Todos caímos en la trampa
A fines de los ochenta, todos caímos en alguna trampa, en algún fraude, un engaño. Caímos en el ardid que nos burló los sueños, porque había personas que dieron a la mentira apariencia de verdad, induciéndonos a tener por cierto algo que no lo era, valiéndose de palabras y obras aparentes y fingidas.
A fines de los pesados ochenta, la turbulencia era descomunal. Muchas dobles contradicciones sociales nos zarandeaban de pies a cabeza.
La contradicción más evidente fue la del cambio del régimen político: la pugna entre dictadura y democracia, al interior del sistema capitalista, que fue la que terminó por imponerse por sobre otros conflictos. Una discusión más profunda, que ponía el acento en el cambio o transformación del sistema socio-económico vigente en el país, pasó a ser desechada del debate o, por lo menos, fue acorralada hacia la marginalidad. Otros diferentes conflictos emergían y se hacían visibles con distintos niveles de amplitud y profundidad: la situación de la discriminación por género o sexo, o la exclusión, por parte del Estado, respecto de los pueblos originarios, a las puertas del quinto centenario.
Esto que escribo, lo hago como un interesado en el cambio de sistema. Con el sueño siempre vivo de la transformación social de Chile a manos del movimiento popular hacia la construcción desde abajo de una sociedad con justicia social, con derechos comunitarios, libertades civiles y poder popular. En esta postura, existían, existen y existirán contradicciones de orden secundario que en su momento deben ser asumidas, analizadas y resueltas, en la teoría y en la práctica o al revés, si lo prefiere.
En la opción que se impuso históricamente, la del cambio del régimen político, al interior del sistema capitalista, el evento que consumó la trampa (fraude, engaño) fue el plebiscito del ochenta y ocho: ganó el No y con eso ganó el innombrable y el modelo neoliberal salvaje (by Chicago boys) y quedó “legitimada” la Carta Magna (y su letra chica) ideada por el finado con lentes poto de botella, estableciéndose una democracia de corte fascista, a la talla del gremialismo integrista.
Al interior de las fuerzas políticas y sociales que apostaban sus energías en la contradicción sistémica, tras sucesivas derrotas de todo tipo, las “propuestas” revolucionarias estaban a la orden del día como coleros de feria libre. Cada cual más delirante o inútil, más arriesgada o torpe, más sangrienta y solitaria. En todo caso, ninguna logró convocar tras de sí al movimiento popular, que se fue diluyendo entre los que se radicalizaban cada vez más y los que volvíamos a la casa decepcionados, con todos nuestros muertos en el corazón, en la mente, en la memoria, pero con la claridad absoluta de que nos habían engañado, de que habíamos “cooperado”, en el sentido gil del término.
Pero hubo otras trampas más terribles y que condenaron a muerte a muchos jóvenes combatientes populares. Uno de esos engaños es el que presenta la investigación de Víctor Cofré publicada en el libro “La trampa. Historia de una infiltración” (LOM Ediciones, 2012).
El “infiltrado”
Tras un “enfrentamiento” ocurrido la noche del 18 de abril de 1989, en la esquina de San Pablo y Radal, mueren asesinados dos jóvenes: Iván Gustavo Palacios Guarda (18 años), quien fallece en el lugar, y Eric Enrique Rodríguez Hinojosa (19 años), quien muere, luego de una larga agonía, el 4 de septiembre, el mismo día en que es asesinado Jécar Neghme a manos de agentes de la Central Nacional de Informaciones (CNI).
Tras dos reportajes publicados en la época por el periódico “Pluma y Pincel”, quedó en evidencia la infiltración de agentes de seguridad en, al menos, tres sectores poblacionales al poniente de Santiago.
El infiltrado era un sujeto de unos 37 años de edad, de regular estatura, algo gordo, de cabellos negros, pelo entrecano en sus sienes, de ojos café. Uno de sus nombres supuestos era Orlando, destinado a ocultar otro nombre, también falso, por el que era conocido por una veintena de jóvenes de Quinta Normal, Pudahuel y Villa Francia: el “comandante Miguel”.
El individuo era un agente de seguridad que se enquistó, alrededor de 1985, en poblaciones del sector poniente de la capital, y reclutó a una veintena de jóvenes, casi todos menores de edad (muchos de ellos hijos, sobrinos, parientes o familiares directos de revolucionarios muertos o encarcelados) y los hizo poner bombas, ejecutar asaltos, quemar micros e intentar ajusticiamientos a dirigentes populares, entre otras acciones armadas.
Se acercó a organizaciones sociales y de derechos humanos, por intermedio de una dirigenta de la zona que lo presentó a la esposa de un preso político. El supuesto revolucionario “colaboró con los familiares de los prisioneros políticos, paseó a sus hijos, transportó mercaderías para los detenidos y colaboró con la impresión de documentos”. El “comandante Miguel” se ganó la confianza de la mujer y con su apoyo inicial comenzó a contactar, a mediados de 1988, a los jóvenes. Dirigió al menos cinco instrucciones militares, consiguió los nombres reales de los nuevos militantes, los fotografió en varias oportunidades, con o sin capucha. Evidenció profusión de recursos: a las escuelas guerrilleras llevó subametralladoras UZI, fusiles AKA y FAL, pistolas CZ Astra y Colt 45, además de abundante explosivo, TNT, estopines y mecha.
Cuando se destapó el hecho, y tras el crimen de los dos jóvenes, se intentaba distinguir si se trataba de un real episodio de infiltración o solo era un evento de exceso de radicalización. En su momento, se barajaron al menos tres hipótesis: o era un loco, o dirigía o pertenecía a una fracción de fracciones surgidas tras el quiebre, entre 1986 y 1987, del Movimiento de Izquierda revolucionaria (MIR); o era derechamente un agente de la CNI infiltrado en el campo revolucionario.
La acción operativa de la Resistencia infiltrada (“los hijos de Jomeini”) duró menos de un año, luego que los militantes mayores desenmascararan la situación, y tuvo como resultado el asesinato, en la emboscada del 18 de abril, de los dos jóvenes combatientes, como castigo ejemplificador para los demás muchachos que alcanzaron a huir de la trampa.
Veinticuatro años después
Desde mediados de los dosmiles, en el lustro que va del dos mil seis al dos mil once, emerge un movimiento social estudiantil que se plantea la disputa de los derechos sociales al mercado que negocia y lucra en beneficio de la casta ABC1 y que nos conduce de manera transversal a borregos consumistas de todas las castas o grupos socioeconómicos.
¿Cómo evitar caer en las nuevas trampas? ¿Cómo lograr identificar a tiempo el fraude? ¿Cómo destapar de modo oportuno los engaños? ¿Cómo evitar la seducción de la falacia?
De algún modo, el libro expone un método emprendido por los muchachos: la conversación que pone en evidencia los rasgos, los rastros, las huellas que deja la manipulación; la discusión organizada, la reflexión colectiva, la deliberación en asambleas. La conspiración ingenua deja demasiadas rendijas por donde se cuelan las infiltraciones.
Pero por otra parte, la publicidad engañosa, el discurso manipulador, el periodismo farandulero también construyen otros modos de trampas, de seguro no tan terribles ni mortales, pero tanto o más destructoras, pues elimina los sueños y las utopías de los pobres sin banderas y de los pueblos sin fronteras.
El daño de la infiltración es que opera entre los amigos, los familiares, vecinos, compañeros de estudio o de trabajo; actúa como agente aniquilador de la sociedad: destruye lo plural y lo dual, imponiendo la soledad, el egoísmo para emboscar y asesinar.
La propuesta que se visualiza en el movimiento social estudiantil y otras organizaciones populares tienen en la discusión, la reflexión y la autoeducación como prácticas esenciales de la lucha social y política. La desconfianza a las jerarquías y a las órdenes impuestas desde arriba o desde afuera del movimiento, permite rechazar y disminuir las posibilidades de manipulación; pero hay que estar siempre alerta.
Antes de que se nos olvide
Tal vez el libro sea un buen momento para dejar de olvidar y comenzar a impedir que la impunidad se imponga también en este caso imperdonable. Iván Palacios y Eric Rodríguez también son víctimas de la dictadura militar y su caso también es de lesa humanidad. Tal vez se hace necesario que la justicia, mediante el juez Mario Carroza, quien reabrió el caso, investigue, descubra y sancione al criminal. Porque ese infiltrado “comandante Miguel” tiene nombres y apellidos reales, y de seguro algún rango en la jerarquía militar chilena y lo más probable es que esté gozando de los beneficios de este país “en la medida de lo posible” y pronto a disfrutar de una jubilación jugosa por los servicios prestados a la patria; tal vez disfrutando de unos nietos de la misma edad de los jóvenes que asesinó como escarmiento; sin dejar de lado la muy probable opción de que haya enquistado una red de “subversivos” o “revolucionarios” en el mundo popular.
A Iván Palacios, Eric Rodríguez, Marcela Ortiz.