Foto: Nicolás Slachevsky A.

13 de abril 2021

Freno de emergencia.

por Danilo Billiard

Es preciso cortar la mecha encendida antes de que la chispa llegue a la dinamita”,

Walter Benjamin.

Probablemente nunca el culto al progreso técnico había alcanzado un grado tal de canonización, justo en el momento en que se tornan más evidentes sus consecuencias catastróficas. Trabajo telemático que aumenta su precarización, masificación de los servicios de delivery y producción industrial biotecnológica se han intensificado gracias a la gestión de la pandemia, algo que es llamativo si se piensa que la agresividad de este virus de origen zoonótico obedece a la devastación planetaria generada por el capitalismo tecnocientífico en los últimos 50 años.

Chile ha sido utilizado como ejemplo por parte de la OMS para referir al hecho de que la inoculación contra el Covid-19 no sustituye las medidas de prevención del contagio. Porque la pandemia aquí está descontrolada, y depositar la confianza en una vacuna parece más bien un acto religioso amparado en la fe, pues haber focalizado la estrategia sanitaria en este instrumento ha tenido como única finalidad gestionar una “nueva normalidad económica”, estimulando el optimismo en una población que ahora padece de su entusiasmo.

Las causas del descontrol que experimentamos son culturales, en el sentido de que nuestro país podría compararse a un automóvil a toda velocidad cuyo sistema de frenos ha colapsado. O ha sido diseñado prescindiendo de ese mecanismo, prometido a un accidente fatal, de modo que las autopistas son un símbolo de esta decadencia. La inmediatez hipercontingente, ritmo impuesto por los mercados financieros imbricados al desarrollo técnico de las comunicaciones, desemboca en una pérdida de visión periférica (parafraseando a Paul Virilio), como resultado de la subordinación de la política a los dictámenes del crecimiento económico, proceso dirigido por los organismos financieros que controlan los destinos del planeta.

La situación actual poco tiene de novedosa, porque es la culminación paroxística de la lógica del progreso inaugurada con la Ilustración, cuyo significado es la dominación de la naturaleza por parte del hombre. Cuando el filósofo Walter Benjamin, premunido de su materialismo profano, recusa la imagen de las revoluciones como “locomotora de la historia mundial” (profesada antes por Marx), es por su crítica al progreso tecnológico en la época del capitalismo industrial, y al problema que en ello constituye la concepción vulgar del trabajo como fuente de toda riqueza y cultura a través de la explotación de la naturaleza, de la que también forma parte la vida humana junto al resto de las especies.   

Aunque Benjamin, para problematizar este positivismo tecnocrático de la socialdemocracia (que, dicho sea de paso, facilitó el auge del fascismo), acude a socialistas utópicos como Fourier, nosotros tenemos la enorme ventaja de habitar un mismo territorio con el pueblo mapuche, que concibe la tierra como la base de su cosmovisión y el trabajo debe ayudar a que esta se preserve. Al comienzo de la XII Tesis sobre el concepto de Historia, el recurso a Nietzsche en el epígrafe parece decisivo, en la medida que podríamos ubicar a Benjamin también en una posición anti-dialéctica que se cristaliza en su concepto no lineal del devenir histórico: la actualidad del pasado.

Porque la perspectiva dialéctica, que es promotora del historicismo (punto de vista del vencedor, no de los oprimidos), es la continuación de la moral cristiana y su visión escatológica, que para Nietzsche consiste no solo en una negación de la vitalidad afirmativa (como pathos trágico), sino que también, al hacer de lo negativo el motor del progreso, se convierte en el principio técnico del nihilismo.

Se trata entonces de un continuum destructivo que la revolución interrumpe en el tiempo presente, asumiendo la función de un freno de emergencia, como lo expresa Benjamin en uno de los textos preparatorios (me remito a la traducción de Bolívar Echeverría) para las Tesis sobre el concepto de Historia: “Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez se trata de algo por completo diferente. Tal vez las revoluciones son el manotazo hacia el freno de emergencia que da el género humano que viaja en ese tren”.

La crítica al crecimiento económico -voraz e insaciable- que se alimenta del trabajo y se instaura como posibilidad única del bienestar humano, es la base de una renovación cultural que permita contener y transformar los efectos devastadores del capitalismo, asumiendo que los “socialismos reales” del siglo XX nunca llegaron a romper con la lógica del progreso (de ahí que las revoluciones hayan sido traicionadas).

Chile es un país arruinado y, sin embargo, sobre esas ruinas florece el patrimonio de la elite financiera. Aquí, el mercado no es solo el agente exclusivo para la asignación de recursos, sino que (como sabía Michel Foucault) es un régimen de veridicción, que ha configurado una forma de interpretar la existencia.

Por eso, poner el énfasis en las soluciones de mercado es volverse cómplice de la catástrofe neoliberal. No es el crecimiento económico el criterio a partir del cual un proyecto político de izquierda tiene que rendir cuentas ante el país, porque justamente ese crecimiento económico lo ha conducido a la ebullición que germina el 18 de octubre de 2019, cuando el levantamiento popular instala y generaliza lo que ya era evidente: la incompatibilidad entre el neoliberalismo y la vida digna.

Se logre o no la inmunidad de rebaño, el futuro del pueblo chileno no depende de una vacuna, de un antiviral o de un derecho formalmente garantizado que, como hemos visto, se puede conculcar en nombre de la salud. De ahí que tomarse en serio la creación cultural y artística como motores de la invención de una nueva forma de vivir en común, sea la clave de cualquier cambio social.   

Esto implica pensar, y pensarnos como sociedad, es decir, tomar distancia de lo que somos, es más, atrevernos a luchar contra lo que somos (contra nuestros prejuicios raciales, resentimientos y discursos de odio), para llegar a ser algo distinto. Ese es el freno que necesitamos activar ante la inminencia del abismo, en la urgencia de revertir el más fatal de los desenlaces al que nos empuja la velocidad capitalista: la extinción de la vida de los seres humanos en el planeta.

La revolución tendrá que reparar los daños perpetrados por el terror y la desmesura del carácter ilimitado del progreso, y ello solo será posible si el coraje de la revuelta deviene melancólico: ese será el verdadero estado de excepción. 

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