Jean Francois Millet - El Angelus

27 de abril 2024

La amistad del olvido y la memoria

por Sergio Rojas Ebner

En Chile, es habitual escuchar sobre la necesidad de memoria, el deber de memoria y la importancia de no olvidar; la consigna ni perdón ni olvido suele concentrar el modo en el que nos acercamos al duelo histórico. Esta forma de entender la memoria parece tomar el estatuto de lo indiscutible. Creo entender parte del problema que habita esta cuestión, pues muy cercano al cuestionamiento sobre la importancia de la memoria, se ubican la indolencia de los que se declaran aburridos por el tema, el nihilismo de aquellos que contestan que es algo que no les interesa y el negacionismo de los que tienen razones, más que sospechosas, para apostar por el olvido.

Pero el olvido, no es propiedad exclusiva de quienes temen al recuerdo, sino que es también motor vital y gestor de inocencia, de salud, y posibilidad de creación y emergencia de lo nuevo y lo inédito. Así lo encontramos en Nietzsche, en su “Genealogía de la moral”, donde expone la relación, profundamente implicada, que tienen las promesas, la memoria y el olvido. Para Nietzsche, hacer promesas aparece como una facultad ganada, cuya extraña aparición debe cotejarse con y contra la fuerza de la capacidad de olvido. Porque sin el olvido “no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente”. Con Nietzsche, se nos aparece una obviedad, que no hay memoria sin que haya olvido, constatación de la que podemos extraer el sentir jubiloso del querer que quiere seguir queriendo:

“Precisamente este animal olvidadizo por necesidad, en el que el olvidar representa una fuerza, una forma de la salud vigorosa, ha criado en sí una facultad opuesta a aquélla, una memoria con cuya ayuda la capacidad de olvido queda en suspenso en algunos casos, […el recuerdo, entonces] es un activo no—querer—volver—a—liberarse, un seguir y seguir queriendo lo querido una vez, una auténtica memoria de la voluntad” (Genealogía de la moral, Alianza editorial, p.76).

Se nos abre la posibilidad de una paradójica libertad, aquella libertad de ser “apresado” por un querer que es valorado en cuanto es querer que quiere ser, querer que es prometido al recuerdo porque quiere seguir siendo querido. Especie de orgullo del querer y de lo querido en ese querer ser mantenidos, orgullo que tiene, entonces, como condición al olvido. 

Con este preámbulo sobre la importancia del olvido para la memoria y las promesas, quisiera entrar al problema del duelo, para ver si al hacerlo transitar por este apasionado combate entre la memoria y el olvido, sea posible considerar al duelo como un querer orgulloso que quiere seguir siendo querido.

Pues la consigna que moviliza este texto, es disputarle la palabra duelo a la doctrina psicologizada y psicopatologizante que hiede en el discurso de la salud moralizada, tan fácil de encontrar en los entornos de la psicología, para la que, quien sobrevive, deberá hacer el trabajo de desinvestir sus afectos por el difunto, para reubicar ese amor en alguna otra cosa. 

Podría parecer ésta una llamada al olvido, pero en realidad, más que olvido, se trata de reemplazo o sustitución, concepto muy distante a ese otro olvido, que con Nietzsche significa salud e inocencia. Por esto, se nos aparece la necesidad de disputar esta palabra –duelo-a la embestida psicopatologista y moralizante que caracteriza al procedimiento psicológico del duelo y con ello, también, disputarle su sentimiento. Siguiendo este afán peleador, me parece importante comenzar por pensar el momento del duelo, cuándo es que comienza. 

La respuesta clásica diría que a partir de la pérdida de una persona amada, momento que está, la gran mayoría de las veces, fechado hasta el instante, instante inolvidable que raja la biografía. 

En mi vida aconteció una de esas fechas dos años después de haber nacido, cuando murió de quién tomé el nombre. Esa efeméride, que aunque ocurrió cuando era muy pequeño como para sentirme el hacedor del recuerdo, dejó a mi lado el cráter enorme de un estallido que no oí, pero que siempre vi en los ojos y en las palabras de mis mayores. La memoria de lo que no recuerdo, significó que ingresara sin consentir en una alianza pesada y asignada como derecho de nacimiento: la herencia de llevar y continuar este nombre más allá de la línea que había quedado cortada y cuya continuidad me quedó, así, legada. 

Cuento esta intimidad porque no quisiera universalizar lo que tengo para decir, sino situar el lugar desde el que hablo hoy del duelo, que es el lugar de las biografías que a duras penas se ven ante el llamado a continuar un legado ¿Y qué biografía no entra a duras penas, de uno u otro modo, en el problema de la continuación y en el problema del legado, digamos, en el problema de la herencia?

La palabra legado se hunde profunda en lo legal, en lo que viene de una ley y que, por lo tanto, demanda obediencia, palabra, esta última, emparentada con el oído, el que en tanto órgano, carece de válvula o cierre y está siempre abierto, aunque no lo queramos. El oído, como dice Pascal Quignard, a diferencia de los ojos, no tiene párpados con los que decidir dejar de escuchar. 

Podría ser, entonces, que no pudiéramos evitar enterarnos de la existencia del legado, porque desde la constatación de que hemos sido precedidos por otros y que éstos mueren, se nos aparece la tarea de tomar lo que han dejado pendiente. Por esto, la pregunta -muchas veces terrible- por la herencia tiene como origen la enormidad del pasado, y sería terrible que tuviera como destino, quedar siempre inacaba y reciclada para quienes vengan después. 

Hay algo terrible aquí y en lo que es necesario ingresar: una concepción del momento de la herencia como algo que, dolorosamente, obliga a apropiarnos de lo que era de aquellos que ya no están, para prolongarlo como responsabilidad en nosotros. Apropiación que, en mi experiencia, es siempre vivida como impostada y de algún modo traidora “¿Cómo podría yo hacer mejor que tú lo tuyo que me has dejado?”

Uno puede ahogarse en este impedimento.

Hace poco escuché a alguien la lucidez de decir que lo opuesto del presente no es el pasado, sino lo ausente, idea que, aquí, me hace pensar que el agobio tiene relación con un “cargar” al presente de la responsabilidad de “llevar a cuestas”, la enormidad de todo lo ausente, de todo lo que no está y que no pudo llegar por tantos que se han ido. Por eso digo, que hay aquí una sensibilidad terrible. 

En esta misma línea, en este mismo sentimiento terrible, Walter Benjamin dice en la 9na tesis sobre la filosofía de la historia, aquella célebre cita sobre el Ángel de la historia, en la que el ángel está mirando hacia atrás y “ve una única catástrofe que acumula incesantemente una ruina tras otra, arrojándola a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer tanta destrucción”. 

Terrible existencia acarrea a este ángel. Está doliente por todo el pasado que se ha arruinado, vuelto ruinas, y quisiera detenerse, pero no puede. No puede llevar a cabo el mandato de restituir la catástrofe que le muestran sus sentidos.

Salto a la tesis XII, en la que, como sacudiéndose algo de la impotencia del Ángel, Benjamin nos exhorta a dar una pelea histórica y comprometida en el nombre de los vencidos, de los asesinados y silenciados, para convertirnos en herederos de los oprimidos y transformarnos en la “clase vengadora que lleva hasta el final la obra de liberación en nombre de todas las generaciones derrotadas […] redentora de generaciones futuras”. 

De la impotencia del Ángel de la historia, hemos pasado a la enormidad de la redención. Se trata de una tarea sobre la que es fácil sentirse responsable hasta el temblor de nuestras piernas. Porque de algún modo siempre llegaremos tarde. Ahí ya estaban las ruinas y si no hacemos nada, parece que también llegarán tarde los que vengan después nuestro. Vamos a legarle al futuro la vista de nuestras ruinas. 

Kafka, me parece, es otro de estos herederos agobiados, capaz de transmitir muy bien este infortunio. En uno de sus fragmentos póstumos leemos:

“Era un trabajo muy difícil y temía no poder llevarlo a cabo. Además, ya era muy tarde, había empezado muy tarde, pues me había pasado la tarde jugando en la calle, le había ocultado el retraso a mi padre, que podría haberme ayudado, y ahora todos dormían y yo me encontraba solo frente a mi cuaderno” (El canto de las Sirenas, De bolsillo, p.323).

No quiero interpretar demasiado el texto, pero sí subrayar el miedo del pequeño, que sufre porque no tiene el conocimiento necesario para hacer la tarea. Podríamos decir que heredó la tarea, pero no el conocimiento y los que podrían haberlo ayudado ya no están disponibles. Dicho esto, quiero destacar algo más… esto le pasó por desobediente, por haber estado jugando en la calle. 

Como ya quisiera poder ir dejando atrás el agobio y la impotencia, me agarro de este texto. ¿Quién se pone a jugar en vez de hacer la tarea? Un irresponsable – como irresponsable fue también su amigo a quien le encargó destruir sus textos no publicados después de su muerte, pero que hizo todo lo contrario- ¿Cómo hace este irresponsable para poder jugar cuando hay tarea? Olvidándola.

Esta es una virtud que se encuentra en muchos textos de Kafka, que justo antes del infortunio, ha sido posible haber hecho una travesura. 

Da mucha alegría que se abra esta ventana, justo cuando nos atrapábamos en el laberinto movedizo del heredero que debe obedecer legados. Ventana que nos muestra que, en medio del deber, el olvido permite jugar.

Una amiga me contó hace poco una anécdota de su hija de 3 años. Es una anécdota clásica de los niños. Algo malo había hecho la niña, por lo que mi amiga la retó con dureza, una dureza medio performativa, para que la niña entendiera que no era broma el asunto. Al rato fue a ver qué hacía su hija, que se había retirado a su pieza y llevaba un buen rato sola allí. Como escucha que la niña habla sola, entra sigilosamente para no interrumpir ese momento. Al acercarse, escucha que su hija está retando a un juguete, usando las mismas palabras severas que habían caído sobre ella hace un momento. 

Mi amiga me cuenta que se angustió mucho, porque se preocupó por la influencia enorme, quizás hasta traumática, que podían tener sus palabras sobre su hija. Pero a mí me pasó al revés, mientras me contaba me enternecía profundamente. Me hizo pensar que lo que la niña hace pertenece al tiempo del juego, que su hija está “recreando” la escena, lo que no sería posible si no se ha olvidado algo del reto original. Quiero decir, es a condición de querer recordar el reto, a condición de haberlo olvidado de algún modo, que ella puede jugar a retar a su juguete. Me pareció que su historia enseña que toda rememoración se hace luego de que el olvido haya hecho algún trabajo.

Podríamos decir que el olvido nos ha “bendecido” con su trabajo, precisamente porque nos habilita a ir abandonando aquella sensibilidad terrible, impotente y agobiante de aquellos sentires, en los que la herencia se vive como un “plegarnos” a ese mandato de continuar fielmente, responsablemente, la enormidad de lo que ha quedado pendiente, la tarea por restituir el lugar de lo ausente. 

Con la imagen de los niños que juegan entre deberes, que juegan entre retos, vamos entrando a un territorio diferente, que nos reconduce a Nietzsche, pues él ha posicionado como cumbre de la vitalidad, por sobre camellos y leones, a la figura del niño. Dice en el Zaratustra: “Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí” (Así habló Zaratustra, Alianza, p.32). 

Inocencia y olvido o el olvido como condición para la inocencia, como si para el oído ya no quisiéramos párpados, porque hemos olvidado cierto sentido de lo que escuchamos y se ha abierto la posibilidad de hacer otra cosa con el legado.  

En otro momento de Benjamin, mucho más salpicado del olvido nietzscheano y muy distinto al de las “Tesis sobre el concepto de historia”, nos habla sobre un niño al que llama “Niño desordenado”. Imagino que podría tratarse del mismo niño irresponsable que Kafka nos cuenta se pasó la tarde jugando y ahora no sabe qué hacer con el cuaderno. Escribe Benjamin:

“Cada piedra que encuentra, cada flor arrancada y cada mariposa arrancada son ya para él el comienzo de una colección […] Apenas entra en la vida, es cazador. Caza los espíritus, cuya huella rastrea en las cosas; entre espíritus y cosas se le pasan años en los que su campo de visión permanece libre de seres humanos. Le ocurre como en sueños: no conoce nada duradero; todo lo que sucede, según él, le sobreviene, se tropieza con ello [Aquí la inocencia]. Sus cajones deben convertirse en armería y zoo, museo del crimen y cripta. «Arreglar» significaría destruir un edificio lleno de papeles que son un tesoro de plata, ladrillos que son ataúdes, cactus que son tótems y céntimos de cobre que son escudos” (Calle de sentido único, Titivillus, p.44).

El niño desobediente vive la inconstancia de quien posee la capacidad de entrar y salir, de quien combate y se debate, entre el mundo de los adultos y el olvido del mundo de los adultos, el olvido de los humanos. La desobediencia de este niño, hace aparecer el momento del juego, cuando las monedas son escudos e inocentemente se matan mariposas y flores, porque son para él.  Me parece que Benjamin describe una potencia posible para la vida, cuando se ha aflojado la letra del mandato heredado, un momento en el que se aliviana el peso por redimir el pasado.

Y así, desembocamos en un último cruce. Curiosamente, en la ya mencionada Tesis XII, Benjamin cita la segunda consideración intempestiva de Nietzsche: “Necesitamos a la historia, pero la necesitamos de otra manera a como la necesita el holgazán mimado en los jardines del saber”. Me sirve para este momento, porque saliendo de la severidad e impotencia anterior, y cuando vamos intentando entrar en el pensamiento acerca del olvido y su inocencia, podríamos enfrentarnos al problema de parecer que, alabando las bendiciones del olvido, proponemos convertirnos en holgazanes mimados en los jardines del saber, que ya no guardamos ningún interés por los muertos, que quisiéramos negar la importancia del duelo y borrar toda memoria. Por esto, es pertinente volver a explicitar nuestro objetivo: pensar al dolor del duelo como un dolo que quiere, entonces, como un querer, y no cualquier querer, sino un querer que quiere seguir queriendo. Se trata de un querer para el que es necesario la historia, el asunto es ¿qué historia? 

En la misma segunda intempestiva citada por Benjamin, Nietzsche escribe: 

“Para poder determinar ese grado a partir del cual lo pasado debe ser olvidado para no convertirse en el enterrador de lo presente, es necesario conocer la fuerza plástica de cada humano, cada pueblo y cultura […] La alegría, la buena conciencia, la acción entusiasmada, la confianza en lo venidero, todo ello depende […] de saber olvidar y recordar en el momento justo […] poder de utilizar lo pasado para la vida y de transformar lo pasado en Historia” (II consideración intempestiva. Libros del Zorzal, p.18-20).

Nietzsche habla de una especie de dosaje entre memoria y olvido, es decir, el grado en el que lo pasado debe ser olvidado para la salud de la acción entusiasmada y la confianza en lo venidero. Nietzsche nos ayuda a pensar el duelo, el dolor por lo perdido, no como un modo de combatir el olvido, sino que para, partiendo desde el olvido, darnos un modo de recordar. 

De esta forma, el olvido vitalizante que propone Nietzsche, no es el olvido conveniente del que elige ver lo alegre por sobre lo triste, más aún, del que quisiera negar lo triste, sino ese trabajo íntimo y comprometido con la historia, de quien ingresa al problema del sentido inventando un camino entre medio de las marcas difusas del pasado. Porque frente a esta fuerza activa que es el olvido, no elegimos qué olvidar y qué no, porque el olvido cae siempre, querámoslo o no, sobre todo lo pasado. En otras palabras, al contrario que con la memoria, no podría haber un deber de olvido, pues el olvido acontece sin que sea requerido y no vale la pena hacer de la memoria su enemigo.

Por todo esto, se vuelve posible pensar al duelo como la sensibilidad de la memoria siempre olvidadiza que se arroja a recrearse en el recuerdo. Esta, creo, es la sensibilidad nietzscheana, al menos lo ha sido para mí: el atrevimiento de responder con una memoria que transforme las promesas, porque no existe otro modo de cumplirlas más que modificándolas, porque la exactitud de lo prometido muere junto con los seres amados, quienes al ser recordados son recreados, en el punto vivo en el que toda memoria es también una invención por y contra el olvido, con el favor del olvido, única manera que he conocido de hacer de las promesas un activo no—querer—volver—a—liberarse de lo prometido y seguir queriendo lo una vez querido. Un vivir en y con las palabras heredadas, pero para decir cosas nuevas.

Psicólogo clínico, magíster en filosofía, cineclubista, escritor de ficción aficionado y miembro del Grupo clínico Signo.

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