual logra concebir) se le atravesó a la derecha? Tal vez la tecnocracia y los criterios de eficiencia del actual gobierno terminaron por desgastar los ánimos, pero sobre todo la salud de su hipotético sucesor. El síntoma es claro: depresión ¿Pero de quién? Una tecnocracia es la condición política en la cual el poder efectivo pertenece a ciertos especialistas. Ahora bien, por la naturaleza específica de sus funciones, estos no son necesariamente quienes “hacen avanzar” o garantizan “la confianza” (criterios fundantes de la auctoritas), lo cual requiere no solo de una visión holística de las necesidades (no únicamente materiales) de la mayoría, sino de la aceptación de ésta: la confianza no deriva del logro de ciertas metas, sino de una relación de complicidad que trasciende las metas – de ahí el vínculo esencialmente gratuito de la democracia, en tanto que “delegación del poder” por parte de la mayoría. Los “hombres libres en colaboración” delegan en el auctor, es decir, le traspasan sus criterios ampliados – provenientes de diversas disciplinas – y exigen de él una respuesta simétrica (si bien concentrada en una persona).
La dificultad en nuestros días es que la autoridad (auctoritas) habría visto desviarse el rumbo de su llamado original. De una época en que, para Borges (“Nuestro pobre individualismo”), la intromisión del Estado en los actos del individuo habría sido el gran problema, pasamos a una época en que el individualismo tecnócrata se apoderó del Estado y ha suplantado a la autoridad. La autoridad investida por mandato de la mayoría (esencia del régimen democrático) ya no estaría respondiendo a los requerimientos de la mayoría, sino a una vorágine de metas que – por beneficiosas que resulten – doblan la mano a valores prioritarios en el orden democrático, como son la salud y otros derechos fundamentales. El caso es que la falta de salud afecta a uno de aquellos que antes habríamos considerado infalibles. El hecho es que, del tiempo para la familia u otros intereses, pareciera que solo disponen quienes han sido designados para una labor excepcional: proveer a la mayoría de instancias que ellos ahora se arrogan, porque les ha parecido hacerlo o porque la enfermedad no les deja alternativa. Si vemos desmejorado el ámbito de la autoridad en la vitrina gubernamental y política ¿qué sucederá entonces con las apremiantes necesidades de la mayoría?
Pareciera que hoy criterios de eficiencia y especialidad han restado su lugar al llamado público. Su síndrome directo: la falta de autoridad. Como con el episodio depresivo: ya no se puede avanzar, se ha desvanecido el suelo para la confianza. Y esto no solo a nivel de Gobierno. Tal vez ha sucedido lo que denuncia el filósofo italiano Giorgio Agamben: en los gobiernos modernos, los Parlamentos ya no cuentan con el respaldo de autoridad alguna: se han vuelto instancias burocráticas al servicio de la gestión. Es a esa autoridad que la gestión y su meta de la consolidación económica (excepcional en el orden global actual), han doblado la mano. Habrá que saber escoger esas excepciones (entre ellas, la provisión de cargos al servicio del Bien común). Las nociones de bienestar, de calidad de vida, se imponen al gobierno de turno, en el caso de una celebración matrimonial y en el arduo incidente de la enfermedad. Tal vez ésa sea una señal que alerte el paso y ojalá las medidas de nuestros próximos anfitriones. La pregunta queda abierta: ¿cuál será el lugar, con ellos, para la autoridad?