Foto: Paulo Slachevsky

02 de noviembre 2019

Carta a un amigo

por Martín Cinzano

Amigo:

Si hay una manera de comenzar, no la cacho. Ocurre un trastorno temporal con la misma aceleración de los hechos, pero eso no explica nada; tampoco me voy a embarcar en el intento de explicar algo. A lo mejor es una aceleración lenta. Entonces se me hace difícil empezar con un “hace tiempo no te escribía” o un “¡cuánto tiempo!”, esas fórmulas. Y se me ocurre que durante las últimas horas, los últimos días, años, edades ciegas, siglos estelares, para mí, desde tan lejos, la revuelta chilena (por ponerle un nombre nomás) ha implicado al menos esto: desconfiar de nuestra idea del tiempo, desconfiar de la convención. Esto está un poco pajero, quizá medio sesentayochero, pero ahora que escucho una voz emanada de la radio chilena (esa costumbre) decir “cuando todo esto pase”, la percepción del tiempo —eso que llamamos “percepción del tiempo”— se me difumina. ¿Qué significa “cuando todo esto pase”? ¿Es una enfermedad esto? ¿Un temporal de viento? Seguramente exagero (envejezco y exagero, la ondita), y quizá sea mejor decir sin tanto hueveo “cuando todo esto pase”. Pero, ¿cómo? Ni idea; tú sabrás sin duda mejor. Ahora en la radio escucho: “resta una hora para el término del toque de queda en Santiago” y es imposible esquivar tu imagen agazapada en algún punto de ese valle, tal vez por influencia de algún paneo televisivo del mundial del 87 (no nos conocíamos aún), cuando empezaban a salir esas tomas aéreas para el resumen de las mejores jugadas del partido que más temprano que tarde habríamos de ver a la hora de la once y ya me puse típico del escritor clasemediero que se pone sentimental con el fútbol y la once y el once.  No hagai caso, pero sí: ahí estás, quizá con unos audífonos para no despertar a tu hija, asomado a la calle viendo pasar una tanqueta militar. La tanqueta que pasa: durante años fue la imagen que mi madre me legó del día del golpe. No tiene mucho sentido lo que estoy escribiendo pero me provoca cierta tranquilidad y vértigo al mismo tiempo, y eso extrañamente me hace pensar que ahorita falta un poquito menos para que se levante el toque, que en mexicano es una piteada de marihuana por lo general. Me gusta eso de los mexicanos; me gusta cómo nombran: un toque, un tren, un tanque, dame las tres. Y, pese a todo, me gusta cómo hablan los chilenos. Quizá veinte años atrás jamás imaginé decir algo tan descabellado, pero me gusta y por supuesto ese gusto para mí se adquiere en cualquier lugar menos en Chile. Una vez allá, odio como hablan los chilenos. Me he vuelto a encontrar con esa lengua en las marchas organizadas acá. Saltapallá perejil culiao, escuché el otro día como respuesta a un funcionario de la embajada chilena que salió de abacanao a espantar —sin éxito— el caceroleo permanente. (También han surgido técnicas mixtas: “Piñera culiao valiste verga”, una de las más destacadas). Es significativo eso de reencontrarse con la lengua, especialmente cuando ésta se ve arrastrada durante años por la corriente estereotipada de la prensa televisiva, ¿no? En un par de días ese lenguaje se desacredita, y hasta la palabra revolución de pronto pasa a encarnar un convencionalismo más. Pero también el insulto, su práctica, indica que no se tira el poto pa’ las moras, que no se rehúye el enfrentamiento con los pacos y los milicos. Entonces es difícil asumirse lejos; no sólo por las ganas de estar allá, esa ansiedad por ver, por palpar algo más que una seguidilla de videos y fotos de ese gran carrete en extremo peligroso y mortal, sino además por el riesgo de perder completamente de vista la extranjería, es decir, el contexto social y político que a uno lo convierte en extranjero. Hay, desde luego, familiaridades: en México el ejército también asesina; en México también desapareces; en México también te aconsejan huir de México. (Ese es un murmullo latinoamericano, creo yo: huye de acá. Bueno; no se puede). Y con esto intento decir que estar con las patas acá, tan al norte, y la cabeza allá, tan al sur, te desdobla, tal vez te convierte un poco en un fantasma desarraigado y sin historia, justo ahora cuando en la radio dicen “restan veinte minutos para el término del toque de queda” y yo debería irme a dormir o ponerme a leer, aunque lo más probable es que me arriesgue a un desvelo al rememorar algún lejano toque de queda de mediados de los años ochenta, apagón incluido, cuando etcétera. Basta ya de literatura de cabros chicos en dictadura; esto es lo mismo pero es completamente otra cosa, pese a la sorprendente pervivencia del cancionero popular. Ahora se emerge, como sabes, desde una despolitización radical que quizá, al mismo tiempo, como ha ocurrido otras veces, alimentaba una conciencia política sin dirección. No sé; me despacho estas frases para ensayar alguna mínima conjetura ante los sucesos, ante este tiempo dislocado; pero mejor que otros hagan ese análisis y hablen de generaciones y acaben por academizar y editorializar el asunto: eso seguro no faltará. Empecé no sé cuándo ni cómo a escribirte esta carta, ahora dicen que es 28 de octubre, ni más ni menos. Y la protesta continúa. Y la represión también. Gente hablando de vandalismo, de delincuencia, de propiedad. Gente hablando de ley, de país legalista (ese mito que cada chileno y chilena se cuenta de noche, en una cama), gente hablando de legalidad. La legalidad es un paco violando a una cabra chica. La legalidad es la barra con la que Enrique Meiggs castigaba a los obreros constructores del ferrocarril en 1856. En 1988, en esta misma fecha, un viernes (ya nos conocíamos), encontraron el cadáver de Cecilia Magni flotando en el río Tinguiririca. Pienso en ella y en el famoso atentado y en ese Law que quién sabe si todavía ande dando vueltas por ahí, sin dirección; y a lo mejor la revuelta popular no necesitaba, no necesita dirección; a lo mejor sólo se trataba, sólo se trata, más bien, de mejorar la puntería.

Un fuerte abrazo, amigo mío.

                                                                                                      Martín Cinzano

                                                                                                      Colonia Obrera, octubre 2019

(Guayaquil, 1977). Escribió el libro de crónicas Perdido, los poemarios Peatonal, Yo ya y los fragmentos de El piano de Waldstein, además de la nonononovela En pana. Coedita le revista cartonera PUF! en la colonia Obrera de la Ciudad de México.

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