15 de marzo 2021

Florecer con espinas

Es impresionante que, en un tiempo en que los capitales gozan de una absoluta desregulación, sean las Fuerzas Armadas las que tengan que partir a la frontera a «luchar» contra la «inmigración ilegal», un enemigo a destruir pues pone en riesgo la versión neoliberalizada de la identidad nacional y, en efecto, la estabilidad económica del país. 

La situación nos propone cuestionar el estatuto mismo de la ley y la idea moderna de derecho: ¿cómo se explica que en nombre de la legalidad y del orden, miles de seres humanos sean empujados a esa tierra de nadie (de la que nos habla G. Agamben) donde la vida queda reducida a un estado de radical desnudez y puede ser entonces abusada sin que constituya un delito? 

La pregunta es ¿en qué inmundicia el capitalismo ha convertido al mundo, que hay seres humanos legales y otros ilegales? 

¿Cuál puede ser la medida de cordura de este modelo impuesto a sangre y fuego, si hace pocas semanas algunos y algunas en Chile rasgaban vestiduras en defensa de la vida y en contra de la despenalización del aborto, y ahora están dispuestos hasta a construir zanjas en la frontera para negarle a un ser humano un mínimo de dignidad?

¿Cómo entender que hace unas semanas eran los paladines de la moral, y ahora se muestren obscenos y criminales? 

Porque no podemos cansarnos de repetir que la inmigración no es un problema sino que el problema es el racismo. Que el problema no es la despenalización del aborto (ni siquiera el aborto libre) sino que el patriarcado y su violencia histórica. 

Que, en cambio, la solución a nuestros problemas pasa por recuperar la justicia social y la igualdad política destruida por el neoliberalismo, porque son la base de cualquier libertad y de cualquier democracia, pues sin esas condiciones la libertad no es más que un privilegio y la democracia no es más que un mercado. 

Maurizio Lazzarato nos enseña que la guerra contra las poblaciones por parte del capital es permanente. Esto coincide con el carácter racial de la división global del trabajo, para una racionalidad neoliberal de gobierno que solo convirtiendo a los inmigrantes en subasalariados mediante su integración racializada, se permite una gestión eficiente del capital humano.

Sabemos que las economías más importantes del planeta se alimentan de esta mano de obra precarizada en favor de la acumulación financiera, del hambre infinito y abstracto del capital al servicio de un crecimiento económico también ilimitado, que se traduce en riquezas y privilegios que concentran un puñado de familias, todas ellas controladoras de los destinos del mundo.  

La familia, nuevamente, como el lugar por excelencia del neoliberalismo, determinante para la privatización de los servicios públicos y para la instauración de una economía de la deuda. La familia que solo garantiza la naturalización de las desigualdades sociales y la herencia de los patrimonios financieros, la formas excluyentes y segregadoras de identificación, las relaciones de poder que atentan contra las mujeres y les niegan sus derechos sociales, imponiéndoles unas tradiciones morales arbitrarias y obsoletas pero que han prevalecido gracias al remanente de irracionalidad atávica en que se funda el neoliberalismo. 

Un país que se construye tomando como referencia a la familia, y aún más, una Constitución que establece que el núcleo de la sociedad es la familia, es un país y una Constitución que permiten el retorno de lo reprimido y dan rienda suelta a la fascistización de la cultura, que ahora emerge a través de la empresa privada y por medio de la financiarización de la economía. Ante ello manifestamos una objeción inclaudicable que no resiste consenso alguno:

Chile no es de los chilenos, porque las identidades nacionales son puras ficciones simbólicas. Aquí no hay nada puro ni auténtico. Ningún Estado-nación que actúe como límite y requisito para los derechos sociales. Ninguna patria y ninguna ontología social que sea prepolítica, ningún orden que represente un origen pleno. No existe ninguna raza que nos haga merecedores de un trato especial. 

Además, no existe ninguna economía que cuidar, ningún empleo que atesorar, pues este sistema económico lo hemos padecido durante siglos. Porque la principal causa de muerte en Chile y el mundo se llama capitalismo, una forma de vivir que avanza atropellando a quien se le cruce por delante y poniendo en riesgo la vida de millones de especies en el planeta, empujándolas a su degradación material e intelectual, desertificándolas hasta hacer de la vida cotidiana un campo baldío y deforestado, donde nada puede llegar a crecer. 

Este misticismo refractario del neofascismo y su pasión obsesiva por el dinero, solo puede ser confrontado con una ética revolucionaria que no renuncie nunca a la dignidad aunque ello implique pagar costos. La dignidad no se negocia, no es una campaña electoral, no es un acuerdo por la paz ni es una conquista del futuro: su condición afirmativa está cada día en juego, en cada instante de la destitución de lo existente y de la institución de otros posibles.  

Por eso decimos que nuestro florecimiento tiene que ser con espinas. Que nuestro jardín es también una trinchera de verdor y luminosidad en ofensiva contra los nuevos fascismos que, disfrazados en un esteticismo ramplón, se burlan de lo que ellos mismos nos han provocado. Ahí se enmarca la afrenta contra el pueblo de gente como Cristián Warnken, un verdadero promotor de la eugenesia neoliberal.

El “partido de la vida” de Warnken y su biopolítica de poblaciones para recuperar al “bello pueblo” amenazado hoy por la obesidad, se mueve todavía, y afortunadamente, en el plano de lo descriptivo: estamos a tiempo de evitar su transformación en sentido prescriptivo. Este devenir azaroso del “pueblo gordo”, con sus defectuosos hábitos de alimentación, su sedentarismo, su flacidez, su escaso amor propio y bajo capital cultural, es observado también desde un jardín, pero en el que solo parece florecer un temible darwinismo social.

Esos cuerpos monstruosos que describe Warnken con asco, nocivos y desviados deben ser mejorados por una política sanitaria a cargo de la entidad estatal. Pero esto supone frenar la reproducción de aquellas formas que se consideran negativas respecto a la medida ejemplar: ser delgado. A eso obedece la apelación a los otros cuerpos, los cuerpos sanos y bellos, los de la élite Así, la honesta preocupación por la obesidad como un problema de salud, se traduce en un rechazo prejuicioso y potencialmente violento a toda corporalidad que exceda los márgenes de lo aceptable, en una batalla destructiva contra las “deformidades”.  

Y a pesar de acudir (como lo hace habitualmente) al expediente Nietzsche, no hay un enfoque genealógico en su misiva. Antes bien, su elaboración del pasado (con toda su nostalgia literaria) está próxima al fascismo, es decir a la restitución de un origen puro, donde todo alguna vez fue mejor y sano.

Estos motivos se intersectan peligrosamente con el nacionalismo decadente y la política sacrificial de los chivos expiatorios (con sus afanes de venganza y resentimientos irreflexivos) que es estimulada en estos días por el populismo autoritario de la derecha, un flagelo que daña la solidaridad de los pueblos y los vuelve cómplices de su propia explotación y de su propio sometimiento. 

En rigor, nuestro antifascismo es siempre una vocación por el desarrollo cultural, un compromiso con el pensamiento crítico y revolucionario: en esa intensidad nos declaramos responsablemente enemigos del racismo, del patriarcado, del neoliberalismo y del progreso destructivo del capital que si no superamos, volverá inhabitable el planeta.

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