Afiche del Partido Comunista japonés, 1929 (Intervenido)

04 de octubre 2021

15 de Marzo, 1928

por Takiji Kobayashi // Traducción, introducción y notas por Bruno Biagini

Si en su obra Takiji Kobayashi (小林 多喜二1903-1933) puso especial atención a las condiciones políticas y económicas de su época, su vida las encarnó.

Kobayashi nació en una familia de extracción campesina, asentada en Akita. Las duras condiciones económicas en la provincia, hicieron que la familia emigrara a Otaru, principal puerto de Hokkaido, la isla más septentrional del archipiélago. Integrada al Estado japonés sólo a fines del siglo XIX,  Hokkaido se convirtió en la nueva frontera geográfica y económica del naciente capitalismo nipón. A pesar del traslado a un entorno más prometedor, la situación económica de los Kobayashi siguió siendo precaria. Consciente tanto de su pobreza como de las posibilidades económicas, de joven Takiji soñó con hacerse rico. Los buenos oficios de un familiar y las capacidades propias le abrieron la puerta, si no a la riqueza, al menos a la movilidad económica. Después de graduarse de un liceo comercial, obtuvo un puesto en el Banco de Desarrollo Colonial de Hokkaido. A los 21 años la carrera de Takiji había comenzado y, sin embargo, no sería la que había soñado. Al mismo momento que ingresa al banco, empieza a leer a Lenin y Marx. Gravitando hacia el incipiente Partido Comunista de Japón, Takiji empieza a transitar hacia el centro de los conflictos políticos de su época.

Desde fines del siglo XIX Japón se había lanzado a toda marcha hacia la modernización económica. Esto a su vez demandó una total transformación del estado y su política. Si en el siglo XIX el país había pasado rápidamente de ser un Estado feudal a una monarquía constitucional, las dos primeras décadas del siglo siguiente se caracterizaron por un agresivo avance del liberalismo político y el parlamentarismo. Los resultados de este desarrollo, sin embargo, fueron contradictorios. La nueva libertad política y creciente representación popular permitieron que la clase trabajadora se organizara políticamente, naciendo así los partidos socialista, comunista y otros movimientos proletarios y campesinos. Al mismo tiempo que esto ocurría, una actitud reaccionaria comenzó a cristalizar entre las élites gobernantes. El suceso que esta pieza retrata ilustra esto concretamente: el gobierno que llegó al poder en la elección de 1928, la primera con voto masculino universal, comenzó por reprimir brutalmente a los movimientos proletarios. Como testimonio de su importancia económica, Hokkaido contabilizó la tercera mayor cantidad de detenidos a nivel nacional, a pesar de su baja densidad poblacional.

Fue este momento el que hizo saltar a Kobayashi al escenario. El bloqueo informativo lo llevó a escribir esta pieza y enviarla a la principal publicación proletaria, Bandera de Lucha (kisen 棋戦). Las consecuencias de este debut fueron espectaculares- para bien y para mal. En los años que siguieron, Kobayashi llegó a ser reconocido como la principal voz de la literatura proletaria. Al mismo tiempo, se convirtió en un objetivo para las autoridades. Decididos a hacer de él un ejemplo, fue arrestado en 1933. La policía lo mató a golpes mientras estaba detenido.

“15 de Marzo, 1928” es una pieza notable en varios planos. Lo primero que salta a la vista es el compromiso ideológico del autor. No es difícil ver dónde están las simpatías de Kobayashi: Los militantes comunistas tienen un carácter decididamente heroico. Sin embargo, el autor no evade las complejidades del movimiento y retrata las tensiones que existen entre intelectuales, militantes veteranos, nuevos reclutas y los familiares que observan todo desde el exterior. La pieza también tiene un valor periodístico, pues el autor da cuenta de un hecho histórico que contempló de cerca: las detenciones del 15 de marzo de 1928 . Este valor puede parecer menor, dado la lejanía del contexto. A esto sin embargo podríamos aplicar una reflexión que el mismo Kobayashi hace sobre los hechos: “las crueles torturas [del periodo feudal] no son meras leyendas. Están pasando, tal como pasaron, en este mismo instante”. Un comentario ciertamente resuena en nuestra propia realidad. Finalmente, la obra constituyó una voz nueva en el panorama literario Japonés de la época. Kobayashi muestra una disposición a experimentar con la narrativa, que los críticos de la época caracterizaron  como “cinematográfica”. Kobayashi usa los cambios de perspectiva con gran efectividad  para mostrar la complejidad del incidente.

Debido a la longitud del relato, he traducido sólo ciertos fragmentos. Sin embargo, he tratado de preservar el “orden lógico” de la acción: el arresto, la detención, el interrogatorio y finalmente el traslado a la corte.

_____

[…]

Era algo a lo que Okei nunca se iba a acostumbrar. No importaba cuantas veces- no importaba cuantas veces pasara, la paralizaba, la marcaba y la sacudía exactamente como la primera vez. Y cada vez, su esposo, Ryukichi, le decía que dejara de actuar así. Pero era un golpe demasiado grande para el corazón de una mujer.

La gente del sindicato estaban en el segundo piso, discutiendo ciertos asuntos, cuando Okei, subiendo para llevarles té, escuchó a su esposo diciendo:

– No está fácil despertar la consciencia de mi mujer.

– “La revolución parte en la cocina”, es una premisa que no puedes cambiar. Eres débil Ogawa, simplemente débil

– En serio, tratándose de mi mujer, no hay nada que pueda hacer.

– Como si pudieras ganarle un debate teórico a tu señora- le estaban tomando el pelo.

Su esposo se cruzó de brazos y murmuró algo, avergonzado.

Esa mañana, se había estado cepillando los dientes en el lavaplatos, mientras ella llenaba una palangana con agua tibia.

– ¿Alguna vez escuchaste de Rosa?- murmuró con un mondadientes entre los labios, como si se le acabara de ocurrir.

– ¿Ro-sa?

– Rosa.

– Bueno, he escuchado de Lenin…

– Qué bruta- su esposo le respondió en voz baja.

Okei nunca había sentido la más vaga inclinación a enterarse de esa clase de cosas o incluso a hacer un esfuerzo por aprenderlas. De todas formas no hubiera sido capaz de recordarlas, así que ¿qué diferencia hacía? Conocía los nombres “Lenin” y “Marx” sólo porque su hija Yukiko se los había mencionado. Pero una vez que se los había aprendido, había notado que estaban de moda. La gente que venía a la casa con su esposo- Kudo, Sakanishi, Suzumoto- siempre los repetían. Una vez, por alguna razón, le había comentado a su marido: “Entonces Marx es como el dios de los trabajadores, no?”. Él la había mirado sorprendido y le había preguntado: “¿dónde escuchaste eso?”. Su interés esa vez, sin embargo, no la había alegrado particularmente.

Dejando eso de lado, Okei no sentía ninguna hostilidad hacia su marido, la gente del sindicato o las cosas que hacían juntos. Por supuesto, los del sindicato tenían una apariencia un poco descuidada y se veían un poco amenazantes, así que ponían a Okei nerviosa. La impresión de que eran difíciles de abordar, le duró harto tiempo. Pero al comparar esto con la actitud de superioridad y la adulación de los otros profesores con los que trabajaba su marido, se sentía mucho más cómoda hablando con ellos. No se andaban fijando en detalles ni cateteando los unos a los otros. De hecho, eran como niños y hacían que Okei se partiera de risa. Siempre que venían a comer a la casa por primera vez, mostraban una tímida moderación. Pero la segunda, ya estaban pidiendo repetición. Siempre le andaban pidiendo plata para comprar cigarrillos o para ir a la casa de baño[1]. Pero lo hacían con tanta franqueza, que Okei gradualmente empezó a sentir afecto por ellos.

Durante la huelga en el puerto, Okei había escuchado todo tipo de rumores terribles circulando por la ciudad. No podía entender cómo una huelga organizada por los señores Kudo y Suzumoto podía ser la cosa tremenda de la que había oído.

– Pero por Dios ¿para quién es tan terrible la huelga? ¿Para los ricos? ¿O para los pobres? – Eso es lo que su esposo decía. Pero, en el fondo, no entendía esta lógica.

– No se trata de lógica – le respondía.

En el diario, las noticias de la huelga aparecían casi todos los días bajo grandes titulares. De cómo iban a sumergir toda la ciudad de Otaru[2] en el caos, para poder quemar las casas de los ricos. De cómo se habían enfrentado a la policía y los habían arrestado (Kudo y Watari entre los nombres de los detenidos). De cómo la huelga era una maldición para la ciudad.

Cuando Okei pensaba que su propio marido, Ryukichi, estaba involucrado en la huelga, pasando casi cada noche en las oficinas del sindicato, inconscientemente fruncía el ceño. Ryukichi volvía a casa pálido y trasnochado, pero serio. Entonces Okei le preguntaba:

– ¿Todo bien?

– Un paco me empezó a seguir cuando estaba volviendo, pero logré perderlo. Despiértame a las cinco- decía tirándose en el futón.

Okei se sentaba al lado de la almohada un rato. Incluso en momentos así, nunca había tratado de expresar en palabras lo que su esposo estaba haciendo. Pero, ¿cuánta diferencia podía hacer sufrir tanto y sacrificar tantas cosas?  Por la mente de Okei cruzó la idea que la sociedad de la que todos empezaban a hablar cuando se emocionaban -la sociedad proletaria- no se veía en el horizonte. Además, estaba Yukiko, y rezaba para que su esposo no las arrastrara al desastre. Lo que estaba haciendo parecía destinado a dejarlos sin comida en la mesa y había veces en que el descontento conyugal se levantaba en su interior.

Pero Okei sabía de la situación de la gente en el sindicato y sabía de la miseria de la vida de los trabajadores. Una miseria tan dura que no la podían soportar y no se requería ninguna teoría para que quisieran llamar a los patrones que los explotaban, “hijos de puta”. También entendía que la gente del sindicato necesitaba encauzar ese impulso y expandir el alcance de su lucha. Aunque no podía saber si lo que su esposo estaba haciendo iba a tener algún fruto, había llegado a sentir un cierto orgullo por lo noble y ambicioso del esfuerzo.

La tercera vez que arrestaron a Ryukichi, lo echaron del colegio y no tuvieron más opción que montar un comercio. Estaba escrito que iba a pasar- Okei siempre lo había presentido vagamente- pero cuando de hecho pasó, la dejó confundida, como si la hubieran encandilado. Sin embargo, a esta altura no tenía sentido seguir pensando en eso ni seguir quejándose.

Libre de las exigencias del trabajo, Ryukichi se involucró más en el movimiento. Desde ese momento fue que la policía empezó a pasar por la casa. A Okei se le helaba la sangre cada vez que veía un extraño parado afuera de la tienda. Si eso hubiera sido todo, lo podría haber sobrellevado. Pero había veces cuando los hombres se detenían a examinar la placa onomástica[3], entraban a la casa, decían “por qué no nos acompaña un rato a la comisaría?” y se llevaban a Ryukichi. La imagen de dos hombres en ropa de calle escoltando a su esposo fuera de la casa era más de lo que podía soportar. Cuando todos se habían ido, una sensación vacía, una inquietante soledad, permanecía a su alrededor por horas. Quizás su corazón era más débil de lo normal, porque seguía agitado por horas después de que ocurriera todo. En esas ocasiones, Okei vagaba por la casa, las manos sobre el pecho, la cara blanca como un papel.

Eso era a lo que Okei nunca se iba a acostumbrar. No importaba cuantas veces- no importaba cuántas veces pasara,  la paralizaba, la marcaba y la sacudía, igual que la primera vez. Y cada vez, Ryukichi, le decía que dejara de actuar así. Pero era un golpe demasiado grande para el corazón de una mujer.

El 15 de Marzo, antes de que amaneciera, los despertaron y catearon su casa. Durante el allanamiento, no se les permitió hablar entre ellos y después de que cinco o seis policías y el fiscal se hubieran llevado a su marido, Okei permaneció sentada en el piso por un largo rato. Su mente, extrañamente vacía. Pasó un tiempo antes de los primeros sollozos involuntarios.

[…]

La cárcel estaba llena.

Al escuchar el sonido de las llaves en la puerta, la gente que había estado hablando animadamente en el interior de la celda, se detuvo de inmediato, fijó la mirada en la puerta y esperó. Cuando vieron que se trataba de Watari, Suzumoto, Saito, Sakanishi y los otros arrestados, empezaron a vitorearlos espontáneamente. El guardia se puso rojo como cresta de gallo y se levantó para gritarles, pero no tuvo ni el más mínimo efecto. Los catorce o quince que habían puesto en la celda se conocían bien porque todos habían estado en la primera línea de la lucha. Cada uno encontró una persona con la que hablar y discutir animadamente este arresto ilegal. Las voces de diecisiete hombres, uno más, uno menos, produjo un bullicio en la celda y, tomando confianza por estar juntos, se dejaron llevar por la necesidad de desquitarse con violencia.

Repentinamente, Saito bajó el torso y cargó contra las tablas de la pared. Mordiéndose el labio, haciendo fuerza hasta ponerse rojo, se lanzó contra la pared una y otra vez, su cuello inclinado como el de un toro de lidia

– ¡Mierda!

Cuando se dio cuenta que no estaba funcionando, empezó a patear la pared de espaldas, como un caballo. Todos lo copiaron, golpeando y pateando a su propia manera. Ishida (y solo él) empezó a caminar de un lado a otro en el medio de la celda, con los brazos cruzados, ocasionalmente hablando solo.

La puerta se abrió de nuevo. Pero está vez, llamaron a Watari y Suzumoto. ¿Qué estaba pasando? Sin dos de los líderes, los otros se sintieron extrañamente desalentados. Primero uno, luego el otro, dejaron de golpear la pared, hasta que todos pararon.

Ishida notó que Ryukichi estaba sentado en una esquina con las piernas estiradas y los ojos cerrados. Hasta al señor Ogawa! pensó y tuvo la impresión que fuera lo que fuera que estaba pasando, tenía que ser muy serio. Pero al mismo tiempo, sintió que podía depender de esta presencia familiar.

– Señor Ogawa- dijo Ishida, acercándose.

Ryukichi levantó la mirada.

– ¿De qué se trata esta vez?-le peguntó Ishida

– Bueno, no lo tengo claro. Le iba a preguntar a Watari.

– El cambio de gabinete, Se supone que va a ser hoy[4]

– También estaba pensando eso, excepto que…si fuera eso, hubiera bastado detenernos un día. Pero…

Todos se reunieron a su alrededor. Estaban furiosos de que los hubieran pescado y tirado ahí dentro sin explicación, tratándolos como si fueran cachorros de perro o gato. Ryukichi estaba enojado también.

– Miren, así es como está escrita la ley. Entre el atardecer y el amanecer, a menos que se estime que hay una amenaza inminente a la vida o  la propiedad o haya evidencia de apuestas o prostitución, nadie puede entrar en una residencia contra la voluntad de sus ocupantes. Contra la voluntad de sus ocupantes ¿les queda claro? Entonces ¿qué chucha? ¡Nos atacaron en medio de la noche mientras dormíamos! ¡Y nos arrestaron sin darnos razón! Bueno, para eso están los pacos.

Los trabajadores escucharon con atención, gritando “¡así es!” y “bastardos” y pateando el piso.

Ryukichi estaba agitado.

– Pero miren, eso es lo que dice en la constitución, ahí mismo en la constitución ¿de acuerdo? Dice que los súbditos japoneses no serán sometidos a arresto ilegal, encarcelamiento, interrogación o castigo sin debido proceso. Entonces ¿por qué nosotros? ¿Pueden mostrarme un solo caso donde hayan seguido el debido proceso cuando nos arrestaron, nos encarcelaron, nos interrogaron? ¡Es fraude, es un montón de mentiras!

Al igual que cuando se toca un nervio expuesto en un diente cariado, la verdad de todo esto pasó por sus cuerpos, atrapados y retorciéndose en la trampa de la injusticia.

– Oigan, deberíamos echar abajo esa puerta y hacerles decirnos qué está pasando.

– ¡Así se habla!- otro asintió con emoción- hay hacer tanto puto ruido que se caigan de la cama.

– No, no. No funcionaría- Ryukichi sacudió su cabeza.

– ¿Y por qué chucha no?- Saito se dio la vuelta sacando el pecho y confrontó a Ryukichi, algo que solía hacer incluso en la oficina del sindicato.

– Una vez aquí, así como estamos, no hay nada que podamos hacer. De hecho, solo nos haríamos más daño así.  Todo, nuestro movimiento entero, tiene que tener lugar fuera de estas murallas, con el apoyo de las masas! Cinco o diez personas haciéndose los valientes no vale ni una huevada. Esa es la regla básica que no podemos olvidar, ni siquiera en nuestros sueños.

– Entonces ¿Qué? ¿Eso significa que tenemos que quedarnos de brazos cruzados aquí? ¡Teorías! ¡Nada más que abstracciones!

Ishida estaba parado a un lado, pensando “aquí vamos de nuevo”. Cuatro policías entraron.

Todos se sobresaltaron y quedaron congelados donde estaban. Un policía bajo, maceteado, la cara hirsuta, escrutó el interior de la celda. Cuando terminó, dijo:

– Señores, ustedes entienden que esto es una comisaría ¿o no? Entonces ¿a qué viene todo este ruido de mierda?

El policía los encaró uno a uno, dándoles un empujón en el hombro. Cuando llegó el turno de Saito, este le hizo el quite súbitamente. El impulso del movimiento tiró al policía hacia adelante y lo hizo perder el equilibrio.

– Hijo de puta.

El oficial dijo esto con una voz amarga. Al momento siguiente, había agarrado a Saito. El cuerpo del prisionero describió un semicírculo en el aire, antes de golpear los tablones al lado de Ryukichi. Los hombros del policía subían y bajaban con su respiración.

– ¡A ver! Entiéndame esto. Si vuelven a hacer más ruido, prepárense para lo que se les viene encima.

El policía que entró después empezó a leer nombres de un papel y ordenó que los que habían sido nombrados salieran al pasillo. Los llamados se quejaron mientras pasaban encorvados por una puerta demasiado baja. Solo quedaron seis.

Saito quedó donde cayó. Cuando se estaba tratando de levantar, arrastrándose como un gusano, el policía que lo había lanzado, lo pateó un par de veces.

Un rato después, más oficiales entraron, uno por cada uno de los seis que quedaron en la celda, de forma que no pudieran hablar.

[…]

Los interrogatorios comenzaron.

En el caso de Watari, incluso si no hubiera sido por este incidente conectado al partido comunista, la policía tenía planeado agarrarlo por las buenas o las malas. Primero  trataron de usaron las actividades legales del partido y el sindicato para incriminarlo. Era algo que solían hacer. Sin embargo Watari esquivaba las acusaciones como una pantera. Pero ya que lo tenían ahí, la policía al menos podía saborear el prospecto de “dejar medio muerto al desgraciado”.

Watari no soltó ni una palabra durante el interrogatorio.

– Hagan lo que quieran-les dijo.

– ¿Y eso significa…?- el fiscal a cargo y el agente de la unidad especial estaban empezando a sentirse frustrados.

– Significa “hagan lo que quieran”.

– Te vamos a torturar.

-¿Y qué se supone que haga?

-¿Estás tratando de dártelas de héroe? No te nos vayas a morir después.

-Ustedes están bien ciegos. Andan pensando “si lo torturamos, habla” o “quizás si lo dejamos medio muerto…”. Estaría bien bueno que entendieran que no soy un hombre con condiciones.

Ahora si que estaban frustrados. Pensaban bueno, es Watari después de todo… y los complicaba el hecho de que pudiera estar hablando en serio ¿La razón? Si no le podían sacar ni una palabra a este cabecilla del partido comunista para su “declaración jurada” (y puesto que era uno de los cabecillas no lo podían matar todavía), eran ellos los que corrían riego. Era esto, sobre todo, lo que les preocupaba.

Desnudaron a Watari y sin mayor ceremonia, le dieron en la espalda con un coligüe. Como ponían toda su fuerza en cada golpe, el coligüe hacía zumbar el aire, crujía e incluso la punta se fue doblando con la violencia del movimiento. Watari gruñía y, poniendo toda la fuerza que tenía en el exterior de su cuerpo, resistía. Después de treinta minutos, yacía en el suelo, doblado como un pedazo de jibia seca sobre el fuego. El último golpe le sacó un gemido. Como un perro envenenado, tenía las manos y piernas estiradas, rígidas. Tuvo convulsiones. Después quedó inconsciente.

Pero dada la cantidad de veces que había sido sometido a tortura, Watari había adquirido algo como lo que poseían esos faquires que pueden atravesarse agujas  por el brazo o agarrar tenazas al rojo vivo. ¡Tortura! Cuando sentía que se agitaba la ansiedad dentro suyo- quizás porque había llegado a entender el espíritu de lucha que la acompañaba- ya no lo afectaba tanto.

En esta comisaría, las crueles torturas infligidas al bandido Ishikawa Goemon y a Amanoya Rihei[5] no eran meras leyendas. Estaban pasando, tal como habían pasado, en este mismo instante. Por supuesto, también estaba el artículo 135 del código penal: “Todos los sospechosos serán tratados con respeto y decencia por artículo de principio y se les deberá dar oportunidad de declarar los hechos que ayuden a su causa”.

Cuando le echaron agua encima, despertó. Esta vez, su estrategia era tentarlo para que hablara.

– Torturenme no más. Lo único que van a lograr es cansarse…no voy a decir ni una huevada.

– Ya lo sabemos todo. Suéltala y relajamos la mano.

– Bueno, si ya lo saben todo, espectacular po’. No necesitan andarse preocupando por mis crímenes.

– Watari, si es así, tenemos un problema.

– ¿Ah sí? ¿Y a mi qué? Soy inmune a la tortura.

Tres o cuatro torturadores esperaban detrás suyo.

– ¡Pedazo de mierda! – uno de ellos se acercó, le puso el brazo alrededor del cuello y empezó a ahorcarlo- Es por este hijo de puta que Otaru está como está.

Watari perdió la consciencia nuevamente.

Siempre que Watari tenía que ir a la comisaría, sonreía con amargura ante el hecho que la gente llamara a estos sujetos “oficiales” y los respetara por proteger la “paz”, la “felicidad” y la “justicia” de los habitantes de la ciudad. La raíz de la educación burguesa yacía en su metodología: la ley de la ilusión. Su habilidad para tergiversar las cosas era algo digno de admiración y no economizaban esfuerzos para mantenerla.

– ¡Oye! ¿estás escuchando? Sigue no más con este cuento de ser inmune a la tortura. Nos avisaron de Tokio que te podemos matar si se nos da la gana.

– Puta, al fin buenas noticias. Fuera de hueveo. Mátenme. Si me dijeran que eso significa el fin del movimiento obrero, lo pensaría un poquito más, pero va a seguir avanzando. Por eso no tengo nada que lamentar.

Desnudaron a Watari y lo colgaron del techo, de forma que los dedos de los pies quedaron a cuatro o cinco centímetros del piso.

-¿Y si nos vamos con calma ahora?- debajo de Watari, un policía con entrenamiento en Judo le tocó las piernas con el revés de la mano.

-No empecís con ese truco de “irnos con calma”.

-No eres el más brillante¿ah? Probemos con un nueva truco.

-Adelante.

Pero está vez, sí lo afectó. Lo pincharon con unas agujas gruesas, como las que usan los fabricantes de tatamis[6]. Con cada cuchillada, sentía su existencia reducirse a un punto. Se retorció mientras colgaba, apretó la mandíbula, como si le hubieran dado un toque de alto voltaje, y empezó a gritar:

– ¡Mátenme!¡Má-ten-me!¡Mátenmeeee!

Dolía muchísimo más que los coligües, las cachetadas, los fierros o las correas.

Era cuando lo torturaban que Watari sentía alzarse en él una resistencia, pura e instintiva, contra esos “malditos” capitalistas. Creía que la tortura era la expresión más directa del patrón de opresión y explotación del proletariado. Cuando sentía que flaqueaba o que la confianza en su capacidad de resistir se apagaba, siempre pensaba en la tortura. Cuando volvía a casa después de una detención injustificada, mareado de solo caminar debido a los suplicios a los que lo habían sometido, el odio de clase se le hacía tan manifiesto que los sentía quemando su interior. Especialmente para gente como Watari, era claro que los intelectuales y estudiantes que se unían al movimiento por un sentido de “justicia” que habían aprendido de las teorías de Marx y Lenin, no podía ni empezar a sentirse así, ni en sueños. “Puede la teoría producir un odio de clases que lo infecte a uno como un enjambre de piojos?!” Watari y Ryukichi habían tenido larguísimos debates sobre este punto muchas veces.

Con cada cuchillada de la aguja, su cuerpo saltaba.

– ¿Por qué chucha tenemos terminaciones nerviosas?

En alguna parte de su cabeza, Watari era consciente que había agachado la cabeza, sin fuerza, y que todavía estaba apretando los dientes. “¡Despierta!” fue lo último que escuchó. Murió tres veces.

Recuperó la consciencia por tercera vez. Podía sentir que su cuerpo se había vuelto tembloroso como una hoja de papel y su mente, endurecida como una capa de piel, se había extendido sobre él. De ahí en adelante daba todo lo mismo, porque cuando su mente se ponía así, era como un anestésico contra los golpes.

El jefe de policía sacó un diagrama de la estructura del partido comunista que habían hecho.

-Mira lo que tenemos aquí – anunció tratando de leer la expresión de Watari.

-Sorprendeeeeeente. Mira eeeeeeeso- hablaba como si estuviera borracho.

-Oye, no estamos acá para sorprenderte.

Los torturadores habían usado casi todo su arsenal.

Al final, los policías le dieron una buena golpiza y lo patearon con botas punta de fierro. Así una hora sin pausa. El cuerpo de Watari era como un saco de papas. Su cara estaba desfigurada. Después de tres horas de tortura ininterrumpida, los tiraron de vuelta en la celda como las entrañas descartadas de un chancho faenado. Yació así hasta la mañana siguiente, gruñendo sin moverse.

[…]

Pasaron tres, cuatro y luego diez días enteros. Pero no era una cantidad de tiempo que se pudiera contar tan fácilmente. Su duración parecía infinita. De todas formas, Watari, Kudo, Suzumoto y sus semejantes estaban algo más familiarizados al aburrimiento que reinaba en tales lugares. Incluso si no estaban totalmente acostumbrados a él, sus nervios estaban templados y endurecidos, así que podían aguantarlo mejor que Ryukichi y Sata. Sata en particular estaba patéticamente derrotado.

La celda donde tenía detenido a este último no estaba lejos de la de Watari. Cuando llegaba la tarde y Sata no sabía cómo distraerse de la situación, cuando no había nadie con quien hablar e incluso pensar en su enojo le resultaba tedioso, simplemente se quedaba sentado, absorto como si se hubiera vuelto loco. En ese momento, la voz de Watari le llegaba, cruzando los muros y cantando:

“De día y de noche,
mi celda es oscura,
Sin importar la hora,
estos demonios miran por mi ventana.
Así cantaba. Aparentemente, al policía de turno le había dejado de importar lo que hiciera.
Déjenlos mirar
no tengo libertad
mis cadenas no se van a quebrar.”

Sata sabía que cuando llegaba a la última frase “mis cadenas no se van a quebrar”, Watari lo estaba dando todo con esa voz profunda y fuerte que tenía. Siempre repetía esa línea muchas veces y Sata sentía que los sentimientos de Watari iban llenando su propio corazón.

[…]

Los interrogatorios procedieron diligentemente, siguiendo la metodología de las autoridades. Produjeron tantas historias de atrocidades, que no puedo relatarlas todas aquí (eso probablemente requeriría un libro a parte). Aquellos que tenían la “evidencia” en contra, fueron transferidos a la corte  de Sapporo[7] para tomar parte en la audiencia preliminar.

Antes del traslado, el jefe de los fiscales y el agente de la unidad especial que había estado presente en cada uno de los interrogatorios, se metieron las manos al bolsillo para financiar un banquete para todos. Comieron con los presos, mostrando abruptamente una amabilidad forzada.

-En cualquier caso – empezaban casualmente – En cualquier caso, digan exactamente lo que dijeron aquí y les va ir bien. Si dicen algo distinto, su falta de sinceridad se va a notar y les va a jugar en contra.

Entre comentarios banales, repetían lo mismo una y otra vez, tratando de hacerlo parecer un comentario desinteresado.

-¿Seguros que tienen permitido festejarnos de esta forma?

Watari, Kudo y Suzumoto sabían exactamente lo que estaba pasando y lo encontraban gracioso.

– Ya, ya, lo tenemos claro. Nuestros labios están sellados. Todo pasó como ustedes dicen que pasó.- Asentían, medio en broma.

Los primerizos, Ishida y Saito, aceptaron la comida con una cara de confusión. Sabían que algo estaba fuera de lugar, pero no que este era otro truco de la policía secreta y quienes llevaban la investigación. La razón era que si las confesiones que habían escrito con sus propias manos terminaban siendo impugnadas en la audiencia preliminar, sus carreras peligrarían. Perderían el favor de sus superiores y esto a su vez tendría un impacto en futuras promociones y sus prospectos laborales. Watari y los otros, conscientes de la situación, la usaban a su ventaja y presionaban al policía de la unidad especial que los escoltaba para que les comprara almuerzo y dulces en las estaciones camino a Sapporo.

Para el 20 de Abril, todos los detenidos en la comisaría de Otaru habían sido transferidos a Sapporo. Repentinamente el lugar estaba desierto. Solo quedaban graffitis en las murallas de las celdas vacías. Como por alguna clase de pacto, las murallas tenían la siguiente inscripción, casi sin variación:

¡No olviden el 15 de Marzo!

_______

[Traducido y adaptado a partir de la traducción de Justin Jesty, publicada en “For Dignity, Justice and Revolution:an Anthology of Proletarian Literature” editado por Heather Bowen-Struyk y Norma Field, 2016]


[1]    Durante la época, pocas casas contaban con una tina o un espacio donde la gente pudiera bañarse. Debido a esto, eran comunes las casas de baño- edificios donde, por una tarifa, se podía acceder a duchas y tinas con agua caliente. Aunque ya no son ubicuos, estos establecimientos siguen formando parte del entorno urbano en Japón hasta el día de hoy.

[2]    Ciudad portuaria donde ocurre la acción. Se encuentra en Hokkaido, la isla norte del archipiélago Japonés. Su latitud es semejante a la de Vladivostock.

[3]    En Japón en vez del número de una casa, se coloca una placa con el nombre de la familia que vive en el lugar.

[4]    Los personajes se refieren aquí a la elección de 1928, la primera en que rigió el sufragió universal. La elección confirmó la mayoría del patido gobernante, Seiyuukai (“amigos de la constitución”) aunuque solo por un voto. Si bien los partidos de izquierda, el primero entre ellos siendo el partido comunista, obtuvieron una representación minima,los comicios confirmaron un creciente apoyo popular hacia esta tendencia. En respuesta a esto, el nuevo cabinete, encabezado por Giichi Tanaka, inició una campaña de represión contra socialistas y comunistas.

[5]    Forajidos legendarios. Ishikawa Goemon puede asimilarse a la figura de Robin Hood. Amanoya Rihei era un comerciante con estrechos lazos con el gobernador de Ako- el señor de los famosos 47 Samurais.  Cuando estos guerreros decidieron vengar a su señor, Amanoya les suministró armas, dinero y transporte.

[6]    Esterillas que se usan para cubrir los pisos en las residencias japonesas.

[7]    Sapporo es la capital de Hokkaido, la isla norte del archipielago que compone Japón. Se aproximadamente a 30 kilometros del puerto de Otaru, tierra adentro.

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