03 de mayo 2020

Coronavirus y el mito del origen

por Danilo Billiard

Las agencias de noticias del mundo y los medios locales dedican su esfuerzo a analizar el “misterioso laboratorio de Wuhan donde se sospecha que la actual pandemia se habría originado”, tal como fuera consignado por La Tercera acá en Chile. Aunque la difusión  de estas teorías asociadas a la “bioseguridad” no es algo nuevo, lo cierto es que estamos ante un derrotero discursivo que a todas luces ensaya la construcción de un acontecimiento fundacional capaz de explicar metafísicamente las causas de nuestros padecimientos actuales. 

El gran relato de la pandemia –que resta importancia a otros problemas quizá de la misma importancia, hasta eclipsar el proceso constituyente– podría compararse a lo que ocurre en Chile con el dispositivo de la transición, aquel desde donde se narra cronológicamente el camino que va de la dictadura y culmina en el “retorno a la democracia”, en esa escena nostálgica en blanco y negro que muestra el bombardeo a La Moneda en contraste con el arcoíris del amanecer concertacionista, con un Patricio Aylwin cruzándose la banda presidencial, pero la oposición dictadura-democracia termina por expresar una copertenencia en el marco de la asonada popular de octubre de 2019.  Esa narrativa había configurado una conversación pública donde incluso hasta hace pocos años un historicista Piñera daba cuenta de “un pasado que hemos dejado atrás”, para referirse críticamente a los “cómplices pasivos” de la dictadura, como si la violencia que ésta engendró simplemente hubiese dejado de ocurrir y no existieran “cómplices activos” y democráticos de la misma, partiendo por él. 

El mito sobre el origen de la pandemia, aquel que se localiza en un misterioso laboratorio de Wuhan y que alimenta los estómagos bélicos de Mike Pompeo y Donald Trump, permite obliterar las consecuencias inmanentes a la gestión que los gobiernos capitalistas han hecho ante su propagación. Habría que aquí partir preguntándose una cuestión decisiva: ¿acaso es cierto que el virus tiene un origen? Afirmarlo sería negar que la enfermedad es un fenómeno de la salud, exactamente como el deceso final al que los vivientes estamos prometidos. Pero entiéndase, no es que el virus no provenga desde un tubo de ensayo, sino que aunque así fuera, es el dato menos relevante del asunto. 

En segundo lugar, y también pensando en Nietzsche, diríamos que el origen metafísico (a propósito de Schopenhauer y la religión) no es más que una invención, exactamente el término que utilizara Giorgio Agamben hace unas semanas para referirse a la pandemia, que es pertinente si aceptamos que el lenguaje se gesta en la imaginación del ser humano y no en la lógica, designando las cosas mediante metáforas y nunca penetrando su “verdad íntima” inaccesible para el conocimiento. 

Entonces el dolor provocado por la enfermedad, la miseria de los sistemas sanitarios, el traspaso de fondos millonarios al sector privado y el blindaje a la economía en detrimento de los cuerpos, ¿acaso tiene alguna relación con eso que llaman “Coronavirus”? Si ha de tenerla, es porque devela lo inconfesado. O incluso de otro modo, ¿por qué se ha vuelto tan importante averiguar ese origen que no aporta nada más que morbo comunicacional y despliega absurdas teorías conspirativas al servicio de la inteligencia de matinal? Es porque recursivamente en la producción de verdad, el poder finge. 

Este discurso que nos propone un acceso al origen mítico del problema, que nos inclina para apreciar su autenticidad, disimula los motivos más descarnados y violentos de la “invención de la pandemia”. En su breve ensayo “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”, Nietzsche desenmascara el rostro metafísico de la verdad relevando la ficción constitutiva del lenguaje. Si la verdad es precisamente el olvido de que su utilidad radica en ser una mentira confortable, los discursos terminan convertidos en inocentes representaciones, apegados a la facticidad de unos acontecimientos que no tienen causas naturales sino que han sido inventados por los hombres a través del lenguaje, que es la superficie de toda realidad. 

Cuando Foucault caracteriza los discursos como prácticas de poder con efectos de subjetivación, es porque su enunciación compromete líneas de fuerza e implica una violencia (como el derecho). Y puesto que el laboratorio de Wuhan nos posiciona en un ámbito meramente especulativo al que las noticias le prestan atención, hay que hacer uso de la misma estrategia para llevar la especulación a otros terrenos, resultando un ejercicio plenamente legítimo, como el de interrogar el que también ha sido un laboratorio pero del neoliberalismo, para diagnosticar nuestra actualidad y las condiciones que la han hecho posible. 

Porque pandemia no es más que un concepto que refiere a un estado de excepción sanitario, que no es otra cosa que un hecho político, en virtud del cual adviene una crisis económica. Pero los anuncios de esas crisis rebasan con creces al tiempo del Coronavirus. Si se revisan los archivos de prensa, el fantasma de la recesión era la crónica de una muerte anunciada, de modo que surgen más preguntas a propósito de ambos laboratorios: ¿qué responsabilidad tiene China en razón de que en Chile no tengamos insumos médicos? ¿Que en las pymes quebradas tengan que endeudarse con los bancos y que los gobiernos –no solo el de Chile– transfieran miles de millones de pesos al sector privado? ¿Que en nuestro país haya 300 mil trabajadores despedidos y que las grandes empresas se acojan a la “ley de protección del empleo”?

El que la OMS haya decretado una pandemia, es el oasis perfecto para los dueños del capital. Los recortes presupuestarios, los rescates a la banca y la profundización de la precariedad en las condiciones de vida, así como la intensificación de la capilaridad regulativa de los dispositivos de control, todo en función de mantener los equilibrios financieros, solo podían justificarse en el contexto de una emergencia sanitaria, cuyo gran relato es la pandemia que, por la  vía de la excepción, todo lo permite, todo lo legitima. 

De ahí que Piñera haya transformado al Coronavirus en un “enemigo poderoso e implacable” y que el gobierno desembolsara 400 millones en una asesoría comunicacional. Digamos que, en relación al video que ha circulado por redes sociales, la repetición de esa metáfora obedece a motivos más profundos. Entiendo que puedo estar forzando el análisis pero en realidad pone en evidencia la bancarrota de un gobierno y el desfondamiento de toda la legitimidad simbólica de la institucionalidad que lo sostiene, justamente a causa de la razón neoliberal. 

Basta recordar al ministro aquel –José Ramón Valente–, para quien leer novelas era una pérdida de tiempo (porque no es útil para los negocios), lo cual explica la incapacidad de toda la elite de producir metáforas verosímiles. Subsumiendo el lenguaje a la lógica matemática, al gobierno de las cifras y a la ley del número, a la convergencia entre economía y guerra, se han escindido de su dimensión poética, de su condición creativa, y entonces la consecuencia autodisolutiva es el deterioro de su propia imaginación que los lleva a la estupidez, la infamia y la crueldad. 

Si es cierto –como decía Guadalupe Santa Cruz– que la escritura tiene que traicionarse a sí misma para juntarse con el engaño de los acontecimientos, no es preciso preguntar si las noticias mienten o dicen la verdad, sino que examinar (en sentido extramoral) cómo se han inventado los acontecimientos que estas pretenden describir, porque solo en esa complicidad se devela su compromiso con un poder y con una economía.

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