Foto: Paulo Slachevsky

29 de octubre 2019

Aporías del derecho

por Danilo Billiard

“Ahora bien, precisamente la caracterización biopolítica del liberalismo lo aleja de la democracia. Exagerando –aunque de modo no completamente injustificado–, se podría decir que el motivo por el cual, tras los llamados totalitarismos, no es posible volver a la democracia liberal reside en el hecho de que ésta nunca ha existido como tal”,

 Roberto Esposito.

Como es sabido, en la  génesis de la Constitución de 1980 está el horror de la dictadura, un periodo de radical anomía en Chile. Contrario a lo que podía pensarse, aquel crimen fundacional no fue superado por el denominado “retorno a la democracia”, en la medida que este orden jurídico permanece conectado a él y, en esos términos, no puede nunca oponérsele. Prueba de ello es que tras la aprobación de la Carta Fundamental, se asistió a un periodo constitucional de la propia dictadura.

Ante las alteraciones del orden público acontecidas durante las manifestaciones sociales de los últimos días, se ha denunciado el ejercicio de una violencia estatal de facto, no sujeta al contenido de ninguna norma jurídica. Esta develada contradicción, sin embargo, aparece como un aspecto fundamental del derecho, y de este modo parece claro que la alteración del orden jurídico es el mecanismo anómico para su restauración, en circunstancias donde su estabilidad está puesta bajo amenaza.

Es la definición que el jurista alemán Carl Schmitt le asignaba al “estado de excepción”, necesariamente disociado de la normalidad constitucional. Cuando el abogado constitucionalista Jaime Bassa argumenta que “estamos en una excepción dentro de la excepción constitucional”, a raíz de la serie de detenciones ilegales que han sido denunciadas, se expresa el problema decisivo no sólo de la Constitución de 1980, sino que sobre todo la paradoja constitutiva y constituyente del derecho moderno, que guarda  un vínculo consustancial con la arbitrariedad y la fuerza (que no es ajena al discurso), aquella que define el carácter mismo de la política en el campo de batalla que conforma.

A ello aludía el filósofo Walter Benjamin cuando refería a una violencia mítico-jurídica que funda y conserva derecho. Cuando Michel Foucault señalaba que la ley no podía protegernos de la violencia en la medida que aquella era su fuente de emanación, vemos que no se trata entonces únicamente del monopolio en el uso de la fuerza pública de acuerdo a las facultades que otorga la ley, sino de una ley anómica, una ley que coincide con su propia suspensión. De ahí que mientras las patrullas militares operan de facto, los tribunales de justicia permanezcan abiertos, exactamente como en dictadura.

Cuando Giorgio Agamben (filósofo italiano) interpreta el estado de excepción como un paradigma de gobierno que adquiere la forma de una guerra civil planetaria, no está denunciando una clausura de la normalidad constitucional que exige su inmediata restitución. Por el contrario, en la naturaleza misma de su constitución como orden jurídico está también la posibilidad de su desactivación, no entendida como un momento pleno y absolutamente ajeno a la normalidad constitucional, sino superpuesto a la misma.

Por eso la escisión radical entre dictadura y democracia –como entre anomía y norma– desarrollada mediante la narrativa transitológica (nutrida por el relato proveniente de las ciencias sociales), resulta a estas alturas irrisoria. Así como se le atribuía un carácter “excepcional” al golpe sabemos que la excepción no es circunstancial sino permanente se realiza hoy la misma operación discursiva con la presencia de los militares en las calles. Como lo indica Sergio Villalobos-Ruminott sobre el golpe de Estado de 1973, “En tal caso, el golpe no era –a pesar de su sanguinaria factura- ni original ni único, pues repetía una dinámica destructiva y sacrificial propia de los procedimientos del Estado y de los aparatos jurídicos y militares que lo constituyen” (2013: p.162). La misma clave interpretativa es posible aplicar en la situación actual.

La democracia reducida a “Estado de derecho”, nombra en realidad un estado de las relaciones de fuerza en que ya el “enemigo interno” había sido neutralizado (en palabras de Miguel Valderrama, se trataría más bien de una “postdictadura”). Martín Heidegger acuñaba el término <<maquinación>> para advertir de un tipo de movimiento en que una tendencia se desarrollaba a través de su contrario. Roberto Esposito, también filósofo italiano, relaciona ese concepto a la noción de dispositivo, proveniente de la filosofía de Foucault, que le asignaba una naturaleza estratégica en el ejercicio del poder.

Es interesante porque los dispositivos se orientan por un principio de inclusión excluyente, en que una parte es integrada al dominio de la otra a través de su inversión de perspectiva, como ocurre con la inclusión negativa de la política en los cálculos económicos. Es lo que ocurre con la vieja normatividad soberana en el contexto de una nueva forma histórica de (bio) poder. Pensar esta crisis social en términos biopolíticos, cuando lo que está puesto en juego y lo que convoca las disputas políticas e institucionales más encarnizadas es la vida misma de la población (temor al riesgo de desabastecimiento, así como heridos y muertos a causa de la violencia policial-militar; farmacias, hospitales y supermercados, asociados al dinero y la supervivencia, en el centro de la escena), contribuiría de forma notable a comprender aquellos cruces, desplazamientos y paradojas que no terminan de hacernos sentido.

A ello también obedece la crisis del lenguaje político moderno, el agotamiento del paradigma de representación política tradicional y especialmente la obsolescencia de la concepción jurídica del poder (que aún reivindica el constitucionalismo más crítico), desde donde se puede leer la hipótesis del “golpe a la lengua” inaugurada por el filósofo chileno Patricio Marchant.

Pienso que a partir de esta reflexión es posible concluir dos grandes cosas. Primero, la transición no fue nunca un periodo de nuestra historia reciente, sino que el dispositivo que articula norma y anomía, dictadura y democracia, en un mismo procedimiento gubernamental. En ese sentido, no es extraño observar cómo los grandes canales de televisión, tras los anuncios hechos por el gobierno, aplican un libreto o similar al de finales de los 80 y principios de los 90, que nos impele a la reconciliación mientras se imparte “justicia en la medida de lo posible”. Por otra parte, y considerando los elementos antes expuestos, esperar que las fuerzas armadas actúen “con apego al derecho”, y si bien es comprensible en el marco del debate jurídico el significado que se le atribuye a ese enunciado, puede resultar de una ingenuidad política contraproducente.  

Una ontología del presente exige reinventar las palabras y/o los nombres para volverlo inteligible.

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