11 de marzo 2018

SERMONEAR O CONVERSAR

Al pasar lista a la “multitud de errores” que según él impedían el libre curso de la conversación entre sus contemporáneos, Jonathan Swift remarcaba uno importante: la fatal presencia de alguien que se la arroga, aquel “conversador sereno y circunspecto” que “hace su prefacio, se extiende en varias digresiones, halla una sugestión que le recuerda otro cuento, que promete contar una vez acabado éste” para luego rematar con “una historia que los demás habían oído ya cincuenta veces”. Nefasto patrimonio no sólo del siglo XVIII irlandés, sino de cualquier época y lugar, a este prototipo lo encontramos hoy, con un sermón menos sereno y nada circunspecto, en la ciudad de vanguardia, la capital en movimiento, la megalópolis de la bici. Por aquí deambulan, solitarios y peligrosos, quienes en algún momento se sintieron portadores de un mensaje o directamente la Voz. Sujetos que antes declaraban con orgullo no saber ni entender nada de la vida, de golpe, ahora, ya maduros, producto quizá de alguna revelación, conocen la solución a su misterio y por algún motivo no logran contenerla y deben entregarla mediante palabras. No se trata esto de religión, ni de poesía, sino más bien de pagana conversión a la pedantería, definida por Swift como la imposición frecuente e inoportuna de un conocimiento sobrevalorado. Desde luego, son gente insoportable, y hay momentos en los que parecen desfilar, uno tras otro, en espacios claustrofóbicos como el metro en hora sardina o, aún peor, frente a un escaparate de libros.

Es de suponer que a estos ejemplares les sucede algo así como una vuelta a la orgullosa insensatez de la adolescencia, armados ahora con una retórica más mañosa y abundante en ejemplos, lo cual tampoco, como decía Swift, asegura nada para una buena conversación: “La elocución natural, aunque puede parecer paradoja, comúnmente surge de la esterilidad de inventiva y de palabras”, aspecto clave a fin de desplegar un diálogo distinto a un balbuceo o a un guión versátil previamente pauteado por algún asesor político. (Pero incluso los adolescentes, que también creen sabérselas todas, al menos tienen un conocimiento de primera mano de la incertidumbre, y así, vacilantes, se salvan de caer en la majadería de insistir en darle consejos al mundo; los sermoneadores, por el contrario, están totalmente convencidos de haber alcanzado un dominio consolidado de la situación).

“De tan enorme importancia es cada hombre para sí mismo”, escribía Swift, “y tan dispuesto a pensar que también lo es para los otros, sin que una vez se haga esta reflexión fácil y evidente, de que sus asuntos no pueden pesar en los otros hombres más de lo que pesan en él los de ellos”. Nuestros asuntos tienen la prioridad frente a los del mundo, sin duda alguna, pero quizá el acto de conversar se constituya precisamente en echar al ruedo o en relativizar dicha prioridad, arriesgándola en un vaivén del que quizá no salga bien librada o, en el mejor de los casos, completamente trastornada. Así las cosas, ¿cómo vamos a entablar una conversación cuando la disposición jerárquica de alguien (que no arriesga nada) se nos impone de entrada?

Existen, desde luego, otros factores capaces de clausurar la posibilidad de conversar. Después de Swift, que buscaba la perfección y le pedía peras al olmo, se ha dicho con frecuencia que la conversación se encuentra en desuso o definitivamente en retirada. En 1970 el poeta Jorge Teillier le echaba la culpa a la televisión: “Ella nos impone ese ritual y esa luz mortecina que nos va incomunicando del prójimo… Asistimos a diálogos ajenos y vamos perdiendo la habilidad de dialogar.” Sin embargo, para Teillier, que apoyaba sus codos “en todos los mesones” de Chile y conseguía darle un toque de nostalgia a cualquier cosa, el obstáculo más decisivo con el cual se topaba el arte de conversar radicaba en la desaparición del bar y del café como espacios de intercambio de experiencias e ideas, lugares donde quizá nuestra sobrevalorada importancia se pone en entredicho o desaparece bajo otro tipo de luz mortecina.

Hoy uno estaría tentado a buscar en los nuevos soportes electrónicos las causas de la decadencia de la conversación. Demasiado fácil; y además, al parecer existen mínimos instantes en los cuales tales soportes fungen realmente como formatos epistolares en los que también es posible colar imágenes ilustrativas y creerse, además de autor, cineasta y editor.

Por mi parte, y a riesgo de sermonear, sigo apuntando en contra de la peste de los sermoneadores y, específicamente, de los sermoneadores lectores, aquellos que por haber leído un libro (o varios) de filosofía, se largan a predicar sin límite de tiempo acerca de la potencia o impotencia de la vida y las ventajas o desventajas de la emancipación del espíritu, la mosca infinita y el culo de la abuela, que nada pinta en este asunto pero ha de citarse igual. Eso con la filosofía, porque con la literatura es peor: si el sermoneador de turno tiene ante sí una novela de excesos y ácaros, le brillan los ojos, pone manos en jarra como un mediocampista antes de cobrar un tiro libre y ahí dispara su incontenible cancionero de “cuando yo era joven estaba equivocado por eso le digo a mis hijos aguas con lo que hacen no se vayan a arrepentir después los chingadazos en la vida como dijo César Vallejo son tan fuertes yo no sé”, y todo esto lo escupe mirando pasmado hacia un punto fijo (la calle, el libro), al modo de actores preparados para repetir el monólogo en la siguiente cuadra o en la noche frente al espejo.

¿Cómo no admirarse entonces de aquellos ancianos púberes perplejos cuyas manos y ojos aún tiemblan al recorrer páginas y páginas para luego, oh, para luego quedarse en silencio, en silencio sin más? ¿No prorrumpe acaso la auténtica conversación desde ese mutismo tan simple pero tan difícil de atesorar?

 

(Guayaquil, 1977). Escribió el libro de crónicas Perdido, los poemarios Peatonal, Yo ya y los fragmentos de El piano de Waldstein, además de la nonononovela En pana. Coedita le revista cartonera PUF! en la colonia Obrera de la Ciudad de México.

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