Todo se Bolañiza
Un viaje por el Sur.
Hace años, cuando emprendimos el rodaje del documental de Roberto Bolaño y su relación con Chile, nos pareció buena la idea de conocer sus pasos por la región del Biobío.
Sabíamos que sus abuelos se habían establecido en esa zona después de haber llegado en un barco carguero desde Galicia.
Con un par de números telefónicos y más ganas que certezas, contactamos al cronista de la zona y a una excelente mujer que consideraba –no sin cierta razón- que nuestro trabajo estaba vinculado al rescate patrimonial de la región.
La idea era grabar con amigos, vecinos, familiares y antiguos compañeros del Liceo de Hombres de Los Ángeles, donde Roberto había estudiado hasta antes de partir a México en el año 1968.
El trabajo fue, más que otra cosa, divertido.
Giraba en torno a nosotros una aureola que nos convertía en los mensajeros de Bolaño. Los enviados especiales del más allá. Unos cineastas extraviados, sujetos al escrutinio de la gente que nos miraba como bichos raros.
Logramos grabar material que poco o nada nos sirvió para el trabajo, pero fue allí donde surgió la posibilidad de hacer “El no documental de Bolaño”.
Aparecieron personajes como escapados de una cinta de Almodóvar. Complicidades ocultas y malestares vociferantes. Desde críticas agrias a un Bolaño insoportable, hasta momentos épicos relatados con lágrimas en los ojos por un poeta “amigo casual de Bolaño en la biblioteca del Liceo”.
Tres vecinas con vestidos floreados sentadas en un sofá en medio de la calle frente a la que había sido la casa del escritor cuando liceano:
“era muy bueno, muy tierno, muy suave”. “¡pero qué buena que era la Sra. Victoria…”, dijo la madre de las hermanitas Saldivia…”. “Sí, fue la única que me preguntó cómo me sentía cuando se me incendió la casa…”.
“Yo me lo encontré y tropecé con él. ¡Ya se veía que estaba predestinado a crear algo importante!”, nos relató un escritor local con una convicción incuestionable.
Evidentemente el material grabado no nos servía ni por asomo para nuestro documental. ¿Qué tenía que ver el incendio de la vecina con la literatura de Bolaño?
La demolición del hotel «Oasis» en Mulchén, estaba en su apogeo cuando llegamos a ese lugar. Una nube de tierra que lo envolvía lo convertía en un barco fantasmagórico a la deriva. Nosotros llegando al pueblo un día cualquiera y el hotel de los Bolaño en plena destrucción. Recordé por un momento que mi padre en sus últimos años se volvió cabalista para poder entender algunas de estas cosas que no tienen explicación alguna. Pensé en la palabra “sincronía”.
Años antes, había tenido en mis manos una fotografía de León Bolaño detrás de un mesón en un expendio de bebidas alcohólicas. Parecía regentando una cantina. Pues ese hotel (Oasis), con todo y cantina, estaba siendo demolido. Pude escudriñar las habitaciones medio derruidas y sin techo del hotel imaginando fiestas y jolgorio.
Esto daba para otra película, pero no para el documental que estábamos construyendo.
Volví a la realidad. Estábamos en el cementerio de Mulchén frente a la tumba de los abuelos (Bolaño-Carné). Un lugar muy azul y muy blanco, como el cielo. Intentando descubrir los nombres inscritos con letras de bronce en la lápida, fuimos atacados por un enjambre de avispas. Sin duda estábamos entrando en un terreno peligroso.
Un poco más allá del cementerio, el río. Un río caudaloso donde se bañaban los niños, como seguramente también lo hicieron hace 50 años.
Continuaron apareciendo personajes. Asistimos a la invención colectiva de todo tipo de relaciones y vínculos, donde la realidad y la fantasía surgían fusionadas como un género espontáneo.
La gente necesitaba hablar y ser escuchada, y si por ahí se habían topado con Bolaño, pues tanto mejor. Personajes encantados de la vida se presentaban frente a la cámara para utilizar ese pequeño espacio de trascendencia posible. La experiencia única de contribuir a crear un relato. Por irreal que éste fuera.
Ya inmersos en un delirio aceptado, encontramos en Mulchén los restos de la casa incendiada de Isabel Bolaño, la hermana de León, tía de Roberto, con quien Bolaño se tomó una foto en el 73, poco después del golpe militar en su huida hacia el sur.
Surgían más y más testimonios. Ya no nos importaba lo verosímil de lo relatado. Personajes que parecían haber estado esperando su oportunidad para hablar de algún recuerdo olvidado o inventado. Una sensación de memoria escurridiza. Una metáfora acerca de la memoria, el recuerdo, la felicidad y el tiempo. Cada personaje que invitábamos a pararse frente a cámara, se sentía tocado e inspirado por la mano atemporal de Bolaño.
Los místicos se entregaban a recuerdos casi celestiales. Reían y lloraban alternadamente durante el rodaje. El cronista intentaba una versión seria y correcta de cada cosa. Pero era sobrepasado por la realidad. Una prima de Bolaño rescataba recuerdos inexistentes. Un compañero de colegio hablaba de la importancia del Liceo para la literatura nacional. Otro familiar, con desencanto, de cómo había cambiado Roberto.
Todos tenían algo que aportar, aunque muchos de ellos, en el fondo, o en la superficie, no recordaban absolutamente nada.
Recordé lo dicho por Fresán: “Cuando te acercas a Roberto, todo se bolañiza a su alrededor…”. Tenía razón.
Fue así que terminamos en medio de la calle, rodando con las tres mujeres sentadas en el sofá, un relato tan emotivo como alucinante. Un poeta declamando con lágrimas en los ojos algún poema de «La Universidad Desconocida», y recordando cuando se tropezó con Bolaño en la biblioteca del Liceo de Hombres, hoy a punto de ser destruido, no el poeta, sino el Liceo.
Durante el rodaje de un documental suele ocurrir que surge cierta iluminación que corresponde más que nada al deseo de que algo suceda.
*Imagen: Foto de Ed Van Der Elsken