Pintura: Matilde Pérez

18 de agosto 2019

Breve historia (confesional) de la cibernética

por Bruno Biagini

Esta es la historia de un engaño. Un auto engaño.

Fue una mañana que vi la propuesta de este mes, justo antes de salir, “vidas cibernéticas”. Mis ojos se quedaron con esas dos palabras que definían el tema, mis manos cerraron el computador. Siguieron los movimientos acostumbrados que me iban a sacar de la casa, pero a un ritmo desacostumbradamente lento; en cierta forma, seguía mirando las palabras sobre la pantalla. La cabeza no veía las cosas que las manos hacían, las manos seguían sus propias órdenes. Ambos circuitos corrían en paralelo, pero de alguna forma el despejar la mesa, el limpiar los platos y las tazas, el movimiento del cepillo sobre mis dientes, las cosas cayendo dentro de la mochila parecían el producto indirecto, como un eco o un reflejo, de aquel otro proceso que ocurría por detrás de lo percibible en mi mente: vida cibernética…computadores…vida virtual…simulacros…y así. Para cuando el ritual cotidiano finalmente me sacó de la casa y miré el reloj para constatar que iba 15 minutos atrasado, tenía más o menos armado todo un discurso acerca de cómo toda vida es en cierta manera virtual y de cómo nuestra ansiedad acerca de la realidad virtual y los computadores no era más que una forma de desplazar la angustia acerca de las condiciones fundamentales de nuestra existencia al cambio significativo más reciente. Solo quedaba ponerlo en un papel cuando hubiera tiempo.

Me quedé tranquilo. Las horas pasaron. Finalmente, el día ardió con el destello de la tarde, y con él, todos los compromisos. La micro vadeaba esa luz vinosa de la última tarde en la que ya no había calor, igual que todo lo que ha quedado desatendido mucho tiempo, volviendo al origen. Pasando entre la luz fría y el frío de las sombras, de repente me di cuenta que “virtual” y “cibernético” no eran la misma palabra. Una cosa era escribir un artículo sobre vidas digitales o vidas virtuales o robots, la otra era hacerlo para una convocatoria en torno a la palabra “cibernética” sin mencionarla una sola vez. Sin duda en mi mente ambas palabras estaban estrechamente ligadas. Su cercanía al ámbito de la computación las acercaba, pero de ninguna manera las igualaba. La equivalencia que creía ver podía ser más un producto del uso irreflexivo, que una verdadera afinidad de significados. La verdad, bastaba mirarlas para percatarse que estas dos bestias no habían salido de la misma madriguera y esto era, sin duda, un mal signo.

Dejé que mi pulso se calmara, respiré, aceré mi temple. Tendría que usar un viejo truco, una jugada mercenaria: remontándome por los árboles genealógicos de la etimología, tendría que dar con el punto en común. Quienes me conozcan, sabrán de mis pecados.

El problema no podía ser tan grave. Sospechaba que la diferencia la explicaba una raíz en un idioma oscuro: de la misma forma que “robot” no era más que trabajador en checo o azafata bandejera en árabe, “cibernética” era probablemente “virtual” en alguna otra lengua poco familiar, deformada y adaptada por el uso y el tiempo.

Esa noche, el goteo del lavaplatos parecía venir directamente de mi cerebro. Luego de un par de minutos siguiendo la línea que trazaba el término sobre las páginas de algunos diccionarios, me encontré con una palabra bien conocida. Demasiado bien conocida. Ahí, de repente, volvía a enfrentarme a los manuales que tiempo ha usábamos para aprender griego en la facultad. Debajo de este adjetivo ultramoderno, se ocultaba la vieja palabra griega para capitán: Kybernetes.

En aquel entonces (y por lo que he sabido, aun hoy) la lengua de Homero se introducía a través de una historia, notable por su estilo reiterativo, acerca de un barco. Naturalmente todo barco tiene un capitán. O bien carece de él. En cualquier caso, donde hay un barco, la idea de capitán está presente, de modo que esta era una de las primeras palabras que, a fuerza de repetición, uno llegaba a grabar en la mente. Es decir que por entonces había adquirido la respuesta a una pregunta que no me haría hasta un buen lustro después.

Aunque toda esta serie de descubrimientos puedan haber echado luz sobre las conexiones y propósitos de segmentos de mi vida, ciertamente no iluminaban ese único punto que había sido mi intención aclarar: ¿Cómo se relaciona la idea de un capitán de barco, con computadores, internet, consciencias artificiales, la idea de vastas visiones de una sociedad completamente autogenerada, donde lo sintético y lo vivo ya no constituyen una oposición, donde ni siquiera constituyen una diferencia? No es un acertijo; la respuesta es la que sugiere la pregunta: nada.

Con lo que sí tiene que ver, y esto es fácil de ver, es con la idea de dirigir, de controlar, de gobernar. Es en este sentido que Platón se refiere a la “virtud cibernética” (que en una traducción menos literal sería la “virtud de dirigir/navegar”) en Alcibiades, dialogo dedicado a la dirección de la ciudad[1]. Tampoco es sorprendente que algunos notables del campo hayan prescindido del mundo virtual, la Matrix y el imaginario mecánico en sus, notablemente inmateriales, definiciones de lo que constituye la cibernética: “el estudio de procesos y sistemas que interactúan con sí mismos, se producen a sí mismos y para sí mismos” (L. Kauffman); “el arte de la acción efectiva” (L. Couffignal); “La ciencia que se ocupa del estudio de sistemas capaces de recibir, almacenar y procesar información, con el fin de usarla para el control” (A.N. Kolmogorov). Frases que tienen más el sabor de algo sacado de La Política de Aristóteles que de cualquier cosa escrita por Philip K. Dick.

Ahora, no quiero dar la impresión de estar presentando los hechos para despejar una nube de confusión conceptual. Aunque esto no se ajustaría a las cosas como son, no es una deferencia por éstas lo que me mueve. Más grave, mucho más, es que me privaría, nos privaría, de la conquista del descubrimiento.

Por eso, no puedo dejar de mencionar que si bien para Platón el adjetivo tenía asociaciones políticas y las definiciones antes presentadas nos remiten a un plano organizacional, quien puso a rodar el termino, en nuestra lengua y en el imaginario de nuestro siglo, fue Norbert Wiener con su libro Cibernética (cuyas secuelas ya traicionan los matices de nuestra propia comprensión del término: Los usos humanos de los humanos y Dios y Golem, inc., en que lidiaba precisamente con los desafíos éticos de la inteligencia artificial, la sociedad mecanizada y redes de información, entre otros tópicos ya bien hollados en nuestros días.

Tampoco es particularmente sorprendente la asociación entre esta ciencia del control y la máquina en nuestra era. No porque haya una conexión intrínseca entre las dos cosas (claramente la invención de la polea o del telar a vapor no puso en la mente de nadie la idea de que se llegaría a delegar el control del mecanismo en alguien más que el operario). Mucho menos por el prejuicio de que el avance tecnológico o, de forma aun más viciada, que el progreso humano se iguala a la utopía robótica. Más bien porque en una época caracterizada por la constante automatización, era casi inevitable que surgiera la pregunta de cómo hacer que las máquinas se controlaran de manera autónoma.

Aun así, está asociación está tan cimentada, que pretender que este campo sea más que eso parece una idea fantasiosa. Nadie diría que la sociología es una “ciencia cibernética” o que los sindicatos son “entidades cibernéticas”, si bien el mandato mismo de la disciplina nos llama a investigar, proponer y cuestionar las formas en que nos asociamos y nos gobernamos, no menos que los sistemas biológicos o industriales. Aunque no pretende más que abordar con las herramientas modernas las mismas preguntas que el código de Hammurabi ya había contestado hace 5000 años, de alguna manera ha tomado la forma para muchos de algún engendro futurista que viene a consumirnos. Es en este punto que los verdaderos milagros y paradojas del campo tienen su lugar; lo que partió como una promesa de una perspectiva que nos permitiera abordar en paralelo los distintos ámbitos que se organizan como sistemas, terminó sirviendo para reducirlo todo a una faceta técnica, cuando no meramente tecnológica.

De forma curiosamente conveniente a nuestro punto, este sueño tecnológico, que nos parece portar todas las marcas de un futuro aun por alcanzar, pertenece a la década de los 60’s. Fue entonces que la mejora en las capacidades de transmisión y procesamiento de información parecieron constituir la única solución al problema de la administración de sociedades que, a la sombra de la segunda guerra mundial, parecían haberse vuelto demasiado complejas. A pesar de que hemos llegado a considerar que esta fantasía tecnológica posee un lustre irresistiblemente atractivo y es la portadora del futuro, fue en los experimentos que el presente ha juzgado irremediablemente obsoletos, donde prendió con más fuerza. Basta pensar en Synco, esa basta red de computadores que uniría todo el Chile socialista para coordinar la producción y la asignación de recursos, o el intento por dar con un modelo de optimización para el estado soviético de Kantorovich, o el mismo Gosplan, ese ministerio que de hecho estaba a cargo de toda la producción del estado soviético y que nunca logró controlarla del todo.

Es casi innecesario decir, que ninguna de estas cosas llegó a cumplir su promesa. A pesar de lo cual, este único artefacto del imaginario sesentero logró sobrevivir incólume, como suspendido sobre el flujo del siglo y sobre su propio historial de decepciones. Podríamos decir, sin errar mucho, que ha vuelto a dirigir nuestro futuro 50 años después, expulsando al presente del futuro y atrapándonos permanentemente en un futuro pasado.

Podríamos llamar a lo que está detrás de la pervivencia de este sueño y su preeminencia actual, infantilismo tecnológico. Esto es, la insistencia de que cualquier progreso es solo reflejo de un progreso técnico. En tal contexto es casi natural que la cibernética, la ciencia que se ocupa de la organización, haya terminado igualada con el desarrollo de computadores e inteligencias artificiales. Nos hemos abortado de la ecuación, hasta llegar a hablar como si cualquier mejora en las formas de gobernarnos, dependiera de la invención de una máquina que pudiera tomar esa función.

Esto no es más que el reflejo del infantilismo general que es la marca del mundo desde la posguerra: insistimos en que lo que queremos ver es lo que es, mientras el mundo nos ignora y nos arrastra por otros cursos. Mark Elvin anota que: “La logística, más que las armas de fuego, eran la marca de la superioridad [del imperio] Ming […] Una buena logística removió cualquier necesidad urgente de descubrir mejores armas”[2]. Fue llevada por este esfuerzo logístico, que podríamos denominar analógico, que se llevó a cabo una de las transformaciones más notables dentro de la politeia china, continuadora de tendencias previas y a la vez verdaderamente nueva. Incluso al reflexionar sobre casos de una supuesta “revolución tecnológica”, nos encontramos que los aspectos humanos son tanto o más revolucionarios que el componente mecánico. En su artículo “tiempo, trabajo, disciplina”, E.P. Thomson nos recuerda que, junto con la transformación técnica, fueron los cambios en los espacios de trabajo, la disciplina temporal y la administración de la vida lo que hicieron posibles un régimen de producción industrial. Uno diría, cambio más rápido e intenso que el vivido en el plano de la maquinaria, pues como nos recuerda Harvey[3], aun en la Francia del segundo imperio, ad portas de la segunda revolución industrial, la producción, ya de niveles considerables, dependía aun en gran parte del put out system[4], es decir, de un tipo de producción fundamentalmente artesanal y solo parcialmente tecnificada. Las fábricas, más que por las máquinas que contenían, muy rudimentarias en un comienzo, fueron revolucionarias por la forma en que (re)organizaron los ritmos de vida y los procesos productivos, con el consecuente incremento de los volúmenes y la reducción en costos. Como a menudo se señala, no fueron las máquinas las que predispusieron a los obreros de San Petersburgo a formas de organización revolucionarias, fue que, en gran medida, ya habían sido introducidos a un régimen de producción común y distinto al que había dado origen a la sociedad tradicional.

No es difícil ver por qué esta fantasía ha adquirido particular fuerza en nuestra década. En un momento donde las instancias de articulación social han sido devastadas, es fácil pensar que la clave al futuro está más allá de nuestras capacidades, que depende de alguna especie de milagro, instanciado en la forma de algún nuevo aparato o descubrimiento. No es difícil vernos a nosotros mismos como las piezas obsoletas de una maquinaria, destinadas a ser reemplazadas por otras nuevas y más poderosas.  Pero esto constituye un discurso retrógrado, más que cualquier aceptación realista del futuro: En un momento en que enfrentamos el agotamiento de nuestros recursos producto de una extracción descontrolada, problemas de distribución de los alimentos y de convivencia, el lugar del Mesías lo ocupa el desarrollador más avanzado de autos autónomos. De lo cual podemos inferir que los días que se nos vienen tendrán autos que se manejan a sí mismos, pero no habrán eliminado el hambre, la pobreza y el agotamiento del ambiente.

Sin embargo, probablemente la oposición más radical a esto sea declarar que nuestras vidas han de transformarse en vidas cibernéticas. Esto no es aceptar algún determinismo tecnológico que trata de vendernos el camino hacia viejas formas de opresión como algo novedoso. Es reconocer que la cibernética no puede renunciar al hombre, porque la vida y la historia del hombre siempre han sido cibernética.

Nuestra era no va camino al futuro. Hemos perdido mucho. Nuestra determinación por recuperarlo tendrá que pasar por soltar los bodoques mecánicos a los que se aferran como si tuvieran algún poder mágico y tomar la dirección de sí mismas. Solo cuando hayamos renunciado a las máquinas milagrosas, los verdaderos milagros de la historia pueden tener lugar. Entonces habremos dado inicio a la era cibernética. Finalmente habremos inaugurado el futuro.


[1]Por ejemplo en Alciabiades 119d5: Ta kybernetika

[2]The pattern of the chinese past, Mark Elvin, Standford university press 1973.

[3]Paris

[4]El put out system es un método de producción en que un comerciante compra la producción de diversos artesanos independientes para llenar la demanda por un producto o categoría de producto, fijando ciertos estándares de calidad y adelantando capital y/o materiales. Es importante destacar que estos “artesanos” a menudo lo eran a medio tiempo (por ejemplo campesinos que buscaban un ingreso durante el barbecho haciendo de tejedores) y que, por lo mismo, no contaban con equipamiento muy especializado (en el caso de los tejedores, bastaba un telar).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *