Foto: @pauloslachevsky (Intervenida)

02 de noviembre 2020

Constitución biopolítica

por Danilo Billiard

I

Se intentará hacer de la policía chilena el paradigma para comprender la condición del orden político-jurídico que persiste en este país hace 40 años (el modelo instaurado por la dictadura). Esto, con el propósito de interrogar la aseveración que ha sido difundida masivamente a raíz de los últimos sucesos: la necesidad de una reforma a Carabineros. Desde luego, el enunciado por sí mismo resulta inquietante, toda vez que nos conmina a aceptar modificaciones a la violencia jurídica, con la finalidad de relegitimarla socialmente para la regulación del orden público.

La única respuesta éticamente aceptable, sería rechazar cualquier posible reforma respecto a la monopolización en el uso de la fuerza, lo cual requiere una problematización de la forma legal que justifica su ejercicio. Para este propósito, es preciso remontarnos a las tesis de Giorgio Agamben sobre el estado de excepción, aquel momento (declarado como <<provisorio>> por cierto formalismo jurídico) en que el derecho es paradójicamente depuesto para salvaguardar su conservación y permitir su restauración (la dictadura soberana de Carl Schmitt), cuestión que, en el siglo XX, y siguiendo aquí la octava tesis sobre filosofía de la historia de Walter Benjamin, se habría vuelto permanente.   

Como es sabido, para Agamben el estado de excepción es un dispositivo biopolítico (cuya clave comprensiva se encontraría en la figura de homo sacer[1]), en que la vida desnuda -la zoé aristotélica- es capturada al interior del derecho mediante su exclusión. Esta antinomia constitutiva del estado de excepción es a la vez lo que permite hacer inteligible el vínculo entre violencia y derecho (en su deriva fundacional y conservadora), ambigüedad que nace del hecho extrajurídico e incluso antijurídico que está en la base del Estado moderno: la soberanía. Es precisamente ese vacío que ha sido llenado míticamente, al que el derecho permanecerá conectado.

Quiere decir esto que para que la vida humana sea reducida al plano de la mera sobrevivencia biológica por la biopolítica de poblaciones (enmarcada en el desarrollo histórico del capitalismo), tendrá que ser capturada por el dispositivo de la excepción que, como ha sido dicho, coincide hoy con la situación normal. Esto evidentemente tenderá a poner en entredicho el discurso de la democracia parlamentaria: sus instituciones políticas y sus lógicas ordenadoras, no tanto porque destituyan su funcionamiento, sino porque lo exceden y engloban (dotándolo de contenido), al empujar sistemáticamente “fuera de la ley” (denuncia Agamben) a categorías enteras de ciudadanos considerados sospechosos o peligrosos para la estabilidad de un país o para la vida de una nación. 

Pero, la vida desnuda no es simplemente la vida carente de forma o sustraída a su presunto valor originario (como aclara Agamben), sino una forma de vida creada por el estado de excepción que, a juicio del filósofo italiano, se ha terminado por convertir en un régimen político de facto: la guerra civil planetaria. Por eso aludir a Carabineros como un paradigma es coherente, en la medida que se trata de un fenómeno particular que, en cuanto tal, “vale por todos los casos del mismo género y adquiere así la capacidad de constituir un conjunto problemático más vasto” (Agamben, 2019, p.15).

En consecuencia, cuando el accionar policial -que funciona y se articula entre la legalidad y la factualidad- está atravesado por una división jerárquica y segregadora (una cesura que parte el Uno de la vida en Dos) que se introduce al interior del viviente para definirlo y/o politizarlo[2], determinándose con ello el carácter diferenciado del proceder frente a los manifestantes, estamos ante el mecanismo fundamental de este dispositivo biopolítico, cuya existencia de hecho condiciona la aplicación del derecho que legitima esas relaciones de fuerza[3].

Esto explica, por otra parte, que en el estado de excepción norma y anomia aparezcan como polaridades concomitantes y continuamente desplazadas una al terreno de la otra, hasta hacer indiscernible su especificidad. En esos términos, el debate sobre si Carabineros respeta o no unos protocolos para el uso de la fuerza, o si su desempeño se ajusta o no a lo que dicta la Constitución, parece hasta ridículo.

Por eso es que la doctrina del enemigo interno propia del lenguaje de la guerra, no es un problema específico de Carabineros, sino que es la manifestación en los cuerpos militares del estado de excepción (que se ha irrigado por todo el sistema político), al tratarse de un rasgo característico de la biopolítica de poblaciones y su gestión selectiva de las diferencias (capturándolas en el régimen binario de la gubernamentalidad), consistente en hacer del individuo el integrante de una especie biológica y gobernándolo a través de sus condiciones de vida pero de un modo negativo (inmunitario, en los términos empleados por Roberto Esposito), es decir, que implica como contraparte el sacrificio de otros y hasta de si mismo[4].

De ahí que el propio Foucault se preguntará debido al nazismo cómo es que una política de la vida termina por convertirse en una amenaza de muerte, de modo que la tentación homicida del biopoder obedece a su potencialidad nihilista, haciendo reaparecer en su núcleo el viejo poder soberano de matar mediante el dispositivo de la excepción. Esto nos lleva a considerar la experiencia nazi no como una simple anomalía de la modernidad biopolítica, sino como la consecuencia del desarrollo paroxístico de los mecanismos inmunitarios que, desde el primer contractualismo, se fundan en el principio de la conservatio vitae (conservación de la vida reproductiva).  

Intentando un diálogo con Esposito, podemos decir que la excepción agambeniana coincide con el horizonte de la inmunización moderna. Si entendemos la inmunidad (que destituye la comunidad bajo su forma privativa) como el punto de convergencia entre los lenguajes jurídico-político y biomédico, veremos que, al igual que en la práctica médica de la vacunación, un organismo biopolítico para defenderse del fenómeno del contagio que lo circunda (que  amenaza con alterar su identidad, individual o colectiva), se proporcionará en dosis controladas el mismo componente nocivo del que se requiere proteger, con la finalidad de activar su respuesta antígena y refractaria. 

Esto se traduce en la legitimidad que se agencia la violencia estatal por medio de su legalidad, haciendo del derecho el sistema inmunitario de la sociedad, y es por eso por lo que (parafraseando a Benjamin) la ley no condena el contenido de la violencia, sino tan solo su ubicación por fuera del derecho. 

Ahora bien, puesto que la inmunidad jurídico-política se circunscribe al ámbito de la percepción, estaríamos ante un procedimiento aporético del biopoder que funciona interiorizando fragmentos de lo que es “exterior” (lo ilegal contenido en los confines de la legalidad) y, a la vez, exteriorizando (excluyendo) lo que le es originariamente “interno”, en la medida que interior/exterior (violencia delictual/violencia jurídica) no son más que ficciones topológicas del orden para regimentar y constreñir la potencia vital que tiende a sobrepasarse, cuya politicidad emancipatoria -como quería Benjamin- dependerá de que su marco de acción sea absolutamente ajeno a la excepcionalidad del derecho, es decir que no funde ni conserve un orden jurídico-político sino que adquiera el carácter de una violencia revolucionaria que no es legal ni legítima, sino que es transformadora y da paso a un nuevo tiempo histórico, interrumpiendo el continuum sacrificial[5].

Esto quiere decirnos, si llevamos el análisis a la dimensión sacralizada del orden público que protege el interés privado, que entonces lo que requiere ser interrogado es la noción misma de orden, para imaginar una vida en común que disuelva la aporía entre lo público y lo privado, creando una nueva relación de reciprocidad entre el derecho y la vida,  siendo el derecho la condición inmanente de todos y cada uno de los vivientes en su singularidad (una biopolítica afirmativa, como sugiere Esposito), sin requerir el concurso de la mediación estatal ni de una autoridad legítima para su uso: uso que desactiva la aplicabilidad del derecho, pues ella presupone su trascendencia respecto a la vida.

II

Para finalizar, Gilles Deleuze. Se trata de su último texto, La inmanencia: una vida, breve y un tanto críptico, pero tal vez sea uno de los más intensos y conmovedores. En él se refiere al instante inédito que se despliega entre la vida y la muerte (digamos, el momento de la agonía), para relevar la cuestión de lo impersonal que, más allá del sujeto y del objeto, erige aquella singularidad que se sitúa en el cruce del campo trascendental con el plano de inmanencia.

La pura inmanencia es aquí UNA VIDA, sostiene Deleuze, y la vida es la inmanencia de la inmanencia, lo irreductible a la lógica de la equivalencia que “no se relaciona con Alguna cosa como unidad superior de todas las cosas, ni con un Sujeto como acto que opera la síntesis de las cosas: cuando la inmanencia no responde a nada distinto que a sí misma es cuando podemos hablar de un plano de inmanencia”, del mismo modo que el campo trascendental no se define por la conciencia.

Habitualmente el pensamiento marxista clásico consideraba que la nueva sociedad sería el resultado de la realización dialéctica (progresiva) de un ideal histórico. La revolución era un proyecto, una obra (un telos) que había que construir educando la conciencia del pueblo (dicho en clave leninista). Lo que se hizo con ello fue desviar la atención de los gestos que están impregnados en la sublevación cotidiana. Millones de gestos no de sacrificio sino de compromiso impersonal, son lo que ha dejado la revuelta de octubre. No hace falta mirar tan lejos para imaginar qué sería esa nueva relación entre el derecho y la vida, qué sería ese país que soñamos (sueño que nos consuela frente a este país que despreciamos) pero que de alguna manera está entre nosotros cada día. 

Alguien cae por el puente Pío Nono en Santiago tras ser empujado por un policía. Boca abajo, sagrando de su cabeza, tragando agua contaminada y en riesgo de morir por inmersión. Alguien lo ve caer y salta por un muro pese a lo riesgoso, se abalanza al río y le brinda la primera ayuda. Ambos exhiben en sus vestimentas las insignias de los clubes de fútbol más populares de Chile, cuyas hinchadas se han declarado la guerra durante 30 años. Entonces ¿qué ha ocurrido en ese entretiempo del partido? Se ha disuelto el bien y el mal en el instante trágico en que la vida y la muerte parecen conjugarse. Ni amigos (afinidad), ni hermanos (consanguinidad): compañeros. La identidad sedentaria es un modo bastante cómodo de vivir (dispositivo de subjetivación), pero también es una cárcel que oprime y castiga.

No hay manera de fijar con exactitud la experiencia sensible. De inmunizarla definitivamente. Es siempre nómade, vagabunda, se les escapa a los conceptos, a las representaciones mediáticas. Es la interrupción de la excepción. No importa si acaso puede ser acusado de esto y de lo otro, es una vida en su inmanencia absoluta, en su beatitud: “Todos se ocupan de salvarlo hasta el punto en que desde lo más profundo de su coma el hombre siente algo dulce que lo penetra”, dice Deleuze, pues el individuo ha cedido paso a la vida impersonal. Sabemos quiénes son, podemos distinguirlos del resto, y por sobre todo sentimos que importan, y sin embargo desconocemos de qué se trata cada una de sus vidas, que tampoco idealizamos. Muchos cubren su rostro con una capucha, señal inequívoca de que el régimen de la persona (que tanto obsesiona a las instituciones) ha sido clausurado.

Y esa vida singular-impersonal, que es un acontecimiento, está allí en todas partes, estallando en su multiplicidad, atravesando el cerco de las individuaciones, los subjetivismos, jugando como niños con la sublime indefinición que comporta la virtualidad, y aunque luego se actualice en un sujeto y en un objeto, estas son figuras posteriores al plano de inmanencia y al campo trascendental.

Que trascienda la gratitud y el gesto noble de la inmanencia: ello es la reciprocidad común.


[1] Antigua figura del derecho romano arcaico cuya definición consiste en que la vida de alguien considerada prescindible, puede ser expuesta al soberano poder de muerte sin que el daño que se le provoque sea considerado un delito.

[2] La z, vida sin forma para Aristóteles (remitida al reducto de la oikonomía) es, al contrario, la forma de vida por antomasia en la biopolítica de poblaciones. 

[3] La autonomía operativa de Carabineros se traducirá en que sus intervenciones son notificadas con posterioridad al poder civil para ser justificadas legalmente (ajustar un hecho político al derecho y el derecho a la acción política), pero esto no da cuenta de una insubordinación arbitraria o de una transgresión al marco jurídico, sino de que estamos en el momento del estado de excepción, lo cual hace del neoliberalismo un modelo biopolítico. 

[4] Que durante la emergencia sanitaria los dilemas éticos sobre la aplicación de tratamientos intensivos a pacientes críticos con enfermedades de base y contagiados de Covid-19, haya sido evaluada conforme a la optimización de recursos hospitalarios y los equilibrios financieros que le son consustanciales, da cuenta de esta biopolítica de poblaciones que hace vivir y deja morir en un mismo movimiento.

[5] Es este aspecto el que hace irreductible la potencia destituyente de Agamben a la dialéctica del poder constituyente (violencia que funda y que conserva).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *