21 de septiembre 2021

UN ATAQUE DE IRA (a 30 años de la muerte de Miles Davis)

por Martín Cinzano

Con frecuencia se recuerda que en 1955 el saxofonista Charlie “Bird” Parker murió de un ataque de risa; ahora también recordaremos que hace treinta años el trompetista Miles Davis murió de un ataque de ira. Bird se carcajeó mirando un programa cómico de televisión y cayó fulminado por un infarto; Miles, enfermo de neumonía, montó en cólera cuando los médicos insistieron en meterle un tubo en los pulmones, gracias a lo cual entró en coma y murió. Más allá de las circunstancias, estos finales podrían decir mucho acerca de la música en dos de sus más radicales figuras; después de todo, el humor y la rabia son indisociables de cualquier forma artística que valga la pena.

Davis tuvo una vida casi el doble de larga en comparación a la de Parker, aunque se crió con él. Luego de integrar el legendario quinteto de fines de los cuarenta, su obra posterior puede considerarse una larga y severa crítica al be-bop. No era cuestión de matar al padre, como suele decirse, sino de explorar y profundizar en una o varias de las torsiones previstas —aunque no interpretadas— por Bird. Pero también algo más: la música de Miles, como la de John Coltrane, aún en sus momentos más bajos, no para de cuestionar al jazz mismo, su categoría, su tempo, incluso su nombre, hasta fusionarse y desaparecer con rumbo desconocido.

La aparición del compositor y arreglista Gil Evans en las partituras, grabaciones y conciertos de Davis dio lugar a grandes obras, para siempre distintivas de su sonido —Birth of the cool (1949), Miles Ahead (1957), Porgy and Bess (1958), Sketches of Spain (1960) y el impresionante Miles Davis at Carnegie Hall (1961)—, pero también lo llevaron a repensar la música desde una perspectiva orquestal, sin la predominancia a veces tiránica del solista, instaurada con la irrupción de Louis Armstrong en los años veinte y exacerbada con el mismo Parker en los cuarenta. La idea de una composición conjunta ya no lo abandonaría, aunque el sonido de la trompeta del Miles solista, abierta o con sordina, se advierte desde lejos en cualquiera de sus etapas.

Ahora bien; cuando se señala que no era en realidad un buen trompetista, es inevitable plantearse unas cuantas preguntas: ¿qué quiere decir eso? ¿Que componía mejor de lo que tocaba? ¿Que disimulaba muy bien sus deficiencias en la trompeta arropándose con músicos extraordinarios? ¿O que los pobres mortales vivimos en el error mientras otros detentan la verdades ocultas (pero insignificantes) del misterio del arte? Desde Cervantes a Clarice Lispector, pasando por Roberto Arlt, José Lezama Lima y Violeta Parra, podríamos recordar aquí los juicios desfavorables hacia artistas a quienes poco podía importarles el hecho de repetir cosas, ubicar un personaje donde no se debía, “escribir mal” o, como señaló Diego Clemencín de El Quijote: “reunir tanta incorrección y tantas distracciones”. Hay muchos clemencines dando vueltas por ahí, y si uno les presta algo de atención, crecen, fundan revistas, cátedras, editoriales y familias. Respecto a nuestro caso, cuando el trompetista Wallace Roney (muerto por COVID en marzo de 2020) reparó en una nota pifiada por Miles, éste le dijo: “ah, sí, me pasa a menudo si intento tocar algo nuevo”. Por supuesto, gracias a semejante poética le llovieron duras críticas desde todas partes, aunque Joachim Berendt, historiador del jazz, escribió de él algo interesante en 1970, cuando ya se lo empezaba a considerar molesto en la tradición del jazz: “su tono empieza en un momento que no se puede asir; parece venir de la nada y termina sin que se sepa cuándo para desaparecer, por así decir, otra vez en la nada”.

La trompeta de Miles fue sin duda el centro esquivo de esa nada: una banda que de golpe lograba descentrarse mientras lo incitaba a llegar más lejos, extremando largas y agudas frases o breves y punzantes estocadas, a la luz de esta aparente contradicción: exponer una estructura compleja construida con pocas notas, al modo de una sugerencia (bajo ese principio, pudo aconsejarle al saxofonista Dave Liebman algo que también vale para la literatura: “No termines tu idea; deja que la terminen ellos”). Sobre el escenario, dicha estructura debió aguantar la presión de una sección rítmica lanzada con vértigo, en la que desfilaron músicos de la categoría de Bill Evans, Herbie Hancock, Ron Carter, Chick Corea, Jack DeJohnette, Joe Sawinul, Airto Moreira, Al Foster, Mino Cinelu, Mike Stern, Marilyn Mazur y John Scofield, por nombrar sólo algunxs. En cuanto a los saxofonistas de sus bandas, con Lee Konitz, Sonny Rollins, John Coltrane, Wayne Shorter y Kenny Garrett, Davis mantuvo la temperatura bien arriba, hasta el punto de resignarse ocasionalmente a perder protagonismo.

A pesar de mantenerse en la vanguardia musical, tuvo una relación lejana y a ratos hostil con el combativo y militante freejazz, tal vez porque el modo de concebir el swing por parte de Miles depende de la sutileza de un sonido modal que, como el de Thelonious Monk, trabaja con el silencio; sin embargo, él, Ornette Coleman, Cecil Taylor y Don Cherry hundieron sus pies en la tradición más desgarradora del blues, sin dejar de indagar en formas e instrumentos de otras culturas que, al igual que el saxo y la trompeta, en apariencia tan sofisticados, no pueden pensarse ni separarse de la voz humana, de su quejido, de su súplica, de su grito desesperado. Desde la perspectiva del freejazz —o de la verdadera vanguardia, como la llamó Amiri Baraka—, por otro lado el éxito comercial de Davis entre el público blanco bien pudo generar antipatía, más aún pensando en sus contratos millonarios con Columbia. En la mirada de Miles, en cambio, existía la convicción de que si algo era bueno se le debía poner oído, una sala de grabación y billetes. Y si, por ejemplo, llevar su música al cine y el cine a su música significaba explorar en un nuevo concepto (bien pagado), mejor: en su gran biografía de Davis, Ian Carr deja en claro cómo la banda sonora para la película Ascenseur pour l’échafaud de Louis Malle, grabada en 1957, prefiguró las dos sesiones de grabación casi espontánea, dos años más tarde, de Kind of blue.

Miles a esas alturas había aprendido una cosa importante: hablar de dinero, y más aún: hablar de dinero e imponer sus términos, instalado en una industria dirigida por hombres blancos bien dispuestos al regateo, pero a la que sin duda necesitaba en su afán por llegar al gran público. Los policías blancos, por su parte, no soportaban ver a un negro conduciendo un Ferrari, y se lo hicieron saber en más de una oportunidad, a los golpes. Eso, y darle la espalda al público, en Estados Unidos e Inglaterra constituía una provocación; no así en París, Estocolmo y Copenhague, donde lo amaban por esas cosas.

A fines de los sesenta, junto al productor Teo Macero, Davis creó una especie de máquina inagotable al grabar todo cuanto se tocaba en el estudio; In a silent way y muy especialmente Bitches Brew, los resultados de ese experimento, son sólo dos alucinantes fragmentos extraídos de un vasto campo aún por descubrirse y que puede presentarse cada tanto de otras maneras (ejemplo: Phantalassa, de Bill Laxwell, una mezcla realizada en 1998 a partir de las pistas registradas por Macero). Hay una suerte de ilimitación del sonido, podríamos decir, en esa forma de tocar y grabar, dejando el camino libre a la reelaboración futura de un disc-jockey; una suerte de música conceptual, incorpórea, modelo para armar.

Los conciertos, por su parte, parecen cuestionar la propia legitimidad de lo dicho en el estudio: la banda simula desconocerlo todo para empezar de cero y así dar una nueva versión de cada tema, lo cual ocurriría más o menos regularmente desde las actuaciones con el sexteto de fines de los cincuenta hasta el último gran concierto de 1991 en París. Hay imágenes de algunos recitales en los que de pronto Miles se detiene a mirar su trompeta, examinándola extrañado, como si la interrogara; luego se la lleva a los labios y prosigue, dejando la impresión de que el instrumento actúa con cierta autonomía, a la manera de un gato, escurridizo e indescifrable.  

Por ser una forma de arte en la que la improvisación ocupa un lugar central, el jazz logró desarrollarse sobre la base de una contaminación, tanto en la mezcla de estilos y citas veloces extraídas de la vida cotidiana, como en la imbricación compleja entre el discurso de exhortación religiosa y la misma tradición docta occidental, todo intervenido según el ánimo, el azar y las propias necesidades económicas de sus intérpretes. Duke Ellington convirtió dicha forma de comprender el sonido en un sistema orquestal que, aun así, dejaba espacio para la creación improvisada de sus solistas; Miles (a quien Ellington admiraba, contrariamente a otros próceres conservadores) llegó aún más lejos con sus discos, al insertar el jazz (o lo que fuera) de lleno en la cultura contemporánea e, incluso, al interrogar por lo contemporáneo mismo: ¿dónde está la llamada alta cultura, dónde la llamada (por los blancos) música popular? Esas preguntas, anteriormente planteadas por la vanguardia artística europea de los años veinte, lo apartarían del modernismo, si por éste entendemos, con Andreas Huyssen, un modo de comprender la cultura “a partir de una estrategia consciente de exclusión, una angustia de ser contaminado por su otro: la cultura de masas crecientemente consumista y opresiva.”  

Las incorporación de instrumentación eléctrica, más rockera, siempre causó escándalo en los puristas, para quienes cualquier atisbo de mescolanza y puesta en duda de los límites provoca tiritones; en cambio Miles no dudó en aprovechar la versatilidad del sintetizador y la de su propia trompeta (a la que añadió el efecto wah-wah); y, como buen admirador de Jimmy Hendrix, capitalizó el gran momento de la guitarra eléctrica para incorporarla a sus bandas y dialogar con guitarristas jóvenes cuyas trayectorias recién despuntaban. Luego, en los ochenta, cuando su figura era familiar hasta para los polacos (quienes lo adoraron luego de un concierto de 1983, tras la Cortina de Hierro), interpretó a su manera temas pop de Cindy Lauper y Michael Jackson, lo cual acabó colmando la paciencia de músicos tipo Winton Marsalis.

Tal vez ubicar el fin del jazz con la muerte de Miles Dewey Davis II el 28 de septiembre de 1991 no sea una frase sólo para el bronce de las necrologías; la podemos entender también como el término de una ruta que el trompetista encarnó intensamente en cada uno de sus momentos a partir de mediados de los años cuarenta junto a Bird y Dizzy Gillespie, una historia que se aceleraba cada vez que él aparecía, disgregándose en varias direcciones. Hoy podemos seguir escuchando y disfrutando a un quinteto que toca al estilo del Minton’s Play House, cuna del be-bop, o a una big band (la de Marsalis, por ejemplo) con un swing poderoso, pero sabemos que en el fondo se trata de reliquias, debido fundamentalmente al recorrido de Miles Davis. Su necesidad casi enfermiza, extenuante, por buscar nuevos sonidos (“Debo cambiar, es una maldición”, diría alguna vez) posiblemente fue la causante, a la par, de un fenómeno curioso: muchos de sus jóvenes compañeros de ruta, luego de tocar con él durante un par de años (y hacerse famosos), formaban sus propias bandas, con las que regresaban a un jazz, si no conservador, bastante menos aventurado, excepción hecha de John Coltrane, con quien la música de Davis tenía por lo menos esto en común: no podía detenerse. Por eso siguió rodeándose de jóvenes —y hasta de adolescentes, como en su momento fue el caso del baterista Tony Williams— dispuestos a someterse a él, es decir, a la exploración continua y a una búsqueda personal bajo la dirección de un antimaestro caprichoso e incansable que boxeaba, se diseñaba su propia ropa, aparecía en portadas de la Rolling Stone y exponía sus pinturas.

Aun así, en una trayectoria como la suya hay para todos los gustos: si de reliquias hablamos, el quinteto de la segunda mitad de los cincuenta es otra buena razón para regresar a él y oírlo junto a Paul Chambers, John Coltrane, Red Garland y su compadre Phlily Joe Jones, con quienes perfectamente se podría haber quedado eternamente encerrado en una casa: Workin’, Cookin’, Steamin’ y Relaxin’.[1] Pero no; siempre se trató de salir de cacería y meter la pata a fondo, pifiando algunas notas si era necesario, y lo era. El arte, la música, la literatura se encuentran tan regulados por la normalización del mercado y el comentario inmediato que —hoy es demasiado— hay un extendido pavor a la indiscreción y mucho aprecio a la corrección y al virtuosismo, de modo que si te da un ataque de risa o —peor— uno de ira, conviene disculparse; de lo contrario, has roto el contrato. Pero ni Bird ni Miles —ni Coltrane ni Mingus— se disculparon jamás, y esa omisión, que se oyó a desprecio, los mantendrá sonando, vivos.

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Textos utilizados:

-Ross Russell. Bird. La biografía.

-Ian Carr, Miles Davis: la biografía definitiva.

-Ludovik Osterc, Los supuestos errores de Cervantes en El Quijote.

-Joachim Berendt, El jazz. Del rag al Rock.

-Andreas Huyssen. Después de la gran división.

-Leroy Jones (Amiri Baraka), Black Music, free jazz y conciencia negra.

-Miles Davis y Quincy Troupe, Miles: la autobiografía.    


[1] Los “gerundios”, cuatro discos grabados por el quinteto en el increíble lapso comprendido entre mayo y octubre de 1956. 

(Guayaquil, 1977). Escribió el libro de crónicas Perdido, los poemarios Peatonal, Yo ya y los fragmentos de El piano de Waldstein, además de la nonononovela En pana. Coedita le revista cartonera PUF! en la colonia Obrera de la Ciudad de México.

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