Crates e Hiparquia. Fresco de la Villa Farnesina

13 de enero 2022

Crates. Cínico

por Marcel Schwob / Traducido por Eduardo Cobos

Nació en Tebas, fue discípulo de Diógenes y también conoció a Alejandro. Su padre, Ascondas, era rico y le dejó doscientos talentos. Un día en que había ido a ver una tragedia de Eurípides, se sintió inspirado ante la aparición de Telefo, rey de Misia, vestido con harapos de mendigo y sosteniendo una cesta en la mano. Se paró en el teatro y anunció en voz alta que distribuiría a quienes lo desearan los doscientos talentos de su herencia, y que en adelante los ropajes de Telefo le bastaban. Los tebanos se pusieron a reír, aglomerándose frente a su residencia; pero él reía mucho más. Les lanzó su dinero y los muebles por las ventanas, tomó un manto de tela, un bolso y se marchó.

Llegó a Atenas, vagó por las calles, restregándose la espalda en las murallas entre los excrementos. Puso en práctica todo lo que le aconsejaba Diógenes. El tonel le pareció superfluo. En opinión de Crates, el hombre no era en absoluto un caracol ni un escarabajo ermitaño. Permaneció desnudo en la basura, y recogió mendrugos de pan, aceitunas podridas, los restos de pescado seco y los metió en su bolso. Decía que ese bolso era una ciudad amplia, opulenta, en la que no se encontraban ni parásitos ni cortesanas, y que producían lo suficiente para su rey: tomillo, ajo, higos y pan. Así, Crates portaba su patria en la espalda y con eso se alimentaba.

No se inmiscuía en los asuntos públicos, ni se burlaba, tampoco destinaba insultos a los reyes. No aprobó para nada ese rasgo de Diógenes, quien había dicho un día: “¡Hombres, acérquense!”, golpeó con su bastón a los que habían acudido y les dijo: “He llamado a los hombres, no a los excrementos”. Crates fue amable con los hombres. No se preocupaba por nada. Las heridas le eran familiares. Aunque se lamentaba de no tener un cuerpo lo suficientemente flexible para llegar a lamerlas, como hacen los perros. También deploraba la necesidad de comer alimentos sólidos y beber agua. Pensaba que el hombre debía ser autosuficiente, sin ninguna ayuda ajena. A los meses, ya no procuraba agua para lavarse. Se contentaba con frotarse el cuerpo en las murallas si la mugre le incomodaba, habiéndose percatado de que los asnos no actúan de otra manera. Rara vez hablaba de los dioses, y esto no le inquietaba: poco le importaba que los hubiese o no, y sabía bien que nada le podrían hacer. En todo caso, les reprochaba haber creado a los hombres desdichados a propósito, al volverles el rostro hacia el cielo y privándolos de la facultad que tienen la mayoría de los animales, que es la de caminar en cuatro patas. Puesto que los dioses han decidido que para vivir hay que comer, pensaba Crates, estos debían volver el rostro de los hombres hacia la tierra, donde crecen las raíces: nadie se podía alimentar de aire y estrellas. 

La vida no le fue generosa. A fuerza de exponer sus ojos al acre polvo del Ático tuvo legañas. Una enfermedad poco conocida lo cubrió de tumores. Se rascó con sus uñas, que nunca se cortaba, y observó que sacaba un doble provecho, porque las gastaba al mismo tiempo que conseguía alivio. Sus largos cabellos se volvieron semejantes a un tupido fieltro, y los dispuso sobre su cabeza para protegerse de la lluvia y el sol. 

Cuando Alejandro fue a verlo, no le dirigió en absoluto palabras agresivas, pero lo consideró como uno más de los espectadores sin hacer ninguna diferencia entre rey y muchedumbre. Crates no tenía opinión sobre los poderosos. Al igual que los dioses, le importaban poco. Solo los hombres le interesaban, y la manera de llevar la existencia con la mayor simplicidad que le fuera posible. Las recriminaciones de Diógenes le hacían reír, y no menos que sus pretensiones de reformar las costumbres. Crates se suponía sobre estas inquietudes vulgares. Transformaba la máxima inscrita en el frontón del templo de Delfos, diciendo: “Vive tú mismo”. La idea de un conocimiento cualquiera le parecía desatinada. Solo estudiaba las relaciones de su cuerpo con lo que le era necesario, tratando de simplificarlas tanto como fuera posible. Diógenes mordía como los perros, pero Crates vivía como los perros.

Tuvo un discípulo cuyo nombre era Metrocles. Era un joven rico de Maronea. Su hermana Hiparquia, bella y noble, se enamoró de Crates. Hay constancia de que ella se prendó y fue a buscarlo. La cuestión parece increíble, pero es cierta. Nada la desalentó, ni la suciedad del cínico, ni su pobreza absoluta, ni el horror de su vida pública. La previno que vivía como lo hacían los perros, en las calles y que buscaba los huesos en los restos de basura. También le advirtió que nada estaría oculto para sus vidas en común y que la poseería públicamente, apenas el deseo lo asaltara, como los perros hacen con las perras. Hiparquia se esperaba todo eso. Sus padres intentaron retenerla: los amenazó con matarse. Tuvieron piedad de ella. Entonces dejó el pueblo de Maronea, casi completamente desnuda, los cabellos colgantes, cubierta solo de una vieja tela, y vivió con Crates, vestida como él. Se dice que tuvieron un hijo, Pasicles; pero nada es seguro en ese aspecto. 

Hiparquia fue, al parecer, buena con los pobres, y compasiva; acariciaba a los enfermos con sus manos; lamía sin repugnancia las heridas sangrantes de quienes sufrían, persuadida de que estos eran con ella lo que las ovejas son a las ovejas y lo que los perros son a los perros. Si hacía frío, Crates e Hiparquia se acostaban acurrucados a los pobres, e intentaban darles calor con sus cuerpos. Y les prestaban la ayuda silenciosa que los animales se prestan los unos a los otros. No tenían especial preferencia por ninguno de los que se les acercaban. Les bastaba con que fueran hombres. 

Todo hasta aquí es lo que nos ha llegado acerca de la mujer de Crates; no sabemos cuándo murió, ni cómo. Su hermano Metrocles admiraba a Crates y lo imitó. Pero no tenía tranquilidad. Su salud estaba perturbada por continuas flatulencias, que no podía controlar. Se desesperó y resolvió morir. Crates supo de su mal, y quiso consolarlo. Comió porotos y fue a ver a Metrocles. Le preguntó si era la vergüenza por su dolencia lo que le afligía hasta ese punto. Metrocles confesó que no podía soportar esa desgracia. Entonces Crates, hinchado por los porotos, soltó ventosidades en presencia de su discípulo, y le afirmó que la naturaleza sometía a todos los hombres al mismo mal. Le reprochó el haber tenido vergüenza de los demás y le mostró su propio ejemplo. Luego dejó nuevamente salir ventosidades, tomó de la mano a Metrocles y se lo llevó.

Los dos se quedaron mucho tiempo en las calles de Atenas, sin duda con Hiparquia. Casi no se hablaban. De nada tenían vergüenza. Incluso hurgando en los mismos restos de basura, los perros parecían respetarlos. Cabe pensar que, si hubiesen sido presa del hambre, ellos se hubieran peleado los unos con los otros a mordiscos. Pero los biógrafos no han reportado nada por el estilo. Sabemos que Crates murió viejo; que había terminado por quedarse siempre en el mismo lugar, tendido bajo el cobertizo de una tienda del Pireo, donde los marinos resguardaban sus mercancías en el puerto, que dejó de vagar en busca de carnes roídas, que no quiso más extender el brazo y que se le encontró, un día, desecado por el hambre.

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Marcel Schwob (Chaville, 1867-París, 1905). Escritor, traductor, ensayista, erudito. Publicó sus ficciones breves en corto tiempo: Corazón doble, 1891; El rey de la máscara de oro, 1892; Mimes, 1893; El libro de Monelle, 1894; La cruzada de los niños, 1896; Vidas imaginarias, 1896 (de donde proviene “Crates. Cínico” del cual damos una versión). Los aportes narrativos schwobianos han dado en América Latina como fruto singulares obras: Retratos reales e imaginarios de Alfonso Reyes (1920), Historia universal de la infamia de Jorge Luis Borges (1935), Falsificaciones de Marco Denevi (1966), La sinagoga de los iconoclastas de J. Rodolfo Wilcock (1972) y más recientemente La literatura nazi en América de Roberto Bolaño (1996), entre otras.

Eduardo Cobos (Santiago, 1963). Escritor, investigador, traductor, editor. Estudió literatura e historia. Ha sido incluido en varias antologías de cuento. Tradujo a Loyola Brandão, Marcel Schwob, Moacyr Scliar, Lêdo Ivo y “Erotia de lengua francesa [seis poetas]” para la revista WD 40. Editor de La Antorcha Magacín (laantorchamagacin.com) y de Schwob Ediciones. Es docente en la Universidad de Valparaíso.

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