Vírgenes de la noche cordobesa - Carcaj.cl
02 de julio 2014

Vírgenes de la noche cordobesa

En esta parte de la ruta sobran ganas de una aventura, y no necesariamente de los caminos, sino que de mujeres. Bellezas que cruzan ante sus ojos y estos viajan sin un mango. Ágil, delirante y jocoso, nos sigue llevando por sendas inesperadas, Montero y sus crónicas de viajes.

 

*

            Ferreira entró de pronto a un pueblo pequeñísimo. Dijo que tenía que ir a sacar plata a un banco. Cuando veía a una mujer caminando, le tocaba la bocina y la saludaba alegremente con la mano. “¡Adiós, mi vida!”, les gritaba, y ellas sonreían sonrojadas o coquetas, y la mayoría le devolvía el saludo. No tenía ningún filtro: piropeaba a niñas de catorce años y a viejas de setenta y cinco, y a todas les gustaba Ferreira.

– Es muy simple, pibes – explicaba frenético -, hay que saber partir de la base de todo: las mujeres son diez mil veces más calientes que los hombres. Los datos dicen que por cada orgasmo masculino debería haber ciento cinco femeninos. No es así porque los machos no saben ocupar la herramienta. Ah, sí, las minas son sucias, aman los polvos, quieren que abusen de ellas (aunque la mayoría no sabe que lo quiere), pero cuidado: son sensibles. Lo que quieren es que les digan que son bonitas, que siguen siendo bonitas, que están buenas, que están fuertes, quieren saber que se te pone dura cuando le miras el culo, no, ni siquiera, se conforman con saber que se lo mirás, pero no porque te imaginás tu verga sacándose los mocos en ese pañuelo de carnes, sino porque de verdad te parece que es un culo lindo. Lo que pasa es que los hombres son unos ordinarios de la puta madre, y no sólo eso: son mentirosos, y las mujeres son mucho más inteligentes y perceptivas que nosotros, se dan cuenta de todo: si vos vas y le decís a una mina que es linda solamente porque te la querés coger, ella sabe que de verdad no la encontrás linda sino que sólo querés apretarle los pezones y pellizcarle el clítoris, y por eso te rechaza, a menos de que esté muy, pero muy caliente y eso no le importe porque sólo le hace falta un buen pedazo de verga y lo demás le importa un huevo. Yo he cogido, no sé, con unas ciento cincuenta mujeres, y a todas les he dicho que son lindas, que son espectaculares, pero yo lo creo de verdad, pibes, todas las mujeres son una maravilla, y ellas se dan cuenta de que soy sincero y de que soy cariñoso y de que soy el rey de la cama, y les da lo mismo que sea un gordo de mierda porque saben que soy un gordo cariñoso, que cuando les haga el amor las voy a besar en todo el cuerpo para que exploten después con ciento cinco orgasmos fabulosos. Uy, mirá, mirá a esa cincuentona que va ahí. ¡Eh! ¡Adiós, mi vida! ¡Sos lo más lindo, oh, que me muero! ¡Chau, preciosa! ¿Se dan cuenta, pendejos? ¿Vieron cómo me miró, vieron su sonrisa? ¿Pero se fijaron en la cara del boludo de su marido? Lo hago a propósito: después él se pone celoso y ella le dice que bueno, que por una vez un hombre le dice que es linda, que como él no se lo dice nunca, entonces él se enfada y tiene ganas de matarme a mí, ¡a Ferreira, jua!, pero finalmente piensa que a lo mejor su mujer está mejor de lo que él la veía por todo el asunto de la rutina de los matrimonios, y esta noche, después de pelear toda la tarde, se la va a coger con ganas y con orgullo y tendrán un par de semanas de buen sexo de reconciliación. Eso es altruismo. Yo sí que hago que la gente esté más feliz. La gente no entiende que lo único que nos hace felices de verdad es el sexo. Lo demás se nos escapa por los dedos como la arena, pero el sexo es la arena mojada que se queda. Se los dice Ferreira, pibes.

Estacionó la camioneta en una esquina y nos dijo que nos quedáramos ahí, que iba a buscar una plata y volvía. Con el Flass nos miramos por primera vez en todo el trayecto, y por primera vez también tuvimos oportunidad de hablar.

– Tengo un nuevo héroe – dijo el Flácido.

– Es el Mesías – dije yo.

– Compadre…

– Qué.

– ¿Por qué se habrá metido a este pueblo tan chico a sacar plata?

– No sé, también me pareció raro.

– Compadre…

– Qué.

– Ferreira nos va a llevar de señoras.

– ¿Cómo?

– De putas – dijo el Flass con toda seriedad -. Nos va a llevar a unas putas. Por eso se metió a este pueblo. Debe ser una picada que tiene. Fue a sacar plata para pagar las putas.

Carajo. El Flácido tenía razón. No había más explicaciones. Ninguno de los dos había estado nunca antes con putas, y al menos yo no tenía ninguna intención de hacerlo. Pero si Ferreira nos llevaba, si este ídolo de masas quería que lo hiciéramos, no había escapatoria.

– A lo mejor nos quiere invitar a comer… – probé yo.

– No sea monje, Compadre. Es obvio lo que está pasando aquí.

Nos pusimos a hablar, pues, de putas, y a prepararnos para lo que se venía. Estábamos nerviosos. Me preguntaba si los nervios me permitirían estar a la altura de las circunstancias. Se descartaba automáticamente la posibilidad de decirle que no a Ferreira, claro. ¿Qué habría pensado de nosotros el jodido gordo campeón?

Después de unos quince minutos, Ferreira volvió.

– Ah, qué macana, no hay ningún cajero en este pueblo de mierda. Supongo que lo lamentan más que yo. En fin, vamos.

Quisimos preguntarle qué era exactamente lo que nos estábamos perdiendo, pero no nos atrevimos. Ferreira arrancó, llegó a la carretera y siguió manejando a su ritmo desenfrenado: un kilómetro por hora por cada kilo que tenía de peso. Continuó su monólogo más o menos donde lo había dejado, mientras el Flass y yo intentábamos tomar nota mental de todas sus enseñanzas, y a la vez tratábamos de descubrir qué era lo que nos estábamos perdiendo porque no había podido sacar plata del pueblo de mierda que no tenía un puto cajero automático.

Nunca lo averiguamos. Media hora después Ferreira detuvo la camioneta en un cruce y nos dijo que hasta ahí llegaba él. Nos dio un abrazo y un beso a cada uno en la mejilla y nos preguntó cómo nos llamábamos. Luego se metió por un camino interno, y bajó la ventana para gritarnos que le mandáramos saludos “a las magníficas conchas cordobesas”. Nosotros elevamos las manos en señal de adiós o de compromiso.

Sólo entonces descubrimos que nos estábamos muriendo de hambre.

Caminamos algunos kilómetros sin que nadie nos llevara. En un almacén compramos unas empanadas y cigarros y descansamos un rato mientras nos preguntábamos si efectivamente Ferreira nos iba a llevar de putas o no, pero era como preguntarse si acaso era potable el agua de un espejismo.

Después de un par de dedos con gente aburrida –o quizás no lo eran tanto, pero después del gordo campeón todo resultaba insípido para nuestras calientes mentes juveniles–, llegamos al cruce final: el cruce hacia la bella Córdoba. Estuvimos varados ahí un buen rato hasta que un auto nos levantó. El tipo era maceteado y más bien rucio, y venía algo triste porque ese día había fallecido el Flaco Spinetta –todo Argentina estaba de luto por el Flaco–. Tenía unos treinta y cinco años, estaba casado y tenía dos niñas. Iba hasta Córdoba por trabajo. Yo me fijé, velozmente, que en el vidrio trasero tenía pegada una pequeña calcomanía con el nombre de Cristina Fernández. Por tanto, fui guiando la conversación desde la música –tema triste en este día– hacia la política, para ver qué pensaba de Cristina. Durante el viaje me había encontrado de todo: gente que la adoraba y gente que la detestaba. No había puntos medios. Quería saber por qué este tipo sí se la bancaba.

Feliz apuesta: nos pusimos a hablar de política y el tipo quedó encantado con nosotros al ver que éramos más bien de izquierda. El Flass, que se maneja bastante en estos temas, nos dejó como reyes y como perfectos jóvenes politiqueros e intelectuales; críticos, sí, pero izquierdosos al fin. Después de una media hora, Pablo (así se llamaba el hombre) nos preguntó qué íbamos a hacer a Córdoba. Le respondimos que no sabíamos, que íbamos a conocer nomás. Yo aproveché de explicarle mi situación financiera para que nos recomendara algún hostal barato y de buen mambo.

– Qué hostal, qué hostal. Se vienen conmigo. Los voy a llevar a la casa de mi amigo Alfredo, que vive en Mendiolaza, en la sierra chica. No es Córdoba mismo, pero en la noche podemos ir de joda a la ciudad. Yo ya no vivo en Córdoba, voy por trabajo, así que ya van a ver que nos emborrachamos y les muestro la joda cordobesa aprovechando que no tengo que llegar a mi casa hasta mañana en la tarde.

Aceptamos encantados. Atravesamos la ciudad de Córdoba arriba del auto, pero demasiado rápido como para comprobar que efectivamente las mujeres eran las más lindas del mundo. Luego llegamos a Mendiolaza, que es tan chico que ni siquiera se llama pueblo y todo está cubierto por los árboles. Nos bajamos del auto y caminamos por el barro hasta una casa escondida en el bosque. Salió a recibirnos un tipo alto de la misma edad de Pablo que tenía un hijo de unos diez años. No había mujer en la casa, así que supusimos acertadamente que estaba separado de la madre del niño.

Alfredo nos recibió alegremente después de que Pablo le explicara que éramos viajeros y que nos atraía el peronismo y el kirchnerismo peronista –conclusión a la que llegó sin que se lo dijéramos y que no podía ser verdad porque yo nunca logré entender en qué carajo consistía el peronismo actual–. Nos mostró dónde podíamos dormir, nos ofreció la ducha y un mate. Luego nos pidieron si los podíamos ayudar a llevar un refrigerador a una clienta. Se veía que trabajaban en eso. Así que nos fuimos. En el trayecto, Pablo nos miró por el retrovisor y le comentó a Alfredo:

– Estos pibes deben tener unas ganas de ponerla

– Y sí, se les nota en la cara – respondió Alfredo observándonos también.

– Esta noche hay que llevarlos de joda. No se pueden ir de Córdoba sin ponerla. Además que están de paso, tienen que llegar a Buenos Aires a juntarse con unos amigos.

– Ya está, esta noche vamos con todos los muchachos y les presentamos amigas y nos emborrachamos. Además, pibes, un chileno aquí es algo exótico. Si no la ponen hoy, no me llamo más Alfredo.

En la noche nos llevaron a la casa de otro de sus amigos. El plan era tomar comer pizzas y tomar fernet y luego irnos a Nueva Córdoba, la calle del mambo. Además de Pablo y Alfredo, había siete tipos más, todos de la misma edad y todos –y eso era sorprendente– tenían hijos hombres de entre ocho y diez años, y todos –o se habían puesto de acuerdo– estaban separados de las madres de los niños. Todos, además, vivían en esas grandes casas de madera por herencia familiar y pronto el Flass y yo descubrimos que, aparte de juntarse cada noche a jugar al truco y a tomar fernet mientras sus hijos jugaban entre ellos, los tipos no hacían nada. Al parecer arrendaban unas parcelas por ahí cerca en Mendiolaza y de eso vivían. Los bauticé como Los Reyes de la Colina.

Los Reyes y nosotros nos pusimos a comer las pizzas y a tomar el fernet en una terraza hermosa insertada en la mitad del bosque. Bajo la terraza, en el patio, los niños jugaban. Realmente, se daban la gran vida. Lo estábamos pasando muy bien, pero cada cierto rato el Flass y yo intercambiábamos miradas preocupadas porque la hora pasaba y Pablo, que era el que manejaba, se emborrachaba más y más y ya no era tan claro que pudiera manejar treinta kilómetros hasta la ciudad para que nosotros la pudiéramos poner.

Y entonces ocurrió la debacle: nos preguntaron por el movimiento estudiantil chileno. Le pegué codazos al Flass para que respondiera con brevedad, como sin darle mucha importancia al asunto, pero el buen Flácido era –hasta entonces– un estudiante de Derecho de la Chile, y no iba a dejar mal puesto el nombre de su querida Facultad ni de los estudiantes chilenos en general, y yo lo miraba para que se callara, para que no fuera a nombrar al innombrable, pero ahí nomás al Flass se le salió el nombre que no debería haber pronunciado: Pinochet.

Fue el desastre. Hubo que ponerse a explicar cosas de la dictadura para explicar por qué mierda pagamos tanto por estudiar, y con la dictadura vinieron otros temas, hasta que, inevitablemente, llegamos a todo el asunto de Las Malvinas y de la cochinada que le hizo Pinochet a los argentinos, y como ya estaban todos borrachos, y como ese es el tema más sensible de toda Argentina, tuvimos que terminar defendiendo al pueblo chileno del juicio histórico trasandino, para quienes –todos en el saco– somos unos putos por culpa de un dictador que se cagó a los argentinos (como si no se hubiera cagado además a todo Chile). A su entender, todos los chilenos tenemos la culpa de lo de Malvinas. Terminamos por intentar defendernos a nosotros mismos arguyendo que para entonces ni siquiera habíamos nacido, pero entonces resultó que nuestros viejos tenían la culpa, y ya todo se volvió discusión y el Flass, con justicia, se calentó y quiso seguir metiendo la cuchara, hasta que dieron las cuatro de la mañana y Pablo se quedó dormido de puro borracho y Alfredo me pegó un par de palmaditas pidiéndome disculpas porque no pudimos ir a Nueva Córdoba de joda, viste que se nos hizo tarde, pibe, a la otra.

Me fui a acostar decepcionado. El Flass se quedó discutiendo un rato más. Al día siguiente debíamos seguir viaje hacia Buenos Aires y ya no habría otra oportunidad, tal vez en la vida, de carretear con al menos una mujer al frente en la bella Córdoba, y mientras iba cerrando los ojos en la cama de abajo del camarote que nos pasó Alfredo pensaba que todo estaba mal, que no era posible que hubiésemos llegado a Córdoba sólo para hablar de Malvinas, no era posible que el Flass y yo hubiésemos salido por azar como pareja de viaje, y que la tormenta nos hubiera obligado a desviarnos con Darío, y que luego Ferreira nos hubiera llevado sin que le hiciéramos dedo, y que luego Pablo nos hubiera recogido y llevado a la casa de Alfredo y que nos dijeran que esa noche la pondríamos; que todo eso confluyera tan perfectamente para que llegáramos a la ciudad que nos esperaba desde siempre y que esa espera y esas expectativas no se cumplieran, o bien que su cumplimiento no fuera otro que volver a comprender, como cada día, que volvía al punto cero, que el viaje seguía siendo un fracaso circular y que –ah, desgracia– mientras mis ojos ebrios se cerraban se estaban abriendo, no muy lejos de ahí, miles de magníficas conchas cordobesas que recibirían a otros falos menos exóticos que los nuestros, difuminados todos ya por la noche y el alcohol y la joda que no pudimos conocer porque nuestro destino no era ése, sino tomar, derrotados, un bus a la noche siguiente en dirección a Buenos Aires. Un bus que me costó casi toda la plata que me quedaba de mis buenos ahorros de San Rafael, y cuyos asientos eran duros y tristes, duros como los guiños de mi irónico, triste destino mochilero.

 

*

 

            No lo habíamos pasado mal, ese día en Córdoba. Recorrimos la ciudad, nos tomamos un helado y marchamos junto a los cordobeses en una protesta de vital importancia para la ciudad, pero de cuyo sentido nunca nos enteramos porque más bien intentábamos meterle conversa a las preciosas, divinas cordobesas, apelando a nuestra condición de extranjeros exóticos y miembros de la juventud chilena: juventud aguerrida que se había tomado las grandes alamedas en el 2011 para exigir educación gratuita y de calidad, y que lamentablemente era mucho más famosa por las imágenes de bombas y lumazos que transmitía la televisión internacional, que por la heroicidad de las largas tomas de los establecimientos educacionales o por lo histórico de las demandas.

Pero tales intentos de conversación sólo sirvieron para desesperarnos más. Llegamos a la conclusión de que en Córdoba había apenas un hombre por cada diez mujeres, y tan sólo una vieja por cada diez lindas muchachas veinteañeras. Era increíble: en todo el día no vimos nunca a un grupo de mujeres con un hombre metido por ahí. Sólo se veían cardúmenes de lindas jovenzuelas, y nosotros las mirábamos impotentes ante su belleza intangible, agobiados, además, por el calor de mierda que superaba los cuarenta grados húmedos a la sombra, y que sumados a nuestro propio calor juvenil nos convertían en dos tristes hornos andantes sin un pastelito que cocer.

Pese a todo no queríamos irnos, pero debíamos hacerlo por la estúpida lealtad a los Unitarios. Si hacíamos dedo, calculamos, llegaríamos en un par de días a Buenos Aires y el viaje se acortaba mucho para el Flácido. Yo lo pensé mucho y finalmente le dije que lo acompañaba. Y así nos fuimos a tomar el bus en dirección a la capital, yéndonos sin querer irnos, vírgenes de la joda cordobesa.

El Carlo y el Flaco habían llegado ya al gran Buenos Aires y nos mandaron un mail con el nombre y la dirección del hostal donde estaban parando. Cuando llegamos a la capital, a la mañana siguiente, anduvimos caminando perdidos un buen rato hasta que llegamos a eso de las nueve de la mañana al barrio San Telmo, por donde se escondía el hostal “Tango”. En la recepción, preguntamos si se alojaban ahí nuestros amigos.

– ¿Dos chilenos? ¿Uno re’ flaco y otro de pelo más largo? Ah, qué bestias, qué tipos esos. No les conviene despertarlos.

– ¿Por qué?

– Llegaron a dormir hace una hora borrachos como cuba. Ah, pero qué bestias. Ustedes se pueden ir a esta otra pieza. Es para cuatro. Hay una gringa también.

Por supuesto, la gringa era horrible. Yo me duché y después desayunamos con el Flass en silencio. Recién a las dos de la tarde el Flaco y el Carlo se levantaron. Nos resumieron su viaje desde Mendoza en dos palabras: el camión que se los había llevado los dejó en el mismo Buenos Aires, y esa noche se habían tirado a unas brasileñas en el baño de un hotel. Las cosas habían sucedido más o menos así: después de entrar a varios bares y boliches, los Unitarios, fracasados como nosotros en Córdoba, se habían aburrido de la indiferencia porteña y se habían echado en una gasolinera a comprarse un pancho por dos mangos. En lo mismo andaban dos brasileñas que rozaban la treintena, y por aquí y por allá se pusieron a conversar y al poco rato los jodidos Unitarios y las brazucas del carajo se besuqueaban libidinosamente (el Flaco con la guapa y el Carlo con la guerrera, como era de esperar), proponiendo éstas últimas, minutos después, que las acompañaran hasta su hotel para pasar, sin más, la noche porteña cogiendo como condenados. El plan, empero, comenzó a fallar cuando los cuatro entraron al hotel cantando las mañanitas y con las manos repartidas en las nalgas sin distinción de parejas, lo cual provocó la sospecha de los conserjes, que se negaron rotundamente a que los Unitarios pasaran a las piezas de las brasileñas porque estaba prohibido, al menos para los borrachos. Ante tamaño balde de agua fría, los lujuriosos fiesteros no se amedrentaron y en un santiamén una pareja se metió en el baño de mujeres y la otra en el de minusválidos, dando rienda suelta a las ganas incontenibles de follar en país ajeno, sin preocuparse en lo más mínimo de las amenazas de los conserjes, que golpeaban la puerta jurando que la echarían abajo y que llamarían a la policía. No hubo caso. Corrieron las felaciones y las nalgadas estridentes que opacaban los golpes a la puerta, y sólo después de los orgasmos respectivos, las parejas quitaron la llave y salieron dignos y campantes como si nada hubiera pasado: las garotas al ascensor del hotel, los chilenos a la calle amanecida. Los conserjes los miraron atónitos, pero uno de ellos, abriéndoles la puerta para que se fueran pronto, no pudo evitar susurrarles al oído a los Unitarios: “Mis respetos, maestros”.

– ¿Y Córdoba, qué tal? – nos preguntaron.

Y nosotros ni siquiera pudimos responder.

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